Pregón
de Ntra. Sra. de la Amargura, pronunciado por Joseba Rodríguez,
de la Hermandad de Begoña, el 10 de septiembre de
2005 en Cádiz en los actos del XX Pregón de
Ntra. Sra. de la Amargura, perteneciente a la Venerable,
Inmemorial y Pontificia Cofradía del Santísimo
Cristo de la Humildad y Paciencia y Nuestra Señora
de la Amargura, popularmente conocida como la de "Los
Vizcaínos", con la cual está hermanada
la Hermandad Penitencial Ntra. Sra. de Begoña.
“Bienaventurada
seas María”
“Bendita tú
entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”.
Cuántos nos hemos preguntado cómo
sería la casa de Zacarías. Aquella en la que
Isabel, encinta de San Juan, el Bautista, recibe a María
que viene de viaje para ayudarla. ¡A quién
no le gustaría observar desde un rincón la
escena del encuentro entre estas dos mujeres!
Me imagino a María. La mujer sencilla.
Guapa. Alegre. Sincera. Hermosa por fuera y hermosa por
dentro.
Yo también me encontré con
María. Allí, detrás de aquella verja,
te vi por primera vez. Algo dentro de mí se conmovió.
Es verdad, siempre que alguien se acerca a tus plantas,
mientras mira a esos ojos envidriados por el dolor, pero
serenos por el Amor, nota que algo dentro de sí se
le remueve y, casi por contagio, exclama con Isabel, desde
lo más profundo de su ser:
“Bendita tú
entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”.
Por eso, no paro de darte gracias desde
hace meses por haber tenido la oportunidad de hablarte en
voz alta, María, en este encuentro de hoy. En mi
tierra sorprendió a muchos que se invitara a un hombre
venido del Norte, donde también celebramos la Semana
Santa con nuestras procesiones desde el siglo XVI, pero
no contamos ni con mucho con el respaldo popular que vivís
aquí. Por eso insisto en dar gracias por tener la
fortuna de poder decir a María el Amor que le tenemos
los vascos, rememorando a aquellos Juanes y Diego de Aguirre,
Manuel y Miguel de Iriberri, Antonio de la Yust y Pedro
Martínez de Aldabe que hicieron que a esta Hermandad
la denominaran "la de los Vizcaínos”.
Cierto, en mi tierra, en Bilbao, en esta
época de descreídos, aún quedamos unos
pocos miles luchando por mantener esa celebración,
así que me siento empujado por ellos y exclamo nuevamente
y por tercera vez y en su nombre y en nombre de los miles
de vascos hermanos de esta Cofradía y unido a los
miles de gaditanos que se han dirigido a la Amargura:
“Bendita tú
entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”.
Permitidme, por tanto, que antes de nada
bese la mano de María Santísima de la Amargura,
en cuyo honor se celebra anualmente este acto.
Reverendo Padre Espiritual de la Venerable,
Inmemorial y Pontificia Cofradía de Penitencia del
Santísimo Cristo de la Humildad y Paciencia y María
Santísima de la Amargura; Señor Hermano Mayor
y miembros de la Junta de Gobierno de esta corporación;
Comunidad de Padres Agustinos; Señores Presidentes
de los Consejos Local y Diocesano de Hermandades y Cofradías;
Hermanos Mayores; Cofrades todos; damas y caballeros, sobre
todo, hermanos en Cristo y queridos amigos.
¡Cómo recuerdo aquella llamada
telefónica! Era el atardecer de un sábado
cuando hacía acopio de alimentos en un Supermercado.
Fue allí, en un lugar tan insospechado y poco cofrade
donde recibí aquella llamada. Mi interlocutor, David
de la Fuente, Hermano Mayor de esta Inmemorial y Pontificia
Cofradía, me anunciaba el acuerdo de su Junta de
Gobierno para proponerme pronunciar este Pregón.
David, qué susto, así no se
dicen las cosas, por favor, la próxima vez asegúrate
que esté sentado. Fue tal la impresión que
mi teléfono y mi compra volaron ante la mirada atónita
de la cajera. Tuve que colgar, y dejar pasar unas horas
para volver a llamar a David y confirmar mi compromiso,
advirtiéndole que el Norte no es tierra de pregones
y que por tanto confiaba en que la comprensión de
quienes hoy asistirían al mismo suplirían
las más que probables deficiencias de mis palabras,
en esta disciplina oratoria.
