Pregón
de Semana Santa de Granada 2002
Pronunciado por Don Miguel Luís López-Guadalupe
Muñoz
I
LA LUZ BRILLA ENTRE LAS
TINIEBLAS ¡Dios te salve, Granada!
Asomado a su
balcón, el Arcángel San Gabriel trae a Granada
un celestial mensaje, con aires de primavera, en una nueva
y popular anunciación, a la que el Darro presta su
música y el Albaicín su color.
Bella y callada
dormía Granada, «agua oculta que llora»,
bajo el cielo ceniciento del invierno, cuando en sus oídos,
acostumbrados a rumores de fuentes cristalinas, resonó,
apenas como un murmullo, para no molestar su sueño,
el mensaje de cada año, de cada siglo, de cada milenio,
la voz de siempre: ¡Granada, sé tú misma!
Y Granada se
vistió de nazarena.
Las palmeras
ofrecieron sus hojas más doradas a las manos de la
infantil Judea. Los luceros salpicaron de oro las capas
nazarenas del Albaicín. El rojo clavel bordó
bocamangas sobre la blanca cal en la placeta de S. Miguel.
De verde se vistió la Plaza Nueva, robándole
al bosque su color. Colas de luto alfombraron el empedrado
de la Carrera del Darro, mientras las aguas del río
ensayaban una plegaria para la Maravilla del divino amor.
Los cipreses del atrio de S. Jerónimo se coronaron
de amarillos capirotes. El bosque de la Alhambra se tapizó
con el color de la tarde sobre fondo de damasco. El Sacromonte
pintó sus cuevas con brillos de cobre y resplandores
de hogueras y el Campo del Príncipe se hizo más
campo aún para acoger a Granada entera.
Y vio Dios que
aquello, nacido de su mano y completado por el hombre, era
bueno. Y dibujó en el cielo la luna llena para alumbrar
el serpenteante caminar de los cortejos nazarenos.
Y a esos siete
días, que precedían a la Pascua, al paso triunfante
del Señor, de la oscuridad a la luz, del abismo hasta
la cima, desde la muerte a la vida, los llamó Dios
Semana Santa.
Y desde entonces
está pintada de rojo en el calendario y grabada a
fuego en los corazones cofrades, que palpitan bajo las túnicas
y las capas, ese diapasón de amor que hace mover
los pasos por nuestras calles. ¡Quitadle a la Semana
Santa el corazón y se quedará en nada!
Y desde entonces,
cada Domingo de Ramos, la campana de la Vela, llamaor de
llamaores, capataz del Albaicín y de la Alhambra,
hace sonar su martillo con ecos de bienaventuranza.
Y al tercero
de sus golpes, se abren las puertas de la gloria y se desbordan
ríos de nazarenos y misterios de Pasión, caudales
de cera y de incienso, de cante y de oración.
Bienaventurados
los pobres en el espíritu, los que aprenden de su
Trabajo y su Paciencia, de su Humildad, y le siguen hasta
la frialdad cadavérica del Sepulcro.
Bienaventurados
los que comparten su Amargura, en la soledad del Huerto
de los Olivos, en su dolorosa Caída, en el instante
supremo de su Expiración.
Bienaventurados
los mansos y humildes de corazón, los que aceptan
la Sentencia injusta, los que son Despojados, los que se
ofrecen como Rescate, convirtiendo en Buena hasta su propia
Muerte.
Bienaventurados
los que tienen hambre de la perfección, en lo sencillo
y en lo sublime, los que admiran el misticismo de la Última
Cena, la gracia de la Redención, el dolor de la Lanzada
y la gloria de la Resurrección.
Bienaventurados
los misericordiosos, porque en Él buscan y en Él
encuentran Consuelo y Favores, Misericordia y Perdón.
Bienaventurados
los limpios de corazón, los que tienen la mirada
cristalina de Jesús entrando en Jerusalén,
de Cristo en el Encuentro con la Cruz, de Jesús Nazareno
en su honda Meditación.
