Ahora, cuando un mes nos separa del pasado Lunes Santo, los
ecos del silencio pasan de la mente al papel. La memoria es frágil
y hay ocasiones en la vida cofrade que no deben caer en el olvido.
Ciertamente el silencio en Granada tiene ecos –si no, sería
la nada-. En noche de Lunes Santo el silencio suena a esquila
de muñidor, suena a música de capilla, a crepitar
de cera y rachear de zapatillas, a saeta desgarrada, suena a
Cristo de San Agustín…, pero también a música
coral, a Conversación Sagrada, a dulce Madre de Consolación.
Aires de hermandad completa –hecha cofradía- dominaban
el ambiente de una atestada capilla. La misma de ayer y de siempre,
pero que se antojaba más pequeña. Una hermandad hecha
cofradía, comprometida hasta límites insospechados
(más de la mitad del censo de hermanos y hermanas sacó la
correspondiente papeleta de sitio). Una hermandad postrada ante
sus titulares, con la doble genuflexión -¡cuántos
años esperando!- ante las Sagradas Imágenes del Santo
Crucifijo y de la Señora de la Consolación. Acto
de reverencia tan sólo superado por un tercer momento con
rodilla en tierra, cristiano y nazareno, ante el Santísimo
Sacramento venerado en el tabernáculo de la Santa Iglesia
Catedral.
Ni un palmo de nuestra capilla quedó sin ocupar por la legión
de hermanos y hermanas de luz, penitentes con cruces, costaleros
y acólitos –incluidos casi treinta acólitos
infantiles-, además de otros acompañantes. Todos
apiñados, como mejor se pudo, en torno a los dos pasos que
se situaban en el altar mayor: el de Cristo junto a la puerta de
la sacristía y el de palio ante la reja del coro bajo. Momentos
intensos, de espera y de oración, dirigida un año
más por nuestro Director Espiritual. Entretanto los diputados
y celadores daban las oportunas indicaciones y se repartían
las insignias; apenas cinco minutos antes de la hora de salida,
el Diputado Mayor de Gobierno dio orden de encender los primeros
tramos de cirios.
A las nueve de la noche enmudeció Granada. Sólo quince
minutos después un Cristo de San Agustín, hundido
en el calvario de roca para permitir su salida, pisaba el empedrado.
Lo hacía en una calle San Antón completamente colmada
por un público expectante. Ése que admiraba la cabeza
de la procesión con su rancio sabor: dos auxiliares de librea
flanqueando con sus faroles de mano al muñidor. Detrás,
la cruz de guía y sus hachetas, junto a la primera capilla
musical –incorporada este año y con músicos
de la Banda del Mayor Dolor- bajo el título de Jesús
Nazareno de las Penas. Por cierto, una indisposición del
muñidor, avanzado ya el recorrido, hubo de dejar la campana
en manos de un nazareno, repitiendo una estampa que no se veía
desde 1993.
Largas hileras de nazarenos avanzaban al compás
ondulante de las llamas por la calle de San Antón, en
busca del Puente de Castañeda. Una vez más el
color tiniebla de la cera anunciaba un cortejo de desolación
y muerte. Estas tres primeras secciones nazarenas se cerraban,
respectivamente, por la bandera penitencial, el lábaro
sacramental y el estandarte de la corporación. Le seguía
la representación municipal, antepresidencia y presidencia;
así como la capilla musical Cristo de San Agustín,
integrada, como desde hace quince años, por maestros
de la Municipal de Sevilla.
Sobrios resultaron, ante el paso del Sagrado Protector de Granada,
los nuevos ciriales ejecutados por Orfebrería Andaluza.
El cortejo litúrgico elevaba una vez más al cielo
su ofrenda de cera e incienso para realzar la majestad del Cristo
de San Agustín y envolverlo, a la vez, con ese halo de nebulosa
divinidad. Tras el Cristo desgarrador fijado a su cruz de plata,
seguía un nutrido número de agustinos junto a la
ya tradicional sección de penitentes.
