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ANEXO
Nº 2
“Velad y Orad”
“Que
alegría cuando me dijeron
vamos a la casa del Señor,
ya están pisando nuestros pies
tus umbrales Jerusalén.”
(Salmo 122)
El pueblo
judío expresaba así su júbilo y alegría
al pisar la ciudad santa de Jerusalén, convertida en
sede del Templo y del Arca y por lo tanto, la meta por excelencia
del deseado “viaje santo” expresado también
en el salmo 84.
Tres veces al año, los varones israelitas debían
presentarse ante el Señor, es decir, dirigirse al templo
de Jerusalén: Esto daba lugar a tres peregrinaciones
con ocasión de las fiestas de los Ácimos (la Pascua),
de las Semanas (Pentecostés) y de los Tabernáculos.
Desde que Jesús ha dado cumplimiento en si mismo al misterio
del Templo y ha pasado de este mundo al Padre, realizando en
su persona el éxodo definitivo, para nosotros, sus discípulos,
ya no existe ninguna peregrinación obligatoria; toda
nuestra vida es un camino hacia el santuario celeste, y la misma
Iglesia dice de si que “es peregrina en este mundo”.
Sin embargo, la Iglesia, dada la conformidad que existe entre
la doctrina de Cristo y los valores espirituales de la peregrinación,
no sólo ha considerado legítima esta forma de
piedad, sino que la ha alentado a lo largo de su historia.
La peregrinación constituye una experiencia religiosa
universal, siendo una expresión característica
de piedad popular.
Desde distintos lugares de España, habéis venido
hasta Baeza para celebrar un encuentro de hermanos motivado
por un hondo sentimiento de piedad y devoción en torno
al misterio de la pasión, muerte y resurrección
de Nuestro Señor, concretamente, en el momento trascendental,
como más adelante veremos, de su Oración en el
Huerto de los Olivos.
Vuestro viaje hasta aquí, constituye pues, una auténtica
peregrinación en el más estricto sentido cristiano
del término, porque en el se dan todas las dimensiones
esenciales, que determinan su espiritualidad.
Dimensión escatológica: La peregrinación,
“camino hacia el santuario”, es momento y parábola
del camino hacia el Reino. Las Cofradías y Hermandades,
como asociaciones de fieles que son, viven, y ahora en esta
peregrinación así lo significáis, su fe
en la esperanza de alcanzar, tras el camino de esta vida, la
que no se extingue, ni muere nunca.
Dimensión penitencial: La peregrinación
se configura como un camino de conversión. Habéis
llegado hasta aquí, para postraros ante la figura de
Jesús orante, y llevar a cabo una profundización
en vuestro ser y quehacer de cofrades, es decir de cristianos
auténticos comprometidos.
Este caminar nos ha de llevar a un recorrido interior que va
desde la toma de conciencia de nuestro propio pecado y de los
lazos que nos atan a las cosas pasajeras e inútiles,
hasta la consecución de la libertad interior y la comprensión
del sentido profundo de la vida.
Dimensión festiva: En la peregrinación
la dimensión penitencial coexiste con la festiva. El
gozo de la peregrinación cristiana es prolongación
de la alegría del peregrino piadoso de Israel; “Que
alegría cuando me dijeron...”.
La peregrinación es, y a ello os invito de todo corazón,
una ocasión única para expresar la fraternidad
cristiana, para dar lugar a momentos de convivencia y de amistad,
para mostrar la espontaneidad, que con frecuencia está
reprimida.
Dimensión cultual: La peregrinación
es esencialmente un acto de culto; en el programa previsto para
este encuentro cofrade, como no podía ser de otra forma,
el culto ocupa el lugar primordial, así, vosotros, peregrinos,
caminaréis al encuentro con Dios, para estar en su presencia
tributándole el culto de adoración y abrirle vuestros
corazones.
Dimensión apostólica: La situación
itinerante del peregrino presenta, de nuevo, en cierto sentido,
la de Jesús y sus discípulos, que recorrían
los caminos de Palestina para anunciar el evangelio de la salvación,
porque, los cofrades, en vuestras actividades y acciones, en
esa peregrinación anual que son las estaciones de penitencia,
prestáis vuestro esfuerzo a la Nueva Evangelización
que nos pide con insistencia el Santo Padre; porque no olvidemos
que la Nueva Evangelización es como siempre poner a Cristo
en el Centro de nuestras vidas.
Dice Juan Pablo II en la “Catequesis Tradendae”:
en el centro siempre Cristo y el misterio de la redención.