Bienaventurados
los que luchan por la paz, ataviados con la blanca túnica
de la inocencia de un Jesús Cautivo, de su Entrega
por Amor, con la blanca pureza del sudario en su Descendimiento
y con el blanco resplandor de Cristo Resucitado.
Bienaventurados,
en fin, los perseguidos por hacer el bien, los que se postran
ante el Gran Poder de Dios, que es servicio, los que vierten
la misma Sangre derramada por el Hijo hasta consumar la
Pasión, que es ofrenda, los Cristos anónimos
e inocentes, tantos y tantos, que yacen cada día
en el regazo amoroso de la Reina de la Alhambra.
Bienaventurada
Granada entera, porque al llegar Semana Santa, ¡Cristo
vive en nuestras calles y pasa ante nuestras casas!
Y ante este milagro
de la gracia, hoy te saludo:
¡Dios
te salve, Granada!
* * *
Excmo. y Rvdmo.
Sr. Arzobispo de Granada,
Excmo. Sr. Alcalde de esta ciudad,
Sr. Presidente y Sr. Consiliario de la Real Federación
de Hermandades y Cofradías de Semana Santa de la
Ciudad de Granada,
Ilustrísimas y Dignísimas Autoridades,
Sres. Hermanos Mayores de las Cofradías de Granada
y miembros de la Junta de Gobierno de la Real Federación,
Granadinos y Cofrades, que me escucháis dentro y
fuera de este recinto,
Señoras y Señores, amantes todos de nuestra
Semana Santa.
Justo es comenzar,
pues nobleza obliga, agradeciendo a quienes de forma unánime
-mis queridos compañeros de la Junta de Gobierno
de la Federación de Cofradías-, me otorgaron
su confianza para ocupar esta tribuna, hoy, justamente cuando
el cielo acaba de regalarnos una nueva Cuaresma, una suerte
de capote bordado en nazareno y oro. Gracias, querido e
infatigable amigo José María, por cederme
el testigo de la palabra en este año del LXXV Aniversario
de la Federación. De corazón gracias, a ti
y a los que con tanto calor me arropáis. Espero no
defraudaros.
Gracias, querido
Eduardo, por el profundo afecto de tus palabras, por la
lección de tu sentir cofrade que gozo, en forma de
amistad, desde que nació -lo recuerdas muy bien-
tu hija Ana. Gracias por dejarme compartir aquella ilusión
interrumpida, que se llamó Paciencia y Penas, y por
enseñarme el infinito valor de la Paciencia, ésa
que llevas en el corazón y que Toñi Pérez
dibujó desde el alma:
Quiero amar
como amaste, Jesús mío,
y soñar con el mundo de tus sueños.
Ser paciente para ser como tu nombre
el oasis de un mundo tan incierto
y mostrar al hombre que ser hombre
es más grande porque Tú quisiste serlo.
No vengo a anunciar
nada, querido público, que no os resulte ya conocido.
Al contrario, vengo a poner letra a la música cofrade
de vuestros labios, al ritmo de marcha de vuestros pies,
a sacar de la más fina veta de vuestro interior,
esa forma se sentir y de creer tan propia de quien ama la
Semana Santa; a modelar con unas cuantas ideas y unas torpes
palabras -ligeras plumas que se lleva el viento- la sinfonía
de sentimientos y de sensaciones con que os aprestáis
a agasajar a Cristo y a María en las próximas
fechas.
Hoy me toca hablar,
robándoos vuestra voz, o más exactamente tomándola
prestada, tratando de decir lo que sentís, lo que
sentimos. Y para ello he tenido previamente que escuchar.
Hoy regreso del silencio a la palabra.
Vivencia cofrade
Este pregonero
ha de comenzar necesariamente confesando sus limitaciones.
He pretendido alcanzar la hondura de Benítez Carrasco
o la divina gracia de José Luís Barea, pero
no he podido. He deseado alcanzar el granadinismo lírico
de Ángel Luís Sabador o la clarividencia andaluza
de Enrique Iniesta, pero no he podido; la elocuencia de
Ramírez Doménech, la elegancia de Abras de
Santiago, la erudición de Pérez-Serrabona...,
la entrega desmedida de Francisco Gómez Montalvo.