Había dejado atrás la calle San Antón el paso
de Cristo, cuando en la puerta de la iglesia conventual del Ángel
Custodio –consagrada en su día, hace más de
sesenta años, al Santo Cristo de San Agustín- se
recortaban los impresionantes perfiles del paso de palio. Nuestra
Madre y Señora de la Consolación se disponía
a salir a la calle, una vez rebasada la viga del coro alto con
la pericia de los costaleros y auxilios mecánicos. Orgullo
costalero bajo los palos, tras multitudinarios y esforzados ensayos,
para vivir esa gloria que es portar a la Madre en su primera estación
de penitencia, esa ilusión pionera de cargar –en el
sentido más noble del término- con un palio silente.
Sólo ese puñado de hombres cuenta ya con la experiencia única
de haberla paseado por Granada en esta primera vez; nunca la podrán
borrar de su memoria.
Traspasó la puerta de la iglesia, ciertamente sobre las
rodillas de sus costaleros, y allí se vieron los frutos
de sus ensayos a golpes de corazón. Eran las nueve y treinta
y cinco minutos. Granada entera la vio aparecer; unos pocos privilegiados,
tras horas de espera en la calle, fueron testigos oculares; otros
muchos recibieron su estampa como primicia televisiva. Y Granada
entera la entendió en su consoladora tristeza y respetó el
silencio nazareno, sobre todo cuando se amagaba algún aplauso
arrancado por las levantás al cielo.
Como si al siglo XIX se volviera en una máquina del tiempo,
apareció ante todos el misterio de la Sagrada Conversación.
Sabor clásico en esta composición bajo palio. Destacaba
en su posición central, y lo más despejada posible
(permitiendo la vista frontal y los dos perfiles de su rostro),
la imagen de Nuestra Madre y Señora de la Consolación.
Espléndida en su atuendo: saya morada de terciopelo de seda
con bordados del siglo XVIII y tocado con encaje de punto de aguja
del siglo XIX; rosario de oro y el pañuelo de su bendición
en las manos y la corona de plata sobredorada en su cabeza. Clásica
vestimenta también bordada en las imágenes de San
Juan Evangelista y Santa María Magdalena –todas las
prendas de estreno- y bello contraste entre el color burdeos del
palio y el negro del manto de la Virgen. También dieciochescos
eran los nimbos –en plata de ley y plata sobredorada- de
la Magdalena y San Juan.
Precedía al paso el cuerpo litúrgico,
con dalmáticas de reciente elaboración y los
clásicos seis ciriales –orfebrería y carey-
de la Hermandad. Se estrenaba en este ámbito la pértiga
de orfebrería y carey y el medallón del pertiguero,
de plata en su color y plata sobredorada, del siglo XVIII.
Por cierto, otros ciriales, junto a la cruz alzada de nuestra
Parroquia, la Virgen de las Angustias, abrían el cortejo
mariano, cuyas tres secciones dividían, por este orden,
las insignias del Simpecado, Guión del Santo Ángel
y Libro de Reglas. Tras éste se ubicaba la presidencia
del palio, la capilla de música Nuestra Madre y Señora
de la Consolación –compuesta también por
músicos de la Banda del Mayor Dolor- y los cuatro cantores –capilla
vocal, cuyas voces cálidas y sones sagrados reforzaron
el carácter intimista de nuestro paso de palio en su
penitencial peregrinaje.
Y es que a la recogida escena de la Conversación, en la que María
se muestra, más que nunca, Consoladora de los Afligidos, se sumaba la
magia del incienso –diluyente de perfiles y colores-, la sobriedad del
andar costalero, el casi mudo crepitar de la cera y la suave cadencia de un palio
de cajón, cuya plateada crestería, clásico bordado y ceñidas
corbatas le confieren el carácter de regio dosel. Como regios son los
emblemas de la Madre fundadora del convento del Ángel Custodio –bordados
del siglo XVII- que se ostentan en el techo de palio. Una conjunción perfecta,
que muchos admiraron y alabaron, vedada, eso sí, a la visión de
los hermanos de luz que, a la penitencia nazarena, suman esa otra de no poder
contemplar en la calle los rostros de Cristo y de María.