Cristo es el único que puede salvar. Igual que los enfermos
y los pobres se acercaban a Cristo, pidiendo la curación
y el remedio, así lo hace la gente sencilla ante las
imágenes de Jesús Nazareno y del Crucificado.”
Finalmente, Dimensión de Comunión:
Quienes, peregrinos, acuden a la llamada, como vosotros habéis
hecho, están en comunión de fe y de caridad, no
sólo con los compañeros con quienes realizan “el
santo viaje” sino con el mismo Señor, que camina
con ellos como caminó al lado de los discípulos
de Emaus.
Ya estáis aquí, habéis hecho la primera
etapa de vuestra peregrinación cofrade, ahora, acompañados
y acompañantes del Jesús que pide al Padre su
protección y ayuda, detengámonos con sosiego,
en la meditación profunda del mandato del Señor:
“Velad y Orad para no caer en la tentación”.
La escena de la Oración de Jesús en el Huerto
de los Olivos la refieren los cuatro evangelistas, valga por
todos el relato de San Mateo:
“Entonces va Jesús con ellos a una finca, llamada
Getsemaní, y dice a sus discípulos:
- Sentaos aquí, mientras voy allí a orar.
Y, tomando consigo a Pedro y a los hijos del Zebedeo (Santiago
y Juan), comenzó a sentir tristeza y angustia. Entonces
les dice:
- Mi alma está triste con tristeza de muerte; quedaos
aquí y velad conmigo.
Y adelantándose un poco (“como un tiro de piedra”
Lc 22,41), cayó rostro en tierra, y suplicaba así:
¡Padre mío!, si es posible, que pase de Mí
este cáliz; pero no sea como Yo quiero, sino como quieres
Tú.
Viene entonces a los discípulos y los encuentra dormidos,
y dice a Pedro:
- ¿No habéis podido velar una hora conmigo? Velad
y orad para que no caigáis en tentación; porque
el espíritu está pronto, pero la carne es débil.
Y alejándose de nuevo, por segunda vez oró así:
- ¡Padre mío! Si este cáliz no puede
pasar sin que Yo lo beba, hágase tu voluntad.
Volvió otra vez y los encontró dormidos, pues
sus ojos estaban cargados. Los dejó y se fue a orar por
tercera vez, repitiendo las mismas palabras”
San Lucas añade el estremecedor detalle del sudor de
sangre: “Entonces se le apareció un ángel
venido del cielo, que le confortaba. Y sumido en agonía,
oraba con mayor insistencia. Su sudor se hizo como gotas espesas
de sangre que caían al suelo” (Lc 22, 43-44)
Aquí, nace toda la razón de vuestro ser como asociación
de fieles cristianos que se agrupan en torno a este misterio
de la Pasión del Señor.
Los cofrades quieren y deben vivir, intensamente, su fe en torno
a los Sagrados Misterios de la Pasión del Señor
y de los Dolores de su Santísima Madre, y como células
vivas de la Iglesia que son, integradas por hombres y mujeres,
que viven su fe, y por tanto la práctica religiosa, de
forma especial, el culto y la participación en los sacramentos,
tienen que plantearse, muy seriamente, la razón de su
carisma fundacional. No podemos sólo sentirnos miembros
de la corporación el día de la estación
de penitencia.
¿Cuál es la espiritualidad de las Cofradías
de la Oración en el Huerto?
Las diversas espiritualidades, dentro del Cristianismo, son
diversas maneras de imitar a Cristo, o mejor dicho, parcelas
especializadas en una imitación que es imposible abarcar
en su totalidad y en grado sumo. Cada forma de espiritualidad
trata de cultivar, con profundidad mayor, la imitación
de Cristo en alguna faceta particular de su fisonomía.
En este sentido, los que os congregáis en torno a este
misterio, tratáis de imitar a Jesús orante en
el momento supremo de entregar su vida para la redención
de los hombres.
¿Qué nos dice la escena?
Salvador Muñoz Iglesias en su libro dedicado a los misterios
del Santo Rosario escribe:
“Si Jesús antes de acometer el doloroso drama
de la pasión se retira a orar, nos está indicando
que en la oración debemos buscar nosotros la ayuda necesaria
en los momentos difíciles de la vida. No se trata de
conseguir evitarlos; es cuestión de buscar dónde
se puede obtener el valor para sobrellevarlos.
Abiertamente lo recomienda Jesús a sus apóstoles
en Getsemaní cuando les dice: Velad y Orad; para que
no caigáis en tentación. Y sobre todo, cuando
añade: porque el espíritu está pronto,
pero la carne es débil.
Tan débil es la carne, que aun la suya-asumida por el
Verbo en la Encarnación- de tal manera rehuye los sufrimientos
y la muerte, que hasta le pide al Padre: si es posible, pase
de mí este cáliz.