Pero no he podido.
Temo presentarme
aquí muy «ligero de equipaje». Y si vengo,
creedme, es porque, como vosotros, amo la Semana Santa.
Y al amarla, venero a nuestras imágenes titulares.
Y al venerarlas, trato de escuchar su palabra, el profundo
mensaje de Cristo y el susurro maternal de María;
mensaje sugestivo, y a la vez desconcertante. Vengo aquí,
sencillamente porque soy cofrade y creo en Dios, porque
en eso consiste ser cofrade.
No se trata de
amarle, sino de admitir que Él nos amó primero.
«No había hecho aún la tierra ni los
campos... cuando asentó los cielos, allí estaba
yo» (Pr 8, 26-27). Como dice un cofrade y amigo, al
llegar la Cuaresma somos «enamorados de este tiempo».
Enamorados de la Pasión de Jesús y del Dolor
de la Madre; enamorados porque Ellos se enamoraron antes
de la naturaleza humana. ¿Acaso no es el amor el
arquitecto del Universo?
Y por eso, esos
Cristos y esas Vírgenes, tan divinamente humanos,
encaramados por la gracia cofrade en la barroca elegancia
de sus pasos, aliviado su dolor por el fragante aroma de
la flor, están ahí para seducirnos, para cautivarnos,
para interpelarnos. «Llámasme, gran Señor,
nunca respondo», escribió el poeta, y «sin
duda mi respuesta sólo aguardas». Y la escena
se mantiene, congelada por los años, las décadas
y los siglos. Cristo nos sigue esperando en la cruz de brazos
redentores bien abiertos, como quiere Benítez Carrasco:
Señor,
que, como faro ensangrentado,
en la cruz donde mueres me iluminas
con los rayos de luz de tus espinas
y el arroyo de sol de tu costado.
Sobre tu pecho
mártir y llagado,
de mis pecados por las disciplinas,
nunca cruces, Señor, esas divinas
manos que tanto llevan perdonado.
Tus brazos
redentores, aun heridos,
son raudales de luces para aquellos
que en sus torpes pecados desesperan.
Tenedlos siempre
abiertos y extendidos,
para que, cuando quiera echarme en ellos,
me tengan que abrazar, aunque no quieran.
¿Para
qué creéis que tienen extendidos sus brazos
nuestros Crucificados? ¿Para qué abren sus
manos nuestras Dolorosas? Todos, absolutamente todos, cabemos
en su paso, todos podemos caminar a su lado; basta tener
oídos y quererlos escuchar.
Nuestras imágenes
titulares, lo que ellas representan, son nuestro amparo
ante las adversidades, personales y colectivas. ¿Qué
hicimos, decidme, aquel once de septiembre pasado, ante
lo que veíamos, sobrecogidos, en nuestros televisores?
Yo recé ante mi Cristo de San Agustín y, minutos
más tarde, me postré ante el Señor
de los Favores, justamente cuando dos grandes cofrades del
Realejo, dos entrañables amigos, Mari y Lalo, celebraban
sus bodas de plata matrimoniales. Toda vida se engendra
en el dolor, pero sólo Él sabe transformar
la muerte en vida.
Y es que, en
realidad, no es Jesús el que va sobre nuestros pasos;
somos nosotros mismos, es nuestra vida, nuestro sufrir y
padecer, nuestra cruz. Nos identificamos con Jesús
sufriente, porque Él se identifica con nosotros.
Para aliviar nuestro dolor quiso Jesús que sintiéramos,
igual que Él, la cercanía de la Madre, la
suya y la nuestra. ¡Qué bien lo saben cofrades!
Tomaré prestados los versos de Javier Tortosa, que
ya se nos fue hasta la maternal estancia de la Aurora:
Porque te quiero,
Madre,
porque te quiero.
Por ser derroche de virtud y amor,
alegría caída desde el cielo,
consuelo sin fin a mi dolor.