El transcurso del paso de palio por las calles de Granada estuvo
rodeado de la máxima expectación y, como ya ocurriera
desde la primera salida del Santo Crucifijo, se adivinaban en los
rostros del público apiñado en las aceras los gestos –bien
de admiración y sorpresa, bien de emoción y oración,
o de ambos a la vez-, cuando hasta ellos llegaba esa nave ardiente
en ascuas de cera blanca, adornada con rosas cerradas de color
rosa pálido, que tenía como capitana a la Stma. Virgen.
Hoy como ayer, los pasos procesionales siguen teniendo esa inequívoca
intención de conmover. Para nosotros se cuentan ya quince
años de silencio y penitencia.
Entre sus velas, gastadas ya de regreso y algunas
lamentablemente caídas, destacaban cuatro sobremanera,
de las llamadas “marías”. En un gesto de
generosidad cofrade, y en un tiempo record, dos de nuestros
hermanos –pintores- plasmaron al óleo, en sus
respectivos medallones, los bustos de S. Francisco de Asís
y Sta. Clara, y los de S. Agustín y Sta. Mónica.
Desde aquí nuestro agradecimiento, por ese brindis plástico
hacia nuestra historia y devoción, pues acentuaban los
dos ricos veneros, franciscano y agustino, de los que nos sentimos
herederos y en los que bebe nuestra Hermandad. Y a los pies
de la Señora, en su peana, como santificando el espacio
recoleto en que se mostraba a todos, un relicario de plata
del siglo XVII conteniendo una reliquia del Lignum Crucis.
Y todo ello con el sello que nos pertenece,
con un andar sobrio, presuroso a veces, signo de peregrinación
y vigilancia. En cierto modo, nuestra Hermandad, por el profundo
misterio de la salvación que representa y su idiosincrasia
nazarena, recuerda en gran medida a las antiguas cofradías
de ánimas, que precisamente celebraban sus cultos mensuales
en lunes –día especialmente dedicado a las ánimas
del purgatorio- y mostraban su preferencia devocional hacia imágenes
del Crucificado. En la Misa de Difuntos se define a Cristo como “fuerza
de los débiles” y “consuelo de los afligidos”.
Eso mismo semejaron por las calles de Granada los pasos del Stmo.
Cristo de San Agustín y de Ntra. Madre y Señora de
la Consolación.
En el recorrido de ida los pasos tuvieron que abrirse hueco literalmente
entre el público asistente en algunos puntos. Y siempre
avanzaron en un clima de respeto y admiración. Con puntualidad –incluso
dos minutos antes- llegó la Cofradía a la Tribuna
Oficial, donde, como es costumbre, el Sagrado Protector recibió un
ramo de flores ofrecido por el Excmo. Ayuntamiento de nuestra ciudad.
Estos gestos refuerzan nuestros lazos históricos. Son, en
cierto modo, la consideración hacia el papel que el Stmo.
Cristo de San Agustín ocupa en la historia de Granada y
también el reconocimiento a la Hermandad.
La cera blanca de la sección de la Virgen fue el contrapunto
mariano a la ascética penitencial de nuestra cofradía,
el anuncio de que llegaba, siguiendo la senda del Crucificado –y
a la vez invitando a seguirla-, una Madre tanto tiempo esperada,
que por vez primera abandonaba la clausura conventual en noche
de Lunes Santo. Sentidas saetas durante todo el recorrido fueron
su mejor piropo, así como la masiva afluencia de fieles,
más de lo acostumbrado en los últimos años,
que se acercaron a reverenciar a la Señora de San Antón.