Hoy, David, has superado con éxito
la dura prueba de sustituir al Padre Luís en mi presentación,
quien por cierto aparecerá varias veces a lo largo
de esta disertación. David, me sorprendes cada vez
más por encontrar la palabra o el giro más
atinado, con rapidez y con precisión. David, me siento
halagado por tu cortesía, pero sobre todo siento
que el Padre Luís habrá dado la aprobación
a la misma. Gracias, David.
Decía, que después de aquel
susto hubo horas de reflexión. No sólo fueron,
ni mucho menos, un análisis de mis posibilidades
para poder plantarme aquí y delante de todos y en
nombre de todos hablar a María y exaltar su gloria.
Pensé en primer lugar en la propia
Virgen de la Amargura, y le dije: ¡qué se puede
decir de ti, Reina de las reinas, que no te hayan dicho
ya! Probablemente nada que estuviera a mi alcance.
Me parece complicado hablar a la Virgen
delante de todos, salir del interior de nuestra alma y vaciarse
en los elogios que María se merece, y en el profundo
agradecimiento que se justifica a cada instante por los
innumerables apuros en los que Ella nos ha servido de asidero
o de consuelo. La fuerte conmoción que nos invade
cuando estamos delante de María dificulta enormemente
el hacer llegar las emociones y sentimientos en palabras,
o en gestos, o también silencios.
Por eso lo primero que hice fue decirle:
“de ti, Madre de los cofrades, depende que esto salga
bien”. Y salir bien significaba que, al menos a los
que llegue este pregón, nos haga reflexionar sobre
nosotros mismos y decidir cómo corresponder, aunque
esto parezca imposible, al Amor infinito de Jesucristo por
los hombres y al Amor de María por sus hijos:
¡Cómo corresponder a ese Jesús,
sumido en profundo dolor, llagado, desnudo y humillado,
destrozado por habernos amado tanto, y obediente en todo
hasta la muerte, en su Humildad infinita! ¡Cómo
corresponder a Jesús, quien sedente, en ese momento
previo a ser elevado sobre todos nosotros, parece mirar
al vacío metiéndose uno a uno en el corazón
de todos y cada uno y observando cada uno de nuestros pecados
y los incontables crímenes de la Humanidad, con la
ilimitada Paciencia de un Padre Todopoderoso, para redimirlos
sin tregua uno a uno! ¡Pero Jesús, con tu permiso,
permítenos que hoy dediquemos nuestra atención
a corresponder con nuestra pequeñez el ser tan queridos
por María, Madre tuya y Madre nuestra, en su amable
Amargura!
Pero si ya me pareció enormemente
complejo hablar a Nuestra Señora de la Amargura en
voz alta, temiendo que las palabras no calaran en el corazón
enamorado de sus hijos de Cádiz y de Bilbao, o que
mi voz se entrecortara o apagase por la intensidad, una
vez que me decidí a confiar en su propia asistencia,
en segundo lugar pensé en la dificultad añadida
que tendría pronunciar estas palabras después
de que los que aquí estuvimos el año pasado
por estas fechas tuviéramos la oportunidad de oír
la sencillez, la humanidad y la profundidad de un santo,
el Padre Luís.
Mi convivencia con este gran hijo de María
Santísima tuvo tres momentos: primero en Cádiz,
cuando él era un recién llegado. Lejos de
dar lecciones a los cofrades se dejó invadir por
lo mucho de buenos que tienen. No cayó en la tentación
de echarles en cara una y otra vez sus defectos o sus carencias
como cristianos. El Padre Luís, en aquél primer
encuentro, me enunció una a una sus múltiples
virtudes.
Hermanos en Cristo: ¡Cuántas
cosas no existirían si no existieran las Cofradías!
¡Señora de la Amargura, cuántos piropos,
cuánto amor en las calles de Cádiz, cuántos
hijos que quieren consolar a su Madre! Por Dios, aunque
los cofrades tengamos defectos, como todos, también
nos arrepentimos, y es en las cofradías donde muchos
miles de cristianos han encontrado el camino de la conversión.
Gracias Padre Luís, porque dijiste en Cádiz,
estate tranquila María, que cuentas con unos hijos
que te son fieles desde hace siglos y que lo seguirán
siendo por los siglos de los siglos.
El segundo encuentro fue en Bilbao. Allí,
mientras recorrimos los lugares más cofradieros,
visitó a nuestras queridas titulares, las de la Hermandad
Penitencial de Begoña, a la que pertenezco, Nuestra
Señora de la Caridad y el Santo Cristo de la Humildad.
Mientras las miraba, primero oró en silencio y enseguida
tomó nota para hablar con el Mayordomo gaditano y
transmitirle algunas ideas que pudieran serle útiles
de cara al culto de las imágenes que aquí
se veneran con tanta piedad. Otra vez ese gesto de humildad:
primero mira las virtudes de lo ajeno antes de acallarle
con las lecciones de lo propio. ¡Cuánto tenemos
que aprender del Padre Luís!
