Llegó
el
Viernes
Santo.
La
tarde
del
luto,
la
hora
nona
en
que
la
tierra
se
estremeció,
la
noche
en
que
el
cuerpo
destrozado,
lacerado,
herido,
golpeado,
maltrecho,
ensangrentado
e
inerte
de
Cristo
fue
trasladado
al
sepulcro
para
esperar
el
momento
del
triunfo
sobre
la
muerte.
Es
la
tarde
en
que
nuestros
corazones
se
entristecen,
en
que
sienten
que
realmente
en
este
momento
muere
Jesús.
Y
en
esta
tarde
es
Jesús
quien
nos
hace
recordar,
al
ver
aquella
imágen
que
en
solemne
cortejo
es
llevada
hacia
la
tumba
de
nuestros
corazones,
que
hubo
solamente
una
persona
que
estuvo
dispuesta
a
entregar
su
vida
por
nosotros.
No
es
un
misticismo,
no
es
un
mito,
es
una
realidad
palpable
que
aún
en
nuestros
días
revive
cada
año
para
mostrarnos
el
camino
por
el
cual
llegaremos
a
la
puerta
de
la
eternidad.
¿Acaso
no
lo
dijo
Él
mismo?
Para
que
haya
vida,
debe
haber
muerte.
Para
que
la
semilla
germine,
debe
morir
entre
la
tierra.
Y
así
murió
en
esta
tierra
de
malvados
Y
así
resucitó
entre
ellos
mismos
para
demostrar
el
poder
de
Dios
ante
el
pecado
y
ante
la
muerte
del
alma.
No
permitas
Jesúcristo
que
nos
quedemos
nosotros
también
en
el
Viernes
santo
de
nuestra
vida.
No
permitas
que
permanezcamos
eternamente
de
luto
ante
la
perdida
momentanea
de
tu
compañía.
No
nos
dejes
ser
adoradores
de
la
muerte.
Tu
tienes
el
poder
de
despertarnos
cada
día
con
renovada
fe,
Tú
resucitaste
y
tu
resurección
no
fue
en
vano
si
reconocemos
cada
día
que
estás
vivo
en
nuestro
prójimo,
que
estás
en
el
rico
y
en
el
pobre,
en
el
creyente
y
en
el
incrédulo,
el
el
justo
y
en
el
pecador.
Estás
en
nuestro
diario
convivir
con
nuestra
familia,
con
nuestros
compañeros
de
trabajo
que
al
igual
que
nosotros
llevan
su
propia
cruz.
En
el
que
nos
gobierna
y
en
el
que
es
gobernado.
Es
viernes
Santo,
el
día
de
tu
muerte.
Haz
que
el
cortejo
procesional
de
tu
entierro
nos
conduzca
este
día
Señor,
a
la
gloria
de
nuestra
propia
resurección
en
Tí
por
siempre
Jesús.