Aquí
estoy
Señor,
una
vez
más
en
las
filas,
esperando
verte
recorrer
las
calles
de
la
penitencia.
Ya
te
acercas
con
paso
lento
y
cansado,
en
hombros
de
innumerables
cargadores
que
te
traen
hacia
mi,
para
cumplir
la
penitencia
que
te
he
ofrecido.
Llegas
y
veo
otra
vez
tu
rostro
ensangrentado,
golpeado,
lacerado
y
sudoroso.
Pero
algo
más
sucede,
algo
milagroso
que
no
había
pasado
antes,
y
que
hoy
experimento
por
primera
y
única
vez.
Tus
ojos
me
ven.
Si
Señor,
tu
mirada
triste
y
doliente
se
encuentra
con
la
mía.
Es
una
mirada
dulce,
sublime,
angustiada,
pero
que
llega
profundamente
desde
tus
ojos,
hasta
mi
corazón.
No
sé
si
es
una
mirada
de
perdón
o
de
súplica;
en
mi
insignificante
entendimiento
de
los
designios
de
Dios
no
comprendo
qué
me
quieres
decir
ahora
que
se
han
encontrado
nuestros
ojos,
pero
si
sé
que
es
como
un
rayo,
como
una
centella,
como
un
sol
que
atraviesa
mis
retinas
y
mi
alma.
Aunque
trato,
no
puedo
controlarme
y
bajo
la
vista.
Tú
estás
quieto
ante
mí,
tus
pasos
se
detuvieron
por
un
momento
y
sin
embargo
no
pude
sostener
la
fuerza
de
esa
mirada
profunda
y
apasible.
Reacciono
y
te
vuelvo
a
ver,
pero
tus
ojos
ya
no
están
en
mí,
se
han
perdido
de
mi
vista,
se
dirigen
a
otro
punto,
a
pesar
de
que
ni
Tú
ni
yo
nos
hemos
movido.
He
buscado
nuevamente
infinidad
de
veces,
tu
mirada.
Me
acerco
a
Tí
desde
diferentes
ángulos,
pero
jamás
he
podido
encontrar
de
nuevo
tu
vista.
No
he
podido
repertir
aquella
milagrosa
experiencia.
No
sé
si
fue
una
advertencia,
un
perdón
o
un
llamado,
pero
aquel
fue
el
momento
más
sublime
de
mi
vida.
Así
como
viste
a
las
mujeres
en
tu
camino
al
gólgota,
así
creo
que
me
viste
ese
día,
oh,
Jesús,
y
así
te
pido
que
alguna
vez,
me
permitas
volver
a
encontrar
la
luz
de
tus
ojos,
que
me
ven
con
la
profunda
piedad
de
Dios.
Y
ese
día,
Jesús,
permíteme
estar
preparado
para
verte
con
mi
alma
limpia
y
transparente
para
que
no
aparte
mis
ojos
de
los
tuyos.
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