La última coincidencia tuvo lugar
el año pasado, mientras hablaba en el Pregón
a la Amargura, y mientras le volvió a hablar al día
siguiente en la misa vespertina del domingo. ¿Se
puede hablar más claro del Amor a la Virgen? ¿Se
puede hablar más claro del Amor de los Gaditanos
a la Virgen? ¿Se puede hablar más claro del
amor de los cofrades a la Virgen? ¿Se puede ser más
agradecido?
Cierto, el Padre Luís tenía
una ilimitada capacidad de amar y eso se veía en
cada gesto, en cada mirada, en cada palabra. Por eso Dios
quiso premiarle haciendo posible que el Padre Luís
viera las puertas del Cielo en la tierra.
Providencialmente, antes de realizar su
postrero viaje a la Casa del Padre, vino a Cádiz.
En aquella su primera Semana Santa entre cofrades de todos
los pelajes, vio atónito el palio de Maria de la
Amargura, bajo el cual salía a las calles, majestuosa,
la Madre de todos los hombres. La vio embocar por la puerta
de San Agustín, vestida con su extraordinario manto,
bordado con el intenso amor de tantos gaditanos, iluminada
con el resplandor tintineante de toda su candelería
y mecida con la maestría de todos sus cargadores
embargados por el amor intenso de llevar a su Santísima
Madre sobre su hombro, y todo ello con el embriagador aroma
del incienso y la cera.
El padre Luís, con sus ojos empañados
por las lágrimas de quien ama mucho, se vio envuelto
entre la muchedumbre de los hijos de Dios arremolinándose
llenos de fervor. Se creyó en el Cielo, y acercándose
a la Virgen se sintió acariciado por ella que en
su Celestial grandeza le acompañaba hasta Jesucristo,
y antes de pedir misericordia, o justicia, o compasión
gritó desde lo más hondo de su ser ¡Viva
María de la Amargura! ¡Viva la Madre de Dios!
Por eso la pasada Navidad, cuando el Padre
Luís se marchó de esta bendita tierra a su
nueva Patria, es seguro que volvió a ver la misma
escena, es seguro que contempló el mismo palio y,
rebosante del Amor infinito de Jesucristo que estaba al
lado de su Santísima Madre, María de la Amargura,
con el amor que le caracterizaba, balbuceó casi sin
voz: ¡Bendita tú eres entre todas las mujeres
y bendito el fruto de tu vientre!
Y un coro de ángeles recogió
el alma del Padre Luís a los compases de “Que
suenen las horquillas” y lo llevaron ante la Virgen,
Nuestra Señora de la Amargura, que era mecida por
los cargadores que llegaron a ese Reino a lo largo de los
siglos y que ahora, glorificados por el sacrificio redentor
de Jesucristo, almas tan fieles como aquellas que recordamos
el año pasado en el veinticinco aniversario de tu
filial cuadrilla. Y así, unidos a Nuestra Celestial
Madre, formaron el cortejo que llegó ante su “Jesús
sedente”, que bien pudo decirle: “Esta puerta
del Cielo que quise que vieras en la Tierra es la que guardo
para mis cofrades, penitentes, cargadores, hombres y mujeres
de Humildad y Paciencia y Amargura que me aman como tú.”
Por eso, se me ocurrió al preparar
estas palabras que mucho tendría que agradecer poder
hablar en esta tribuna después de conocer y oír
a un santo. Sí, mi antecesor en este encargo, el
Padre Luís, era una persona santa con la cual se
respiraba el Amor de Dios condensado en una sonrisa y en
un gesto de afecto que crea el sosiego que siempre rodea
a los santos, y que en ningún caso hablaba para ser
aplaudido, sino que lo hacía para que fueran ovacionados
Cristo y su Santísima Madre, en su Amargura.
Así, si María me iba a ayudar
y garantizaba la asistencia del Padre Luís, a quien
inmediatamente me encomendé, ya más tranquilo
caí en la cuenta que me encontraba en un año
singular. Dije: ¡"Si es el ciento cincuenta aniversario
de la promulgación del dogma de la Inmaculada Concepción"!
Inmediatamente pensé que el atrevimiento de esta
Junta de Gobierno sobrepasaba con creces la osadía
de un Bilbaíno. Madre mía, me pareció
que esta responsabilidad era aún mayor en Cádiz,
porque pocas ciudades se han volcado tanto en esta conmemoración.
