Se llamaba HAMDI.
Aún no había cumplido los tres años
cuando llegó a Padul. Venía del Sáhara.
Sus grandes y profundos ojos negros se hundían misteriosos
en la palidez de su cara. A través de sus pupilas
destellaban la inocencia, el candor, la ingenuidad y una
cierta expresión interrogante y confiada al mismo
tiempo. Se encontraba desvalido e indefenso con el germen
de una penosa enfermedad que ya había anidado en
su pequeño cuerpo. Vestía un pantalón
gris sujeto con un sólo tirante a su cintura; su
barriguita hinchada era síntoma claro de otras muchas
carencias.
Pero tuvo suerte. Hamdi cayó en brazos de
unos padres adoptivos, Jorge y Luisa, que le quisieron como al más querido
de los hijos, y de unos abuelos que le quisieron como al más querido de
los nietos; toda una familia entrañable que fue para él su auténtica
familia. Y más aún, Hamdi se ganó la simpatía y el
cariño de todo un pueblo, este pueblo nuestro que desde entonces sería
también para él, su pueblo. Fue uno más de los habitantes
de Padul; todos los niños eran sus amigos; él lo sentía
así y así también lo sentían ellos. La sintonía
fue total con su nueva familia y con su pueblo.
Y llegó la
Semana Santa de Padul con la solemne y sentida Procesión
del Viernes Santo en la que desfilan numerosos Pasos
de la Pasión del Señor. Los ojos del
pequeño Hamdi se encandilaron ante las imágenes,
pero... ¿qué pasó ante la imagen
de Jesús el Nazareno? ¿Qué hubo
desde entonces entre el Nazareno y Hamdi? No lo sabemos;
sólo pudimos comprobar después, la
existencia de un amor mutuo entre los dos. No es
extraño que, a su paso, el Nazareno se fijara
en Hamdi con especial ternura como lo hacia en su
vida ante los humildes y desvalidos y, desde entonces,
Hamdi, al percibir la bondad de su semblante, se
enamoró del Nazareno; nadie sabe cómo
ni por qué. Si fue su túnica morada,
su larga cabellera, la cruz que lleva al hombro...,
o si fue más bien la mirada doliente y amorosa
de Jesús, maestro del más grande y
entrañable amor, lo que cautivó su
atención. Y ya no le perdió la pista;
desde entonces Hamdi, musulmán de nacimiento,
buscaba la manera de ser cofrade de Jesús
el Nazareno.
Se llamaba HAMDI. Aún no había
cumplido los tres años cuando llegó a Padul.
Venía del Sáhara. Sus grandes y profundos
ojos negros se hundían misteriosos en la palidez
de su cara. A través de sus pupilas destellaban
la inocencia, el candor, la ingenuidad y una cierta expresión
interrogante y confiada al mismo tiempo. Se encontraba
desvalido e indefenso con el germen de una penosa enfermedad
que ya había anidado en su pequeño cuerpo.
Vestía un pantalón gris sujeto con un sólo
tirante a su cintura; su barriguita hinchada era síntoma
claro de otras muchas carencias.
Pero tuvo suerte. Hamdi cayó en brazos de unos padres adoptivos, Jorge
y Luisa, que le quisieron como al más querido de los hijos, y de unos
abuelos que le quisieron como al más querido de los nietos; toda una familia
entrañable que fue para él su auténtica familia. Y más
aún, Hamdi se ganó la simpatía y el cariño de todo
un pueblo, este pueblo nuestro que desde entonces sería también
para él, su pueblo. Fue uno más de los habitantes de Padul; todos
los niños eran sus amigos; él lo sentía así y así también
lo sentían ellos. La sintonía fue total con su nueva familia
y con su pueblo.
Y llegó la Semana Santa de Padul con la solemne y sentida Procesión
del Viernes Santo en la que desfilan numerosos Pasos de la Pasión del
Señor. Los ojos del pequeño Hamdi se encandilaron ante las imágenes,
pero... ¿qué pasó ante la imagen de Jesús el Nazareno? ¿Qué hubo
desde entonces entre el Nazareno y Hamdi? No lo sabemos; sólo pudimos
comprobar después, la existencia de un amor mutuo entre los dos. No
es extraño que, a su paso, el Nazareno se fijara en Hamdi con especial
ternura como lo hacia en su vida ante los humildes y desvalidos y, desde entonces,
Hamdi, al percibir la bondad de su semblante, se enamoró del Nazareno;
nadie sabe cómo ni por qué. Si fue su túnica morada, su
larga cabellera, la cruz que lleva al hombro..., o si fue más bien la
mirada doliente y amorosa de Jesús, maestro del más grande y
entrañable amor, lo que cautivó su atención. Y ya no le
perdió la pista; desde entonces Hamdi, musulmán de nacimiento,
buscaba la manera de ser cofrade de Jesús el Nazareno.