Pues no digamos nosotros: el espíritu está pronto
y hace – como Pedro - protestas de fidelidad a todo trance;
pero la carne es débil como se verá a la hora
de cantar el gallo.
Jesús, reconfortado en la oración, terminó
diciendo “No se haga mi voluntad, sino la tuya”.
¡Gran lección para nosotros!
Es consolador saber que nuestra repugnancia a los sufrimientos
y a la muerte no es pecado, puesto que El pasó por ella.
Pero su ejemplo nos enseña que en la oración podemos
recabar la ayuda para ajustarnos, como El, a la voluntad del
Padre.
Por otra parte, la oración de Jesús en el Huerto,
que tan pormenorizadamente nos han conservado los Evangelistas,
es – no podía menos de serlo- modelo de perfecta
oración.
El Catecismo nos enseñó que las condiciones de
la buena oración son cuatro: atención, humildad,
confianza y perseverancia.”
La Oración del Huerto es modelo acabado de estas cuatro
condiciones:
Atención. Jesús, para orar, se retira del bullicio.
Abandona la ciudad, que aquella noche ardía en fiestas,
y se refugia, pasado el torrente Cedrón, en una finca
privada.
Llegados al Huerto, se desprenden del grupo, llevándose
consigo sólo a Pedro, Santiago y Juan. A estos les hace
saber la necesidad que tiene de su compañía; pero,
a pesar de todo, terminó alejándose de ellos.
Y allí, totalmente sólo, ora.
Humildad. Hace falta mucha humildad para confesar a los apóstoles
que está triste, con tristeza de muerte, y que necesita
de su compañía: “Quedaos aquí, y
velad conmigo”
Estaban acostumbrados a verle pasar horas enteras de oración,
pero nunca le habían oído pedirles que le acompañaran,
y por supuesto, jamás angustiado como esta noche.
Finalmente, manifestó esta misma humildad ante el Padre
con su postura física en la oración: “cayó
rostro en tierra”.
Confianza. Jesús, en los momentos de angustia, próximos
a la sensación completa de abandono, sigue invocando
a Dios con el dulce nombre de padre. Su humanidad doliente se
dirige a Dios llamándole ¡Padre mío! en
el momento en que la Justicia Divina va a descargar sobre el
los azotes que habían merecido nuestros pecados.
Perseverancia. San Lucas (18, 1-7) nos ha conservado la parábola
de la viuda inoportuna y el juez inicuo, con la que Jesús
pretendía inculcar a los discípulos que ”es
preciso orar siempre sin desfallecer”. Y en la Oración
del Huerto, el Maestro ponía en práctica sus enseñanzas.
Los Evangelistas nos refieren que aquella noche oró tres
veces “repitiendo las mismas palabras” (Mt 26, 44;
Mc 14, 39).
Entremos así de nuevo en la escena del Huerto, y ahora
lo hacemos de la mano de Martín Descalzo, entremos “asombrados,
avergonzados, dispuestos al desconcierto e, incluso, al escándalo”.
Porque la escena del Huerto de los Olivos es la más desconcertante,
y probablemente, la más dramática de todo el Nuevo
Testamento. Es el punto culminante de los sufrimientos espirituales
de Cristo. Aquí estamos – en frase de Ralh Gorman
– ante uno de los más profundos misterios de nuestra
fe; ante – como afirma Lanza del Vasto – una página
nueva y única en todos los libros sagrados de la humanidad.
Efectivamente, jamás escritor alguno hizo descender tan
hondo a su campeón y menos si veía en él
a un dios. Esta imagen de un dios temblando, empavorecido, tratando
de huir de la muerte, mendigando ayuda, es algo que ni la imaginación
más calenturienta hubiera podido soñar.
Ahora tenemos que preguntarnos porque este miedo terrible, porque
este espanto inédito. ¿Simple temor a la muerte?
¿Pánico ante la cruz y los azotes? ¿Terror
a la soledad?
Evidentemente tiene que haber algo más allá, mas
horrible y profundo.
La muerte, el dolor físico, son evidentemente muy poco
para quien tiene la fe que Jesús tenía. Tuvo que
haber más, mucho más. Tuvo que haber razones infinitamente
más graves que el puro miedo al dolor.
Sólo una explicación teológica puede ayudarnos
a entender esta escena. Y esa explicación es que en este
momento Jesús penetra, vive en toda su profundidad la
hondura de lo que la redención va a ser para él.
En este instante Jesús asume en plenitud todos los pecados
por los que va a morir. En este momento en que comienza su pasión,
Cristo “se hace pecado” como se atrevería
a decir con frase espeluznante san Pablo.