Cádiz. Eres maravillosa. De ti dijo
Francisco Ramos Ortega hace dos años, en su Pregón
de la Amargura, que “eres hermosa y solemne, cercana
y orgullosa a la vez”. Ciertamente, es muy difícil
conocer una Hermandad, la devoción a sus titulares,
su particular idiosincrasia, si no se cae de lleno en el
lugar donde está ubicada.
Recuerdo cuando llegué a Cádiz
por primera vez. No conocía esta ciudad, aunque había
oído hablar de ella en multitud de ocasiones, especialmente
a mi padre que siempre me animó a visitar “la
tacita de plata” y siempre había ensalzado
su peculiar belleza. Sin embargo, mi primer viaje a Cádiz
no se debía al turismo. En el corazón de Cádiz
y desde hacía más de tres siglos residía
esta Hermandad que había sido fundada por vizcaínos,
término que se aplicaba en aquella época a
los habitantes de todas las Vascongadas. De hecho los citados
al principio eran en su mayoría guipuzcoanos. Además,
esa Hermandad estaba dedicada al Cristo de Humildad y Paciencia.
Venía a Cádiz, junto con varios miembros de
la Junta Directiva de la Hermandad de Begoña, que
aquél año íbamos a bendecir precisamente
la imagen del Santo Cristo de la Humildad y que llenos de
ese atrevimiento propio de los de mi ciudad, ni cortos ni
perezosos encontramos más que un motivo para que
esa bendición tuviera la acogida de toda esta ciudad
merced al patronazgo de una de sus cofradías señeras,
sin duda santo y seña del Domingo de Ramos.
Desde aquel año ambas Cofradías
con sus imágenes están en las calles de Bilbao
y de Cádiz, el mismo día y a la misma hora,
haciendo que la relación de los vascos con Cádiz
se consolide cada año con un lazo de Hermandad en
Jesucristo nuestro Señor y en su Madre Santísima,
Nuestra Señora de la Caridad y Nuestra Señora
de la Amargura, Vírgenes queridas del Amor más
Hermoso y del Dulce sorbo del Dolor. Por tanto queda clara
la vigencia de esos cuatro escudos que vemos en la bóveda,
en representación de vizcaínos, alaveses,
guipuzcoanos y navarros, que llegaron hacia 1483 a esta
ciudad y a los que nosotros queremos imitar en su devoción
mariana.
En este punto, es necesario hacer un inciso.
Madre mía, no quiero dejar pasar esta oportunidad
sin renovarte una petición. Señora, Regina
Pacis, Reina de la Paz, en el País Vasco hay dolor
y amargura, se habla muchas veces con odio, con rencor y
con deseo de venganza. Sin embargo, todos tus hijos queremos
la paz, necesitamos la paz, buscamos la paz.
Se dice que la paz es consecuencia de la
caridad, la justicia y el perdón. Señora,
Virgen de la Amargura, tú que has asistido a tantos
y a tantos hijos e hijas tuyas en el mayor dolor, que bebieron
del cáliz de la amargura en la enfermedad, en la
cárcel, en el paro, en la soledad, en el abandono,
en su familia, déjanos ver la paz. A ti acudo, Madre
Nuestra, para que esa amargura que tú hubiste de
gustar en la Pasión y en la Muerte de tu Hijo, para
que nuestra herida abierta por el pecado fuera restañada,
y al igual que Cristo resucitó y se inició
un nuevo camino, con unos nuevos valores para la Humanidad,
que nuestro pueblo, y por supuesto nuestro mundo, tanto
tiempo inmersos en la violencia, caminen por fin por el
sendero de la paz.
Cerrando este paréntesis, quiero
volver a aquel encuentro, porque fue realmente intenso en
el conocimiento mutuo, aunque breve en el tiempo. Lógicamente,
no faltamos a nuestra cita en San Agustín. De inmediato
fuimos a ver al Señor. Me impresionó sobremanera
su gesto. No conozco una talla tan impresionante que recoja
con semejante profundidad la oración intensa de Jesús.
Su abandono. Su humillación. Y es por ese motivo
por el que fueron varios los minutos en que se hizo el silencio
en aquella comisión que abría lo que luego
serían múltiples encuentros.
Luego vimos Cádiz. Cierto que un
poco a la carrera, pero lo vimos. Nos decían con
entusiasmo de enamorados: “Por aquí, cada Domingo
de Ramos va María... ¡Qué contenta!..”.
Quién es el afortunado que puede ver a Nuestra Señora
de la Amargura solemnemente cargada entre las calles de
Cádiz. Hay que ver, y hay que sentir, cómo
quiere Cádiz a María.
