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Leyenda
de San Jorge (3)
En cierta ocasión
llegó San Jorge a una ciudad llamada Silca, en la provincia
de Libia. Cerca de la población había un lago tan
grande que parecía un mar donde se ocultaba un dragón
de tal fiereza y tan descomunal tamaño, que tenía
atemorizadas a las gentes de la comarca, pues cuantas veces intentaron
capturarlo tuvieron que huir despavoridas a pesar de que iban
fuertemente armadas. Además, el monstruo era tan sumamente
pestífero, que el hedor que despedía llegaba hasta
los muros de la ciudad y con él infestaba a cuantos trataban
de acercarse a la orilla de aquellas aguas. Los habitantes de
Silca arrojaban al lago cada día dos ovejas para que el
dragón comiese y los dejase tranquilos, porque si le faltaba
el alimento iba en busca de él hasta la misma muralla,
los asustaba y, con la podredumbre de su hediondez, contaminaba
el ambiente y causaba la muerte a muchas personas.
Al cabo de cierto tiempo los moradores de la región
se quedaron sin ovejas o con un número muy escaso de ellas,
y como no les resultaba fácil recebar sus cabañas,
celebraron una reunión y en ella acordaron arrojar cada
día al agua, para comida de la bestia, una sola oveja y
a una persona, y que la designación de ésta se hiciera
diariamente, mediante sorteo, sin excluir de él a nadie.
Así se hizo; pero llegó un momento en que casi todos
los habitantes habían sido devorados por el dragón.
Cuando ya quedaban muy pocos, un día, al hacer el sorteo
de la víctima, la suerte recayó en la hija única
del rey. Entonces éste, profundamente afligido, propuso
a sus súbditos:
-Os doy todo mi oro y toda mi plata y hasta la mitad de mi reino
si hacéis una excepción con mi hija. Yo no puedo
soportar que muera con semejante género de muerte.
El pueblo, indignado, replicó:
-No aceptamos. Tú fuiste quien propusiste que las cosas
se hicieran de esta manera. A causa de tu proposición nosotros
hemos perdido a nuestros hijos, y ahora, porque le ha llegado
el turno a la tuya, pretendes modificar tu anterior propuesta.
No pasamos por ello. Si tu hija no es arrojada al lago para que
coma el dragón como lo han sido hasta hoy tantísimas
otras personas, te quemaremos vivo y prenderemos fuego a tu casa.
En vista de tal actitud el rey comenzó a dar alaridos de
dolor y a decir:
-¡Ay, infeliz de mí! ¡Oh, dulcísima
hija mía! ¿Qué puedo hacer? ¿Qué
puedo alegar? ¡Ya no te veré casada, como era mi
deseo!
Después, dirigiéndose a sus ciudadanos les suplicó:
-Aplazad por ocho días el sacrificio de mi hija, para que
pueda durante ellos llorar esta desgracia.
El pueblo accedió a esta petición; pero, pasados
los ocho días del plazo, la gente de la ciudad trató
de exigir al rey que les entregara a su hija para arrojarla al
lago, y clamando, enfurecidos, ante su palacio decían a
gritos:
-¿Es que estás dispuesto a que todos perezcamos
con tal de salvar a tu hija? ¿No ves que vamos a morir
infestados por el hedor del dragón que está detrás
de la muralla reclamando su comida?
Convencido el rey de que no podría salvar a su hija, la
vistió con ricas y suntuosas galas y abrazándola
y bañándola con sus lágrimas, decía:
-¡Ay, hija mía queridísima! Creía que
ibas a darme larga descendencia, y he aquí que en lugar
de eso vas a ser engullida por esa bestia. ¡Ay, dulcísima
hija! Pensaba invitar a tu boda a todos los príncipes de
la región y adornar el palacio con margaritas y hacer que
resonaran en él músicas de órganos y timbales.
Y ¿qué es lo que me espera? Verte devorada por ese
dragón. ¡Ojala, hija mía, -le repetía
mientras la besaba- pudiera yo morir antes que perderte de esta
manera!
La doncella se postró ante su padre y le rogó que
la bendijera antes de emprender aquel funesto viaje. Vertiendo
torrentes de lágrimas, el rey la bendijo; tras esto, la
joven salió de la ciudad y se dirigió hacia el lago.