¡Morir! ¡Eso no es gran cosa! ¡Eso es cosa
de hombres, parte de la aventura humana! Pero aquí no
se trataba de morir, sino de redimir, es decir de incorporar,
de hacer suyos, todos, los pecados de todos los hombres, para
morir en nombre y en lugar de todos los pecadores.
Solemos pensar que Jesús “cargo” con los
pecados del mundo, como quien toma un saco y lo lleva sobre
sus espaldas. Pero eso no hubiera sido una redención.
Para que exista una verdadera redención debe haber una
verdadera sustitución de víctimas y la que muere
debe hacer suyas todas esas culpas por las que los demás
estaban castigados a la muerte eterna.
Hacerlas suyas, incorporarlas, es casi tanto como cometerlas.
Jesús no pudo “cometer” los pecados por los
que moría. Pero si de alguna manera no los hubiera hecho
parte verdadera de su ser, no habría muerto por esos
pecados. Y no se trata de uno, de dos, de cien pecados. Se trata
de todos los pecados cometidos desde que el mundo es mundo hasta
el final de los tiempos. Un solo pecado que el no hubiera hecho
suyo, habría quedado sin redimir, sin posibilidad de
verdadero perdón.
Así pues, el no estaba haciéndose autor de los
pecados del mundo, pero si los tomaba por delegación,
si los incorporaba a si. Se hacía “pecador”,
se hacía “pecado”.
El Papa Juan Pablo II en su carta apostólica Rosarium
Virginis Mariae nos dice en el número 22 dedicado a los
misterios dolorosos:
“El itinerario meditativo se abre con Getsemaní,
donde Cristo vive un momento particularmente angustioso frente
a la voluntad del Padre, contra la cual la debilidad de la carne
se sentiría inclinada a rebelarse. Allí, Cristo
se pone en lugar de todas las tentaciones de la humanidad y
frente a todos los pecados de los hombres, para decirle al Padre
“No se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22, 42
par). Este “si” suyo cambia el “no”
de los progenitores en el Edén. Y cuánto le costaría
esta adhesión a la voluntad del Padre se muestra en los
misterios siguientes, en los que, con la flagelación,
la coronación de espinas, la subida al calvario y la
muerte en la Cruz, se ve sumido en la mayor ignominia: Ecce
Homo!”
Todo esto para nosotros no significa nada. El hombre sabe muy
bien vivir con su pecado, sin que esto le desgarre. El hombre
no sabe lo que es el pecado; o, si lo sabe, lo olvida; o, si
lo recuerda, no lo mide en su profundidad.
Pero Jesús sabía en todas sus dimensiones lo que
es un pecado: lo contrario de Dios, la rebeldía total
contra el creador.
Estaba, pues, haciendo suyo lo que era contrario de si mismo.
Estaba incorporando lo radicalmente opuesto a la naturaleza
de su alma de hombre – Dios. Estaba convirtiéndose,
por delegación, en enemigo de su Padre, en “el”
enemigo de su Padre, puesto que recogía en si todos los
gestos hostiles a Él. Hacerse pecado era para Jesús
volver del revés su naturaleza, dirigir todas sus energías
contra lo que con todas sus energías era y vivía.
¿Quién no sentiría vértigo al creer
todas estas cosas, si verdaderamente creyéramos en ellas?
Ahora sí, ahora se explica todo el desgarramiento. Nunca
jamás en toda la historia del mundo y en la de todos
los mundos posibles ha existido nada, ni podrá existir
nada, más horrible que este hecho de un Dios haciéndose
pecado. Cualquier sudor de sangre, cualquier agonía humana,
no será nada más que un pálido reflejo
de este espanto.”
¿Nos hemos parado a pensar, seriamente, todo lo que encierra
la bellísima iconografía en la que Cristo postrado
en tierra es consolado por el ángel?... A que lo tomemos
muy en serio os invito, a que aprovechemos nuestros actos de
culto, y nuestras visitas a la sagrada imagen, para detenernos
y pensar en lo que Jesús nos quiere decir a través
de este misterio; y a partir de ahí, lanzarnos al mundo
para ser instrumento, como nos pide el Papa en la exhortación
apostólica “Vocación y Misión de
los Laicos” de santidad en la Iglesia, favoreciendo y
alentando una unidad más íntima entre la vida
práctica y la fe, acogiendo y proclamando la verdad sobre
Cristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre. Nuestras cofradías
deben ser y constituirse en un lugar en el que se anuncia y
propone la fe y en el que se educa para practicarla en todo
su contenido. Deben perseguir, ante todo, el “fin apostólico
de la Iglesia” que es la evangelización y satisfacción
de los hombres y la formación cristiana de sus conciencias,
de modo que consigan impregnar con el espíritu evangélico,
a las comunidades y ambientes.