¡Cómo he sentido no haber estado
en Cádiz, en tierra de María, aquella jornada
irrepetible en la que con motivo de la conmemoración
de la Inmaculada decenas de miles de gaditanos hervían
en cariño a la Virgen que era venerada en los Besamanos
de tantas advocaciones de Nuestra Señora! ¡Cómo
sentiré en lo más profundo de mi ser que el
próximo ocho de octubre, cuando otro magno acontecimiento
ponga catorce pasos en la calle, y la Virgen Madre de Dolores
en la Semana Santa, torne su tristeza en alegría
al verse reconfortada por el amor irreducible que tiene
Cádiz a su Madre del Cielo!
María, Madre de todos los hombres,
María Madre Inmaculada, María Madre de Cádiz,
María Madre de la Amargura, aunque yo no he estado
en Semana Santa, sí te he visto pasearte con la ternura
de tus hijos, y de forma muy especial con el amor de tus
hijas, por las calles de Cádiz. Con qué gozo
te llevan, sabedoras de que la generosidad de alguien a
quien no conozco ha permitido que rompan una tradición,
o que quizá la abran, al llevarte sobre sus hombros
ese grupo de mujeres cargadoras.
Claro que sí. Desde que se llevara
a cabo el hermanamiento de nuestras cofradías se
ha hecho costumbre nuestra presencia en los actos que se
celebran en tu exaltación y gloria. No cabe duda
que todo lo que en ellos se celebra hace que los que sentimos
el amor intenso de Jesús y María en Semana
Santa a través de la Estación de Penitencia,
hagamos un pequeño repaso de lo mismo en este mes
de Septiembre.
Tú. Subida en ese paso más
pequeño que el imponente de palio, sales a la calle.
Tu cortejo, aunque más reducido que el del Domingo
de Ramos, envuelto en el mismo fervor y si cabe con mayor
intimidad, acompañado con la melodía de las
avemarías del Santo Rosario. Orlan el recorrido,
por estas adustas y estrechas calles, los piropos que una
y otra vez, incansablemente, casi sin pensar, se dicen los
enamorados. Por eso a nadie se le hace pesado decirte una
y otra vez ¡Santa María! ¡Madre de Dios!
¡Ruega por nosotros, pecadores! ¡Llena eres
de gracia! ¡El Señor está contigo! Y
todo ello hasta que de vuelta a San Agustín, en una
entrada tan familiar como aquellas que se celebraban en
la madrugada al regreso de las procesiones de hace décadas,
tus hijas cargadoras se entremezclan con los fieles en abrazos
entre lloros de satisfacción por haber podido estar
un rato largo contigo, rezando y haciendo rezar.
Que nadie en Cádiz se canse nunca
de rezar a María, para eso estamos cofrades, y si
debemos hacerlo sumidos en dolor en Semana Santa se hace,
si podemos hacerlo en la gloria del Rosario de Antorchas,
se hace, y si hay que hacerlo extraordinariamente en la
magna se hace. Que María nunca se cansa de visitar
a sus hijos, y que ningún hijo de María se
canse jamás de amar a María.
Sin embargo después de dar una y
mil vueltas sobre qué más decir a María,
tras haber disfrutado largamente sobre todas estas mociones
y emociones me dirigí a Cristo, al Santo Cristo de
la Humildad, aquél que recibe culto en Bilbao y que
fue el motivo que nos llevó a que estas dos hermandades
se unieran con un lazo tan fuerte como el propio de la sangre.
Sentado ante él, mirándole fijamente, me vino
a la cabeza una idea, que estando ante quien estaba, la
consideré una sugerencia: “Deja introducirse
dentro de ti, en lo más profundo, a quien será
protagonista de ese día, Nuestra Señora de
la Amargura.” Es verdad. Muchas veces pensamos que
nuestra oración es para pedir, para hablar, para
contar, para rogar, para alabar, pero si orar es conversar,
es necesario que también haya tiempo de escuchar.
Cuántas veces asomados en aquella
verja, hemos permanecido mudos. Cuántas veces, cuando
Nuestra Señora de la Amargura se expone en solemne
besamanos, nos hemos fijado en ella, en todos los detalles
de su cara, en cómo está vestida, en sus manos,
en su ajuar, en todo el ornamento que la rodea y no hemos
dicho nada. Y sin embargo, nuestro silencio ha sido fructífero.
Quizá no haya llegado ninguna moción particular,
quizá nos parece que María tampoco nos dice
nada. Pero,... mirad a María. Miradla despacio, sin
prisa,... ¡Qué bien se está con María!
