En
la
procesión
de
Viernes
Santo,
cuando
todo
es
tan
solemne,
me
ha
sorprendido
mi
hijo
de
cinco
años.
Desde
que
nació
lo
he
llevado
a
las
procesiones
vistiendo
su
uniforme
de
cucurucho.
Al
pasar
los
años,
cada
Semana
Santa
él
mismo
ha
aprendido
a
preparar
los
ropajes
que
lo
revestiran
como
un
deboto
más,
ansioso
de
llevar
a
Jesús
en
sus
hombros.
Por
designios
de
Dios,
él
no
tiene
hermanos.
Los
que
pudo
haber
tenido,
fueron
llamados
al
cielo
antes
de
nacer,
cuando
apenas
eran
unas
semillitas
en
el
vientre
materno.
La
curiosidad
infantil
lo
llevaba
siempre
a
preguntarme
por
aquellas
criaturitas,
a
lo
que
yo
le
repondía
que
se
habían
convertido
en
angelitos
que
jugaban
a
la
par
de
Jesús
y
de
la
Virgen
María,
en
el
cielo
al
que
el
Padre
Eterno
los
había
llamado.
"Además,
-le
dije
un
día-
para
las
procesiones
acompañan
a
Jesús
en
su
anda".
Y
así
con
esa
idea
en
la
mente,
salimos
de
casa,
revestidos
de
luto,
para
participar
en
el
Santo
Entierro
del
Cristo
del
Amor.
Aparecieron
las
filas
en
la
esquina,
y
poco
a
poco
fue
asomando
el
anda
que
portaba
al
Yacente,
esta
vez,
con
una
alegoría
que
incluía
una
serie
de
infantes
angelitos
rodeando
al
Cristo.
Fue
tal
la
impresión
de
mi
hijo,
que
de
inmediato
gritó:
"Papa,
papa,
ahí
vienen
mis
hermanitos".
Sabes
muy
bién
Señor,
la
inmensa
emoción
que
sentí
en
aquel
momento.
Por
un
instante
olvidé
que
era
Viernes
Santo,
que
estabas
muerto,
y
solo
pensé
que
en
el
corazón
de
mi
hijo
estabas
más
vivo
que
en
todos
los
que
te
mirabamos
pasar.
Aquel
espíritu
inocente
te
miraba
y
miraba
con
gran
ilusión,
en
esas
imágenes
pequeñitas,
a
sus
hermanitos
que
Tú
te
anticipaste
a
llamar
a
tu
lado.
Era
un
alma
limpia
la
que
lograba
visualizar
en
aquella
alegoría,
la
grandeza
de
Dios
transformada
en
la
dicha
de
conocer
a
quienes
en
algún
momento
tuvieron
vida,
pero
que
no
pudieron
llegar
a
alegrar
nuestro
hogar.
Gracias
a
Tí,
Cristo
del
Amor,
él
pudo
conocer
a
sus
hermanitos
que
en
el
cielo
están
jugando
a
tu
lado
mientras
aquí
me
consuelan
y
lo
cuidan
con
fraternal
amor.