El preste, otro de nuestros sacerdotes hermanos, acompañado
por doce carráncanos y por los diputados de cierre, ponía
broche al cortejo silente del Lunes Santo granadino.
Como suele ser habitual, nuestro cortejo ganó tiempo en
la Carrera Oficial respecto a los horarios oficiales. Lo más
curioso es que el cortejo completo no pudo contemplarse con una
sola mirada ni siquiera en el interior de la Catedral o en la prolongada
calle Alhóndiga. Cuando el paso de palio traspasó el
umbral de la puerta principal del templo catedralicio, la cabeza
de la procesión ya había rebasado el Pie de la Torre.
Previamente, en la plaza de las Pasiegas y ante el paso del Cristo,
el Arzobispo de Granada dirigió el rezo de la estación
y seguidamente tomó la vara del Hermano Mayor, presidiendo
el cortejo hasta el altar mayor de la Iglesia Metropolitana. Desde
allí dirigió las últimas oraciones, cuando
el paso de Ntra. Madre y Señora se encontraba ya en el interior.
El regreso por la calle de San Antón resultó de nuevo
impresionante. Relucían aún más, en alto,
las llamas de los cirios en medio de la oscuridad imperante y centelleaban
los flases de las cámaras fotográficas. Por efecto
de la oscuridad las luces y humos, los colores y brillos cobran
tonalidades especiales, más vivas y reales, cuando emergen
de la penumbra. Durante el tramo superior de esta calle, decenas
de cofrades pudieron admirar con detenimiento los perfiles de nuestro
paso de palio, cambiando una y otra vez de posición. Fueron
momentos para disfrutar y, cómo no, para recordar –hechos
ya los rezos particulares- a los hermanos que ya no nos acompañaban
físicamente. Han estado muy presentes en nuestra memoria
durante esta Cuaresma y Semana Santa tan especiales.
Minutos antes de las dos de la mañana todo había
concluido. Tras la entrada de los pasos, otro de nuestros hermanos
sacerdotes, en este caso redentorista, dirigió la oración
de acción de gracias, que siguieron con atención
todos los hermanos, ya descubiertos. Fue también el momento
en el que los novicios agustinos, que en amplio número nos
acompañaron con su hábito religioso, formando una
especie de guardia de honor del Santo Cristo, entonaron el Himno
a Nra. Señora de la Consolación, propio de la Recolección
agustiniana. Después los cofrades –renunciando por
imperativos de espacio al emotivo besapiés de nazarenos-
abandonaron ordenadamente el templo.
Nuestro cortejo brilló,
una vez más, por la compostura nazarena, actitud comprometida
y generosa de sus casi doscientos hermanos de luz, más
de treinta penitentes con cruces, su centenar largo de costaleros
y sus más de setenta acólitos (adultos e infantiles),
que junto al cuerpo de diputados y celadores, porta-insignias,
acompañantes y miembros de presidencias, completan ese
casi medio millar de papeletas de sitio retiradas el presente
año.
Ellos y ellas fueron los auténticos
protagonistas de la Estación de Penitencia, por eso no ha
querido esta crónica registrar ningún nombre propio.
Queda en el anonimato esa relación de hermanos nazarenos
que se mostró en el cancel de la iglesia, ese cuadrante
de costaleros –de Cristo y de Virgen- que ha sido entregado
para el archivo de la Hermandad con el fin de preservar su memoria,
los nombres de nuestros hermanos sacerdotes, la lista de donantes
que han hecho realidad, junto al esfuerzo de todos, el estreno
de nuestro magnífico paso de palio… A todos, desde
luego, muchas gracias. Pero los únicos que de verdad importaban,
grabados a fuego en nuestros corazones cofrades, eran los del Stmo.
Cristo de San Agustín y Nuestra Madre y Señora de
la Consolación. Que Ellos nos protejan siempre.