Qué pocas veces habla María
en el Evangelio. Parece como si no quisiera quitar ningún
espacio, ni una palabra, ni una línea, a su Hijo.
Parece que quiere desaparecer para que veamos mejor a Jesús.
“Haced lo que Él os diga”. María
siempre muestra a Jesús.
Pero si volvemos a la casa de Zacarías
oiremos una inigualable intervención por su calado
y su belleza. Sí, en aquél encuentro de María
con Isabel, no sólo habla sino que canta. Seguramente
María, con su cara de niña, su pureza santísima,
su transparente expresión, sus ojos diáfanos,
su sencillez, la verdad dibujada en sus labios, sus manos
preciosas aunque firmes por el trabajo manual, mira a Isabel,
la coge de sus manos y con voz muy suave y afinada exclama:
“Magníficat anima mea Dóminum,
et exultavit spíritus meus in Deo salvatore meo,
quia respexit humilitatem ancillae suae,... “
Mi alma glorifica al Señor, y mi
espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque ha
puesto los ojos en la bajeza de su esclava; por eso desde
ahora me llamarán bienaventurada todas las naciones.
Porque ha hecho en mí cosas grandes
el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo, cuya misericordia
se derrama de generación en generación sobre
los que le temen.
María, expresa su gozo, que es uno
de los dones del Espíritu Santo, por ser la Madre
de Dios. Madre de la Amargura, ante todo eres Madre. Te
alegras por haber sido elegida Madre. Bienaventurada seas.
El mismo Dios, porque podía, te eligió como
Madre del Hijo, y como madre nuestra. María, Madre
de la Amargura, espera con discreción, detrás
de esa verja, a sus hijos que vienen a contarle sus cosas,
sus alegrías y sus penas. María de la Amargura,
la Madre juiciosa que deja hacer a sus hijos y que espera.
Cuantos hombres y mujeres se han acercado
hasta esa esquina de esta iglesia, donde casi sin entrar
ya se ve a María, porque te necesitaban, porque necesitaban
a su Madre; porque te querían, porque querían
a su Madre. Es verdad, dicen: Madre, Madre y Madre, y cientos
de veces Madre. Madre a la que le aflige terriblemente el
sufrimiento de sus hijos, Madre que se alegra con el júbilo
de sus hijos, Madre consoladora, Madre Fiel.
Cuando cae la tarde del Domingo de Ramos,
durante la Estación de Penitencia de sus cofrades,
me imagino vivamente cómo Maria Santísima
recorre el cortejo y les habla al oído a cada uno
de los que ese año la han sacado a las calles de
Cádiz.
Quién pudiera encontrar un sitio
en el “palo” para cargar a su Madre.
Quién pudiera encontrar ese sitio
y desde ahí, tan cerca, escuchar lo que dice su Madre.
Cargador escúchale, no te distraigas
con la gente que aplaude tu trabajo, di “esos aplausos
son para ti, Señora”, y atiende a lo que seguro
te dice tu Madre. Sí, la Virgen de la Amargura te
habla al oído.
Cargador de Amargura ¿La sientes
al cargar? ; Cargador de Amargura, dices que ahí
abajo se aprende a amar; Cargador de Amargura, ¡Es
María!... más que llevarla, déjate
llevar. Sí, es la Virgen a quien portas, cargador
de Amargura. Mira cómo te anima en cada esquina,
mientras te susurra:
¡Cargador de Amargura, no abandones
tu sitio, que cuando esta vida pase y te adentres en el
Cielo, a ese bendito “palo” volverás!
¡Ahí quiere a su hijo y te
ha guardado un sitio para que goces para siempre en la Patria
Celestial!
Cargador de Amargura, cargador con oficio,
cuánto amas al cargar.
María, Madre de los pecadores, consoladora
de los afligidos, recorre todo el cortejo de los que cada
Domingo de Ramos se reúnen porque la aman. Mira uno
a uno, hombres y mujeres, niños y niñas, a
todos esos que alineados en dos filas señalan la
ruta de María con cera, pero que sobre todo hacen
camino de amor encendido, amor que gotea lágrimas
de fuego y que purifica ese sendero por donde María
muestra su dolor al Pueblo de Cádiz.
Se detiene en cada hermano: “¿Qué
hay de ti, penitente escondido?” A veces podría
decirse que tan solo eres un número, uno más
en una estadística, sin cargo ni encargo, sin embargo
eres tú, cofrade anónimo, quien rotula con
tu cirio y su luz de vida el camino de María. Tu
conversación con María te lleva en muchas
ocasiones a un incontenible deseo de verla, y te vuelves
con cautela en aquella esquina o en aquel giro o durante
un parón en aquella calle tan larga... Que bien se
está entre Jesús y María.
