Nos
preparamos
familiarmente
para
asistir
a
un
cortejo
procesional
por
excelencia.
Tradicional,
místico,
como
deben
ser
los
cortejos
del
Nazareno.
Calles
empedradas,
silencio
absoluto,
calor
sofocante
del
medio
día
o
frío
sabroso
de
la
noche.
Lámparas
que
alumbran
el
camino
como
las
de
las
esposas
virtuosas.
Pasos
que
a
ratos
se
arrastran
entre
el
polvo
del
camino.
Jesús
de
la
aldea,
Jesús
de
los
caminos
regados
con
agua
para
asentar
la
tierra,
de
las
calles
cubiertas
de
pino,
aserrín
y
flores.
Ahí
va
Jesús,
con
su
rodilla
doblada,
su
mano
apoyada
en
el
suelo,
la
cruz
que
cae
sobre
su
hombro
y
su
mirada
de
cansancio.
Quién
como
Él
puede
caer
una
y
otra
vez.
Solamente
Él.
Nosotros
humanos,
caemos
muchas
veces
sin
levantarnos,
seguimos
sin
atrevernos
a
dominar
el
peso
de
nuestra
propia
cruz,
nos
acomodamos
apoyándola
en
el
suelo
mientras
descansamos
de
la
penitencia
y
seguimos
absorvidos
por
nuestras
propias
rebeldías.
Pero
Tú,
Cristo,
Tú
Señor
de
la
Caída,
Tú
Jesús
de
San
Bartolo,
solo
Tú
puedes
enseñarnos
que
es
posible
volver
a
levantarse.
Con
tu
actitud
nos
demuestras
que
no
es
solamente
una
caída
de
la
que
debemos
sobreponernos,
que
Tú
estás
dispuesto
a
ayudarnos
a
levantarnos
una,
dos,
diez,
cien
o
mil
veces.
Que
es
nuestra
voluntad
la
fortaleza
que
nos
hace
falta
para
pararnos
de
nuevo
y
levantar
el
peso
que
nosotros
mismos
nos
hemos
echado
sobre
los
hombros.
Eres
Tú
el
ejemplo
que
necesitamos
imitar
para
que
el
llevarte
en
un
turno
no
sea
solamente
cumplir
con
una
tradición,
sino
para
tomarte
como
modelo
y
saber
que
sin
tu
ayuda
no
podremos
jamás
levantar
dignamente
la
vista
hacia
Tí
y
pedirte
perdón
por
nuestras
culpas.
Por
eso
inspiraste
Señor,
las
manos
de
aquel
tallador
para
que
te
representara
en
esta
forma,
y
así
al
verte
nos
miremos
a
nosotros
mismos
caídos,
pero
dispuestos
a
levantarnos
despojados
del
peso
de
la
culpa.
Gracias
Señor
por
estar
en
aquella
humilde
aldea,
para
hacernos
compartir
la
humildad
de
tu
origen
y
las
fuerzas
de
tu
entrega.