Para entender
la Semana Santa -que es el eterno mensaje de Jesús-
hay que volverse como niños, con su espontaneidad
y su permanente curiosidad; hay que hacerse como jóvenes,
emprendedores, impetuosos y generosos. ¿Nos hemos
parado realmente a valorarlos? De no hacerlo, estaremos
hipotecando el futuro mismo de nuestra Semana Santa.
Al comenzar este
pregón, yo también he vuelto a mi infancia,
a mi adolescencia, repasando mi vida desde que, con once
años, vestí por vez primera la túnica
nazarena, hasta hoy, en que visto otra distinta, pero del
mismo color, negra como la noche y como el olvido.
Y he rescatado
los recuerdos, vagos, pero firmes, de la vinculación
cofrade de mi madre con la Virgen del Rosario, o de mi abuelo
con el Señor de los Favores; y aún intento
reconocer a mi bisabuelo entre aquellos operarios del Matadero,
inmortalizados en una pintura de su camarín, que
salvaron a la Virgen de las Angustias del incendio de su
templo. He evocado mis primeras estaciones de penitencia,
la temerosa ilusión de lo nuevo, aquellas imagencitas
de barro y aquellos pasos en miniatura, que todavía
hoy llaman la atención de mis hijos.
He recordado
años de estudiante, a medio camino entre las Facultades
de Letras y de Derecho. He evocado los inquietos momentos
en que surgió Gólgota, el ilusionante proyecto
de poner a flote la señera Hermandad del Cristo de
San Agustín, el impulso de su vocación sacramental,
ese empeño permanente de mi padre.
He tenido la
inmensa suerte de gozar de esos detalles que tanto gustan
a los cofrades: de escuchar por sorpresa unos fragmentos
de marchas durante mi boda; de recibir en obsequio la dedicatoria
de algunos versos o la foto central de una revista; de llevar
a mi hijo a escuchar los primeros sones de Semana Santa,
cuando sólo tenía quince días de vida,
al paso de un Cristo hecho Trabajo y de una Virgen convertida
en Luz, justamente el mismo día que el Cristo de
San Agustín volvía a las calles de Granada;
de recibir ese delicado costal infantil cuando él
cumplió tres años, bendito regalo de unos
vecinos que son todo corazón. He recibido tanto,
que sería vileza olvidarlo.
Mi vida, como
la vuestra, se mueve a golpe de Semana Santa. Para lo bueno
y para lo malo. Porque yo también sé lo que
es subir al cementerio un Sábado Santo, para acompañar
a mi abuela hasta su última morada. Y sé lo
que es hacer estación de penitencia, con el sonido
cercano de la radio, desde la habitación de un hospital,
acompañando a alguien tan querido como mi hijo. Así
reza mi papeleta de sitio del pasado año: «Lunes
Santo, 9 de abril de 2001», y escrito por detrás:
«Clínica de la Inmaculada, habitación
407». Y al día siguiente, mi amigo Antonio
me hizo llegar un artículo de prensa -siempre lo
guardaré como un precioso don-, que proclamaba -y
yo lo hago hoy como memoria anticipada de quienes en los
días grandes no podrán salir a la calle, por
hallarse postrados en el lecho del dolor-, que allí
donde estén «sí que hay una cofradía
de penitencia, en silencio, apenas roto por esa radio»
(Antonio Burgos). ¡No conozco, creedme, mayor penitencia
que la de no poder vestir la túnica nazarena!
Para comenzar
este pregón, por tanto, he hilvanado unos cuantos
sentimientos, de ayer y de hoy, que quiero dejar a los pies
de mis Vírgenes de dolor.
Maravillas
soberana,
hecha Tú de nuestro barro,
iluminas junto al Darro
nuestra alma cada mañana.
Ya se cumplió la Escritura,
¿cómo te dices esclava,
si eres Madre y Virgen Pura?
Remedios, prenda
de paz,
es tu llanto tan sutil
que una risa estudiantil
está alegrando tu faz.
Rezarte el Ave María,
es el saludo fugaz
de tus hijos cada día.
Del Calvario,
Soledad,
tu llanto ya no es de duelo,
es río que da consuelo
a toda la humanidad.
Siete perlas derramadas
-déjame ser tu pañuelo-
brotan de tus siete espadas.