Cuando la ve, sonríe. En el dolor
también se sonríe; sí, se sonríe
y se reza; así también se anima a María.
Cuando al avanzarse la madrugada sus piernas flaquean piensa
que muy pronto verá a la Amargura entrar en San Agustín.
¡Ese es el gran momento de los privilegiados! ¡Quién
puede ser uno de los elegidos para ver la efigie de María,
después del esfuerzo intenso, entre los hermanos
y hermanas de la Cofradía! Nuestra Señora
de la Amargura ¡Madre Guapa! ¿Se puede ser
más feliz en la tierra? Con las manos vacías,
sin nada más que Jesús y María.
Maria llora. María, Madre de Amor,
Madre querida. Te vemos llorar y también lloramos.
Tu sufrimiento sin límites, aquél que aceptaste
sin condiciones cuando dijiste: “Hágase en
mí según tu palabra”. Ese sufrimiento
se convierte en la oración y en la serenidad de quien
ama y perdona y sabe que no siendo necesario para redimir,
Dios lo quiere, es su Voluntad, es la entrega hasta la última
gota de su Sangre Preciosa.
María redentora, María Madre
que llora. Quién puede ver llorar a su Madre. Quién
puede consolar a una Madre. Ahora me pregunto: ¿qué
hago cada día para consolar a María? Pero
Nuestra Señora de la Amargura, fíjate en Ella,
te consuela en su dolor intenso. Te mira con una sonrisa.
¿Sonrisa? Sí. ¿No ves que María
en su dolor, en su angustia, en su soledad, en su abandono,
te mira y te sonríe? La ves en el Calvario, la ves
traspasada por esa afilada espada, la ves cómo aguanta
el sufrimiento y agarra sus ropas hasta herir sus propias
manos, la ves sentir el dolor intenso de Jesús en
su alma de Madre. María, ya no quiero más
tormento, ¡basta! ...Y María me consuela.
Sí, es verdad, María. Vemos
esas cinco lágrimas que escondes en tus mejillas
y también lloramos. Señora de la Amargura,
te queremos consolar; sin embargo, eres tú quien
nos consuela. Es cierto. ¡Quién no siente el
consuelo de María en tantos y tantos momentos de
la vida! Aquél camino de sufrimiento, ese Calvario,
ese lugar de los malditos, donde la humillación de
los cautivos se llevaba al extremo, vio un rayo de luz y
fue bendecido cuando en aquella oscura tarde el buen Jesús
cumplía su suplicio.
Jesús misericordioso. Nos lo dijo
María: “cuya misericordia se derrama de generación
en generación”. Hizo falta tanto. Hasta nosotros
llega tu misericordia y Tú, Señor, te fijaste
en María para que toda la Redención fuera
posible. Y qué viste en María. María
nos lo dice: “ha puesto los ojos en la bajeza de su
esclava”.
¡Qué ridículo hacemos
ante Dios, los que queremos ser los más destacados
entre los demás, los que nos sentimos admirados,
los que sentimos la necesidad de ser admirados!
Escucha cómo termina su canto María:
Manifestó el poder de su brazo, dispersó a
los soberbios de corazón, derribó a los poderosos
de su trono y ensalzó a los humildes, colmó
de bienes a los hambrientos, y a los ricos los despidió
sin nada.
Sí, Dios mío. “Ensalzó
a los humildes”. No podría ser de otra manera.
Nuestra Señora de la Amargura inaugura la escuela
de la humildad. María Santísima, no sé
ser humilde. Enséñame a ser nada. ¿Cómo
ser Humilde?
Estamos en este templo dedicado a San Agustín.
Uno de los comentarios que me llaman más la atención
de este gran Santo de la Iglesia lo hace en sus “Confesiones”.
Y, precisamente, es una cita que nos viene como anillo al
dedo a los que, teniendo la responsabilidad de hablar en
público, esperamos ser felicitados al finalizar nuestra
intervención.
Verdaderamente, San Agustín era un
gran orador. Por ello era aplaudido y admirado. Sin embargo,
al escribir sus Confesiones en su madurez, se arrepentía,
riéndose de la vanidad que le daba su maestría
a los diecinueve años. Así, entre muchas otras
cosas de aquella época juvenil, decía:
“Yo había conseguido ser el
primero en la escuela de retórica, y me sentía
orgulloso e hinchadísimo de soberbia”
Gracias María, porque si después
de esto y de mucho más que fue capaz de hacer Agustín
alcanzó la santidad, nosotros sabemos que también
tendremos más de una oportunidad para enmendarnos.