En este año del Rosario, María, de un modo especial,
se nos muestra como madre y maestra en el seguimiento de Cristo.
María está ahí, al lado de Jesús,
en la realización histórica del plan de salvación
trazado por el Padre. Fue el quien la eligió para ese
puesto, y quiso contar con su asentimiento para llevar a cabo
el misterio de la encarnación redentora. Por este destino
María queda convertida en pieza clave, subordinada a
Jesús, en la obra de la redención.
Así lo vio el Patriarca y Obispo de Madrid, D. Leopoldo
Eijo Garay en este bello soneto:
Flaquea de Jesús la recidumbre:
suda sangre en el Huerto, y Dios le envía
un ángel que lo alienta en su agonía
Hasta llegar del Gólgota a la cumbre.
Más luego, de su Cruz la pesadumbre
postrolo en tierra y ni sentir podía.
Ya un ángel no bastaba... y fue María
a erguirlo de sus ojos con la lumbre.
Clávense ambos en mirar profundo
Él de Ella dice “El mundo aguarda Hijo,
tu Sacrificio en bienes tan fecundo!”
Y recobró vigor el moribundo.
La besó con sus ojos y le dijo
“¡si, Madre, llegaré... salvaré al
mundo!”
En Juan
todos fuimos confiados por Jesús a su madre. Para ella
somos un signo del amor del hijo, y a todos nos ama en el amor
a él.
Visto así, el amor de María a los hombres arranca
de su amor a Cristo, y en él se hace eficaz e indefectible.
Si María no puede olvidarse del hijo, tampoco se olvidará
de los hombres. La vida puede despertar en nosotros sentimientos
de fracaso e impotencia. Nuestras faltas y pecados pueden hacer
que nos sintamos indignos de que Dios nos escuche. La maternidad
de María, proclamada en el Calvario, ha de ser en esos
momentos un incentivo a la esperanza. Allí esta ella
al lado de su hijo, interesada por el hombre. Su oración
no puede ser desviada. Este recuerdo de la madre será
un estímulo que nos abrirá a la esperanza y al
encuentro directo con Cristo. Ella sigue repitiendo las palabras
de Caná: “Id a El y haced lo que os diga”.
Él, hoy nos dice y encomienda, a todos, el estar vigilantes
ante las asechanzas de un mundo descreído y por el que
Él se sometió a la muerte y muerte de Cruz, y
a orar, para implorar del cielo la gracia de Dios que convierte
los corazones de los hombres “de corazones de piedra en
corazones de carne”.
Que esta asamblea, celebrada en Baeza con motivo del 125 aniversario
de la fundación de la Cofradía de la Sagrada Oración
de Jesús en el Huerto, propicie para todas las hermandades,
que se acogen a esta hermosa advocación de la Pasión
de Cristo, un nuevo y renovado impulso apostólico, un
remar con valentía “mar adentro”, como nos
pide el Santo Padre en la “Tertio Millenio Ineunte”.
Hemos de sentir con más fuerza, cada día la responsabilidad
de obedecer el mandato del Señor: “Id por todo
el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la Creación”
(Mc 16). Una grande, comprometedora y magnífica empresa
ha sido confiada a la Iglesia, escribe el Papa en la Chistifideles
Laici: “La de una Nueva Evangelización de la que
el mundo actual tiene gran necesidad. Los files laicos, -nosotros-,
han de sentirse, -hemos de sentirnos-, parte viva y responsable
de esta empresa, llamados como están a anunciar y vivir
el Evangelio en el servicio, y a las exigencias de las personas
y de la sociedad”.
Y como el Señor nos mandó en el Huerto orar, termino
dirigiendo mi plegaria a la que es maestra en la oración:
María.
Tu que junto a los apóstoles
has estado en oración en el cenáculo
esperando la venida del Espíritu de Pentecostés,
invoca su renovada efusión
sobre todos los cofrades, hombres y mujeres,
para que correspondan plenamente
a su vocación y misión,
como sarmientos de la verdadera vid
llamados a dar mucho fruto
para la vida del mundo.
Virgen Madre,
guíanos, y sostennos para que vivamos siempre
como auténticos hijos
de la Iglesia de tu Hijo,
y podamos contribuir a establecer, sobre la tierra,
la civilización de la verdad y del amor,
seguir el deseo de Dios
y para su gloria
Amén.
Francisco Garrido Garrido
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