Cuando llorando caminaba a cumplir su destino, san Jorge se encontró
casualmente con ella y, al verla tan afligida, le preguntó
la causa de que derramara tan copiosas lágrimas.
La doncella le contestó:
-¡Oh buen joven! ¡No te detengas! Sube a tu caballo
y huye a toda prisa, porque si no también a ti te alcanzará
la muerte que a mí me aguarda.
-No temas, hija –repuso san Jorge-; cuéntame lo que
te pasa y dime qué hace allí aquel grupo de gente
que parece estar asistiendo a algún espectáculo.
-Paréceme, piadoso joven –le dijo la doncella- que
tienes un corazón magnánimo. Pero, ¿es que
deseas morir conmigo? ¡Hazme caso y huye cuanto antes!
El santo insistió:
-No me moveré de aquí hasta que no me hayas contado
lo que te sucede.
La muchacha le explicó su caso, y cuando terminó
su relato, Jorge le dijo:
-¡Hija, no tengas miedo! En el nombre de Cristo yo te ayudaré.
-¡Gracias, valeroso soldado! –replicó ella-
pero te repito que te pongas inmediatamente a salvo si no quieres
perecer conmigo. No podrás librarme de la muerte que me
espera, porque si lo intentaras morirías tú también;
ya que yo no tengo remedio, sálvate tú.
Durante el diálogo precedente el dragón sacó
la cabeza de debajo de las aguas, nadó hasta la orilla
del lago, salió a tierra y empezó a avanzar hacia
ellos. Entonces la doncella, al ver que el monstruo se acercaba,
aterrorizada, gritó a Jorge:
-¡Huye! ¡huye a toda prisa, buen hombre!
Jorge, de un salto, se acomodó en su caballo, se santiguó,
se encomendó a Dios, enristró su lanza, y, haciéndola
vibrar en el aire y espoleando a su cabalgadura, se dirigió
hacia la bestia a toda carrera, y cuando la tuvo a su alcance
hundió en su cuerpo el arma y la hirió. Acto seguido
echó pie a tierra y dijo a la joven:
-Quítate el cinturón y sujeta con él al monstruo
por el pescuezo. No temas, hija; haz lo que te digo.
Una vez que la joven hubo amarrado al dragón de la manera
que Jorge le dijo, tomó el extremo del ceñidor como
si fuera un ramal y comenzó a caminar hacia la ciudad llevando
tras de sí al dragón que la seguía como si
fuese un perrillo faldero. Cuando llegó a la puerta de
la muralla, el público que allí estaba congregado,
al ver que la doncella traía a la bestia, comenzó
a huir hacia los montes dando gritos y diciendo:
-¡Ay de nosotros! ¡Ahora sí que pereceremos
todos sin remedio!
San Jorge trató de detenerlos y de tranquilizarlos.
-¡No tengáis miedo! –les decía-. Dios
me ha traído hasta esta ciudad para libraros de este monstruo.
¡Creed en Cristo y bautizaos! ¡Ya veréis cómo
yo mato a esta bestia en cuanto todos hayáis recibido el
bautismo!
Rey y pueblo se convirtieron y, cuando todos los habitantes de
la ciudad hubieron recibido el bautismo San Jorge, en presencia
de la multitud, desenvainó su espada y con ella dio muerte
al dragón, cuyo cuerpo, arrastrado por cuatro parejas de
bueyes, fue sacado de la población amurallada y llevado
hasta un campo muy extenso que había a considerable distancia.
Veinte mil hombres se bautizaron en aquella ocasión. El
rey, agradecido, hizo construir una iglesia enorme, dedicada a
Santa María y a San Jorge. Por cierto que al pie del altar
de la citada iglesia comenzó a manar una fuente muy abundante
de agua tan milagrosa que cuantos enfermos bebían de ella
quedaban curados de cualquier dolencia que les aquejase.
Igualmente, el rey ofreció a Jorge una inmensa cantidad
de dinero que el santo no aceptó, aunque sí rogó
al monarca que distribuyese la fabulosa suma entre los pobres.
Fuente:
www.terra.es/personal/angerod/jorge2.htm |
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