Voy
con
mis
niños
por
las
calles
empedradas,
polvorientas,
quemantes
por
el
sol.
Talvés
sin
explicarse
el
por
qué,
ellos
van
de
mi
mano,
amorosamente,
humildemente,
acompañando
al
Señor
en
el
largo
recorrido
que
ha
iniciado
desde
tempranas
horas
del
día,
y
que
terminará
hasta
ya
bien
entrada
la
noche.
Ellos
están
entusiasmados,
porque
ninguna
cuadra
es
igual
a
la
otra.
El
anda
es
la
misma,
Jesús
es
el
mismo,
el
adorno
es
el
mismo,
pero
los
pasos
no
son
los
mismos,
la
penitencia
en
cada
cuadra
es
distinta,
el
calor
del
sol
varía
en
cada
metro
que
se
avanza,
y
una
nueva
experiencia
se
descubre
conforme
van
pasando
los
minutos.
Ahí
van
ellos,
lentamente
al
ritmo
del
anda,
precediendo
al
Nazareno
o
al
Sepultado,
sin
sentir
el
cansancio,
sin
sentir
las
horas,
sin
reparar
siquiera
en
el
hecho
de
que
el
sol
se
ha
alejado
y
que
la
luna
llega
melancólica,
para
recordar
de
nuevo
aquella
noche
del
primer
viernes
Santo
en
que
Cristo
Murió
por
el
bien
de
la
humanidad.
Sin
embargo,
ellos
ya
piden
una
pausa
en
el
camino.
Se
han
cansado
pues
sus
energías,
limitadas
aún
por
sus
pocos
años,
ya
han
menguado.
Necesitan
sentarse
por
unos
minutos,
y
mientras
a
la
orilla
de
una
banqueta
o
en
el
dintel
de
una
puerta,
descansan
y
meditan
sobre
lo
que
les
espera
en
el
futuro,
soñando
que
talvés
el
próximo
año
ya
puedan
dar
el
alto
para
participar
en
la
procesión
como
cargadores,
los
veo
dulcemente,
y
te
pido
Señor,
que
los
protejas.
Ellos
van
hacia
adelante,
cuesta
arriba,
buscando
su
propio
destino,
yo
voy
hacia
abajo,
empezando
el
camino
de
retorno,
viviendo
los
resultados
del
destino
que
me
he
buscado.
Y
te
pido
Señor,
que
siempre
estés
a
su
lado,
que
siempre
camines
con
ellos,
que
siempre
los
lleves
de
la
mano,
y
que
cuando
yo
falte,
nunca
se
separen
de
Tí,
y
que
ese
ángel
de
la
guarda
que
Tú
les
enviaste,
siempre
los
proteja
de
toda
advesidad,
que
siempre
los
ayude
a
evadir
los
caminos
del
mal,
que
siempre
les
ilumine
sus
pasos
para
que
lleguen
un
día
a
tu
presencia,
como
yo
espero
poder
hacerlo
por
tu
infinita
bondad.