Voy
en
las
filas,
acompañando
a
Jesús
en
su
acostumbrado
recorrido
anual.
Llevo
en
mi
pecho,
prendido
con
el
infaltable
ganchito,
mi
turno.
A
la
par
mía
camina
un
hombre
de
mirada
triste
pero
serena,
revestido
con
su
túnica
morada,
por
la
cual
se
nota
que
han
pasado
los
años
dejando
su
huella
indeleble;
palidecida
por
el
tiempo,
desgastada
del
cuello
y
las
mangas,
paletina
manchada
con
el
color
del
anverso,
guantes
con
pequeños
agujeros,
bandas
deterioradas
de
las
puntas
Ahí
va
él,
acompañando
a
Jesús
como
tantas
veces
lo
ha
hecho.
Notorio
es
que
no
lleva
su
turno
al
pecho,
por
lo
que
me
acerco
y
le
pregunto:
-
Señor,
¿se
le
cayó
su
turno?
-No,
-me
responde-
es
que
no
tengo.
Con
la
natural
curiosidad
empiezo
a
platicar
con
él
y
me
cuenta
que
todos
los
años
ha
acompañado
a
Jesús
como
un
simple
cucurucho,
sin
turno,
sin
cargarlo,
sin
soñar
ni
siquiera
con
que
un
día
lo
pueda
llevar
sobre
sus
hombros.
La
historia
es
muy
sencilla,
él
padece
una
enfermedad
que
no
le
permite
hacer
este
tipo
de
esfuerzos,
por
lo
que
ha
renunciado
irremediablemente
a
esa
penitencia
que
alguna
vez,
de
niño
hizo
realidad.
Pero
ahora
solo
le
queda
acompañar.
Y
es
esa
su
forma
de
cumplirle
a
Dios
la
promesa
que
de
joven
le
hizo.
No
solo
su
situación
económica
no
le
permite
gastar
más
de
lo
necesario
para
subsistir,
sino
que
encima
de
eso,
su
enfermedad
es
su
peor
limitante.
Pero
él
siente
en
su
corazón
una
llama
enorme
que
se
enciende
cuando
va
cerca
de
Jesús,
cuando
sigue
sus
pasos
al
ritmo
de
la
solemne
marcha,
cuando
se
detiene
para
descansar
juntamente
con
Jesús
para
mitigar
el
cansancio
de
los
cargadores.
Después
de
muchas
cuadras
de
caminar
junto
a
El,
se
aleja
satisfecho
de
haber
cumplido
una
vez
más
con
su
penitencia.
Y
yo
estoy
seguro
que
para
Tí,
Jesús,
ha
sido
muy
valiosa
su
jornada,
porque
él
te
cargó
Señor,
en
su
corazón.
Y
ahí
es
donde
te
lleva
todo
el
año,
hasta
que
vuelva
a
reencontrarse
contigo,
seguro
de
que
Tú
lo
esperarás
siempre,
por
las
mismas
calles.