Recuerdo que, como cofrade que se entusiasma tanto con la
organización de una procesión o la preparación
de una celebración, una vez me preguntaron, como
yo después se lo he preguntado a otros muchos, sobre
todo a aquellos que ostentan cargos de responsabilidad:
¿No os parece que estamos mucho en la iglesia, esperando
que todo lo que hacemos salga bien, afanados en tantas cosas
necesarias, y sin embargo rezamos muy poco?
Comprendo, leyendo a San Agustín,
por qué esta comunidad agustiniana entiende tan bien
esos nuestros defectos y carencias, a los que antes nos
hemos referido. A buen seguro, por que son los mismos que
a lo largo de los siglos, han tenido, como en la actualidad
tenemos, muchos y muchos cofrades, atraídos más
por el folklore de las cofradías que por su hondo
contenido evangélico y evangelizador.
Como ya dije, seguramente también
se viera sorprendido el Padre Luís, nada más
llegar a Cádiz, al ver a tantos devotos de Nuestra
Señora de la Amargura a la hora de la procesión,
que luego a lo largo del año no volvían a
visitarla. Lejos de dejar que esto se convierta en una queja
permanente que finalmente se torne en gruñidos, quizá
merecidos, como ocurre en muchas otras comunidades cristianas,
en esta comunidad los cofrades nos sentimos comprendidos.
Quiero proclamar una realidad: “esta Comunidad de
Agustinos se ha volcado siempre con esta Cofradía”.
Hablo de lo que conozco, por lo que debo añadir que
también muchos de estos cofrades se vuelcan con la
Comunidad Parroquial, al menos al día de hoy.
Sin embargo, estoy convencido de que mucho
has tenido que ver Tú, María Santísima
de la Amargura, Madre del Buen Consejo, que desde tu capilla,
allí escondida tras la verja, velas por todos tus
hijos, por esta Cofradía y por esta comunidad parroquial.
Lo cierto es que hay que insistir en que
esta comunidad se abrió y se entregó con pasión
a esos cofrades, sabedores de que todos ellos, cada día,
bien a través de una foto en su agenda, bien mirando
una estampa en la cabecera de su cama, bien visionando un
vídeo en cualquier época del año, o
leyendo una circular de la Cofradía, hablan y se
comprometen cada mañana en ser mejores ciudadanos
y mejores cristianos por amor a María Santísima
de la Amargura, y a su Hijo el Santísimo Cristo de
Humildad y Paciencia.
Hay que valorar, además, que esta
comunidad no solo acoge una Hermandad, sino dos, y lo hace
con todas sus fuerzas, como lo hace desde más de
veinte años atrás la Comunidad Agustiniana
de Bilbao, que en su Iglesia de San José acoge a
la Cofradía Penitencial del Apóstol Santiago.
Así, las dos, los Agustinos de Cádiz y los
de Bilbao, atienden a los cofrades más practicantes
y a los menos, sabiendo que su santo fundador, Agustín,
también encontró a Dios merced a la insistente
oración de cuantos le rodeaban.
Creo que es un momento propicio este para
darles gracias a ellos y a todos aquellos que nos entienden,
aunque haya muchas veces que sea difícil entendernos.
Amor y amabilidad con amor se pagan.
Con ello pongo fin a estas palabras. María,
Tú, Criatura Excelsa; Bienaventurada Hija de Dios
y Esposa de Dios y Madre de Dios; Tú, Bella Señora,
Madre de la Iglesia y Madre Nuestra; Tú, Trono de
Sabiduría; Tú, Torre de Marfil; Tú,
Casa de Oro; Tú, Estrella de la Mañana; Tú,
Esclava del Señor. Con todo ello, la más humilde
de la Creación.
Ayúdanos a cumplir el mandato
de tu Hijo: “Sed mansos y humildes de corazón”.
Entierra nuestro orgullo, déjanos sin nada, como
se quedó Él esperando que se cumpliera su
Pasión, sentado en una piedra en ese Calvario, a
modo de patíbulo, y ante la Cruz en que le iban a
clavar. Ábrenos los ojos para descubrir que, aunque
Dios no necesita nada, no hay cosa que quiera más
que el amor que nosotros tus hijos le queramos dar. Gracias
María, por abrirnos el Corazón. Gracias, porque
eres Madre de Amargura y nos enseñas a aceptar amorosamente
el dolor. Gracias porque también eres Madre y Maestra
de Humildad, que es lo que más nos acerca a Dios.