Las penas del
mundo entero
borra tu Consolación,
allí está la salvación,
clavada sobre el madero.
Yo me quedaré a tu lado,
cantándote un Dios te salve,
¡bórrame Tú mi pecado!
Desde donde sale el sol...
Deseo que en vuestra mente reviváis
esta mañana un ceremonial tantas veces repetido,
sin necesidad de aprendizaje. Quiero veros calzar la zapatilla
y colocaros la ancha faja; quiero veros ajustaros el hábito
de cola, ceñiros el esparto o vestir la túnica
abotonada y aprestaros la capa; quiero ver colgar la medalla
de vuestro cuello, amoldaros la mantilla, alzar al cielo
los esbeltos capirotes. Quiero veros vestidos de Semana
Santa, preocupados como Marta (Lc 10, 41), nerviosos por
salir a la calle, como si fuera la primera vez.
¡Tan...
tan...! resuena en el aire
el grito de la campana.
¡Ay, que Jesús está muerto
por una turba malvada!
José
Gómez Sánchez-Reina
Dicen que el
granadino busca las esencias. Yo así lo creo. Busca
la sencillez de los pasos de imagen única, elude
los de misterio. Prolonga en la calle la íntima meditación
del interior de la capilla. Lo demás, lo demás
lo pone el pueblo. Y los pies parece que se dirigen solos
en la sobremesa del Domingo de Ramos hasta la Puerta de
Elvira y quedan paralizados en la calle Primavera, cuando
ya es Lunes de Pascua, ensimismados en su Triunfo.
Granada entera
se hace chiquillería para alabar su nombre al entrar
en la Ciudad Santa, se hace sayón, se hace judea
para gritar ¡Crucifícale!, se hace burla ante
su Humildad, y compasión ante su caída. Granada
entera se hace Cireneo y Magdalena, Dimas y Gestas, Judas
y Juan, se hace Longinos, se hace Nicodemo y José
de Arimatea..., Santas Mujeres que acuden con los frascos
de perfume y plantas aromáticas, hasta la puerta
misma del sepulcro. Granada entera se hace, en fin, paloma,
para acariciar la fría mano de Cristo muerto y los
cálidos dedos de María sumida en sus Angustias.
Y en esa dolorosa
sinfonía, Cristo muerto, amorosamente muerto, avanza
por la calle de San Antón. Tú lo has oído,
querido Paco, y así me lo has contado: camina divinamente
muerto, apremiado por las campanas de las monjas, campanas
que doblan angustiadas pidiéndole que regrese ya
a su casa. Y, acompasadamente también, la voz metálica
del muñidor les dice que se calmen, que ya vuelve,
que ya está allí.
Y yo contigo, junto
a tu cruz.
Me gusta tu cruz
de plata, menos pesada y más ligera, con aires de
patíbulo sublimado, deslumbrante y esbelta como las
cruces de guía, coqueta y primorosa como las crucecitas
que nos colgamos en el cuello, airosa y bruñida como
las cruces de piedra que presiden nuestras plazas y que
jalonan el Camino del Monte.
Me gusta tu cruz.
Fue tu destino, y también el nuestro; esa senda de
los bienaventurados. Porque «los pasos de la cruz»
son «los pasos de la poesía». Víctor
Corcoba me enseñó que la penitencia es «un
peldaño más en acción de gracias al
cielo». Esa penitencia, la nuestra, se muestra incluso
alegre, es penitencia festiva, penitencia compartida, pero
penitencia.
Nunca el cofrade
es más cofrade que vestido de nazareno, una vez ceñida
la cintura y encendida la luminaria (Lc 12, 35), con todas
sus consecuencias. Es ese instante sublime en el que roza
la gloria con los dedos; es el momento también de
la nostalgia y del recuerdo. Porque allí estamos
todos, los presentes y los ausentes. Imposible olvidar a
los que se fueron. ¿Cómo no recordar a Jenaro
de Haro cada vez que miro los ojos de su Virgen? Porque
las benditas imágenes significan mucho para nosotros:
«Misericordia, al verte entristecida, / quisiera darte
amor, darte mi vida» (José Ortega Torres).
