Estaba
emocionado,
Señor.
Como
en
años
anteriores
esperaba
impaciente
en
la
esquina,
el
momento
de
llevarte
en
mis
hombros.
De
rodillas,
a
la
señal
de
la
matraca,
incliné
mi
frente
y
recé
para
recibir
tu
bendición.
Sabía
qué
te
iba
a
pedir,
estaba
preparado;
antes
de
recibirlo,
imaginaba
el
dulce
peso
que
nos
obligaría
a
hacer
un
esfuerzo
especial.
Por
fin
sonó
el
timbre
y
recibí
el
anda,
que
casi
vencida,
se
sostenía
apenas
por
las
orquillas
que
servían
de
apoyo.
Levantamos
el
mueble
y
nos
acomodamos
apenas,
pero
algo
sucedió;
la
fuerza
de
gravedad
era
más
poderosa
que
nuestra
devoción.
Jesús
pesaba
mucho
más
de
lo
que
nuestras
energías
pudieran
soportar.
Se
perdió
el
compás
del
paso
lento,
y
se
empezaron
a
escuchar
voces
fuertes
que
llamaban
a
levantar,
a
la
señal
de
¡uno,
dos,
tres¡¡¡
Ni
siquiera
la
marcha
nos
hizo
retomar
el
paso,
es
más,
apenas
si
la
pudimos
escuchar.
No
pude
rezar
Señor,
como
debía.
No
pude
concentrarme
para
llevarte
en
mis
hombros
como
otras
veces
lo
había
hecho.
Esta
vez
todos
nos
esforzábamos
por
llevarte
hasta
la
esquina
sin
dejarte
caer
al
suelo.
Casi
perdíamos
el
control
y
caíamos
vencidos,
pero
una
fuerza
sobrenatural
nos
sostuvo
hasta
el
final
del
turno
y
pudimos
entregar
sudorosos
y
extenuados,
aquella
pesada
carga
que
ese
año
nos
habías
encomendado.
Quizá
era
la
forma
que
Tú
querías
que
hicieramos
nuestro
esfuerzo
este
año,
porque
quienes
prepararon
el
anda,
no
creemos
que
hubieran
querido
exponerte
ni
exponernos
a
algún
accidente
con
un
mueble
excesivamente
pesado.
Pero
sea
cual
fuera
la
causa,
no
pude
realizar
mi
ofrenda
de
este
año
como
era
debido.
No
pude
y
me
sentí
triste
porque
mi
turno
fue
un
desorden,
una
angustia,
una
pena
interminable
por
no
dejarte
caer.
Solo
nuestra
fe
nos
hizo
cumplir
con
esa
penitencia
hasta
el
final
de
la
cuadra.
¿O
será
Señor,
que
las
culpas
de
la
humanidad
son
tantas
que
decidiste
que
nosotros
mismos
sintiéramos
lo
que
pesan?