Apenas tendría o seis o siete años cuando se iba esperar al
capataz de los Costaleros, Antonio Peregrina, a su vuelta del trabajo para
que lo apuntara a la Cofradía...“apúntame al Nazareno”..., “apúntame
al Nazareno”, le repetía una y otra vez. Y así, una tarde
y otra tarde a la caída del sol, se apostaba junto a la puerta de su
casa con la misma súplica aflorando en sus labios... “apúntame
al Nazareno”. Hasta que un buen día, conmovido ante tanta insistencia,
Antonio se lo dijo a sus padres. Su respuesta no se hizo esperar: “Apúntalo
ya”... Y desde ese momento, Hamdi es cofrade de Jesús el Nazareno;
lo fue durante el tiempo en que vivió en la tierra y sigue siéndolo
ahora desde el cielo, porque su familia lo mantiene inscrito pagando la cuota
que sigue a su nombre. Sintiéndose ya cofrade de pleno derecho, se iba
por las tardes a ver los ensayos que hacen los costaleros en las semanas previas
a la salida del Paso procesional. Con ellos compartía esos encuentros
y así, alimentaba y reforzaba, aún sin él saberlo, sus
vínculos afectivos con el Señor cargado con la Cruz que tanto
había llamado su atención.
A partir de ahí, Hamdi estrechó sus lazos de amistad con el
Nazareno. Sólo ellos dos saben lo que se dijeron. Sólo ellos
saben qué pacto invisible de amistad se estableció entre ambos;
sólo ellos saben lo que sentían el uno por el otro: Jesús
el Nazareno por Hamdi, y él por Jesús el Nazareno.
¿Sería entonces cuando Hamdi recibió su Bautismo de Deseo? ¿O
lo habría recibido, más bien, aquel primer Viernes Santo en que
lo vio desfilando con la Cruz, en aquel memorable encuentro en que sintió la
necesidad apremiante de vincularse estrechamente con él...? No lo sabemos.
Los demás solo hemos sido espectadores mudos, silenciosos y emocionados
de tan grande y entrañable amistad. Desde entonces hemos visto a Hamdi
cada año en la procesión del Viernes Santo junto al Paso del
Nazareno, seguido de cerca por la mirada protectora de Jorge y Luisa. Cuando
todavía podía andar, iba pegadito a las faldillas del Paso, llevando
el “pipo” con agua para los costaleros. Luego, cuando su enfermedad
avanzó y sus pies se debilitaron, iba andando o, más bien cojeando,
acompañando a su Jesús como podía. Después, al
ir creciendo, creció también la enfermedad, ya no pudo andar
más, pero el carrito de ruedas que sustituyó a sus piernas, le
dio también la posibilidad de acompañar al Nazareno por las calles
de Padul en la noche del Viernes Santo, siempre pegado a los faldones del Paso.
Parece como que Jesús no quería prescindir de Hamdi, como que
le gustaba su cercanía y su presencia. Y tampoco Hamdi podía
pasar sin acompañar cada año a su Señor. Cuando ya ni
siquiera podía valerse sólo en su carrito, Gerardo, un amigo
de sus padres, se ofreció a llevarlo mientras ellos cumplían
con otros deberes cofrades...
Y así ocurrió en cada primavera de su corta vida cuando Jesús
el Nazareno desfilaba por las calles de Padul; así fue, mientras que
Hamdi vivió. Nunca sabremos el secreto de tantas confidencias íntimas,
en un lenguaje callado y mudo.
El Nazareno le regaló a Hamdi una familia adoptiva que lo ha querido
y lo ha cuidado con amor. Le regaló el cariño de todos los que
lo conocían: de los niños de la escuela, de sus maestros, de
la gente del pueblo y, sobre todo, le regaló la gracia de la fe cristiana:
Hamdi quería ser bautizado, deseaba el Bautismo, pero al final, no pudo
ser, porque murió sin alcanzar la mayoría de edad; se fue sin
el Bautismo de agua, pero Jesús el Nazareno se lo llevó al cielo
con su Bautismo de deseo, ese Bautismo que salva cuando las circunstancias
impiden el otro...
Se me antoja que cuando Hamdi cerró para siempre sus ojos en la tierra,
alguien le estaba esperando en la otra orilla con su túnica morada salpicada
de rosas color de oro, con su corona de espinas y su cruz al hombro, con su
larga cabellera y su rostro transido de dolor y rebosante de cariño...y
se me antoja también, que con sus invisibles brazos abiertos habrá recibido
a Hamdi en las moradas eternas, con las dulces palabras que sólo Él
sabe pronunciar. “Ven, bendito de mi Padre ...”
Desde entonces, desde hace ya siete años, falta Hamdi junto al Señor
de su Cofradía desfilando pegado a los costaleros en su carrito de ruedas.
Pero ya no le hace falta el carrito para estar junto a Jesús. Se me
figura que esos brazos invisibles del Nazareno, pasearán a Hamdi por
la inmensidad del cielo y a través de alguna estrella, contemplarán
con cariño el desfile procesional del Viernes Santo en la noche paduleña,
bajo la mirada amorosa de Jesús bendiciendo a su pueblo que también
se acoge a Él, y la de Hamdi, candorosa y tierna, mirando a sus costaleros
y viendo complacido a los que tanto, en esta tierra, le quisieron.