Y esa nostalgia
se me hace especial cada Lunes Santo, en el convento del
Ángel Custodio. Allí, a nuestro lado, aunque
no los vemos, susurrándonos ánimo al oído
o extasiados en torno al paso, allí van Antonio Salguero
y Paco García Moya, y Juan Domínguez y Pepe
del Rey -los primeros que vinieron a mi memoria nada más
ser designado pregonero-, y tantos otros que ya se nos fueron.
Ellos compartieron la misma fuente
de mi amor:
Tu divina
cabeza está abatida
como fruto de mi odio y mi rencor.
Todo tu cuerpo es llaga y es herida,
helado se quedó ya tu sudor.
Tu costado
abierto, fuente de vida,
que riega las espigas de tu amor,
es el vino, la alianza renacida
por tu cruz, por tu muerte y tu dolor.
Sólo
esos tus ojos, tu mirada huida,
huella fresca de tu último estertor,
sólo tus manos tensas, piel curtida,
sólo tu cruz de argénteo resplandor...
son para mí un remanso en esta vida,
¡sólo Tú, Jesús, Hombre y Salvador!
II
VINO A LOS SUYOS Y NO
LO RECIBIERON Ayer y hoy de la Semana Santa
Llegó
un tiempo en que Granada se hizo cristiana y los aires de
Castilla trajeron a esta tierra también las cofradías.
Y brotó la semilla de la vocación procesional
-Vera Cruz, Angustias, Soledad-, que era también
vocación de anónima penitencia. Creer y padecer;
ese fue su lema. Y Granada consintió. Las vio crecer.
Las arropó en los cuatro puntos cardinales de su
geografía.
Vio llenarse
de imágenes las tres «catedrales» de
la devoción cofrade: S. Francisco el Grande, en el
corazón de la Judería, con el venero cofrade
de la Vera Cruz, las Tres Caídas y la Consolación.
La Merced, en su arrabal que sueña con el Triunfo
de María, vestida de la Sangre de Jesús, de
su Humildad y de su cruz, la que porta Jesús Nazareno.
La Trinidad, hoy entrañable placeta y ayer majestuoso
convento, escenario de toda la Pasión de Cristo en
la mañana del Viernes Santo.
Y los carmelitas
descalzos acompañaron a la Soledad. Y los dominicos
abrazaron su Santo Crucifijo. Y los agustinos calzados admiraron
su Expiración. Y los mínimos emularon su Humildad.
Y los terceros franciscanos velaron su Oración en
el Huerto. Y los carmelitas de S. Juan de la Cruz imitaron
su mansedumbre con cruces a cuestas, camino de un calvario,
que era el cerro de los Mártires. ¡Y hasta
los negros y mulatos de Granada envidiaron su infinita Paciencia!
Lo coronaron
de espinas,
lo condenaron a muerte,
siendo Él, el rey de reyes,
¡santo inmortal, santo fuerte!
Todos siguieron
a Cristo salpicando con su sangre las calles de la ciudad,
convertidas en nueva calle de la Amargura. En noches de
luna llena, luna santa, luna grande, se oían los
sordos chasquidos del látigo sobre sus carnes. Así
entendieron la penitencia y así la expresaron públicamente,
para expiación de sus faltas y de los pecados del
mundo.
Delante del cortejo
de Jesús Nazareno una voz grave, la del muñidor,
repetía incesantemente el pregón más
breve y certero de nuestra Semana Santa: «Esto se
hace en remembranza de la Pasión y Muerte de Nuestro
Señor Jesucristo». Y al instante brotó
la piedad cofrade, la piedad del pueblo.
Y cuando el seiscientos
conocía quince primaveras, un grupo de devotos recreó
el drama del calvario, desde el Descendimiento hasta la
Resurrección: era la cofradía del Entierro
y de las Tres Necesidades. Desde entonces la Madre -hoy
de la Esperanza-, añoró para su Hijo, una
escalera, un sepulcro, una mortaja.
Es Noche de
Viernes Santo,
la noche oscura del alma,
noche, noche, noche santa,
negro duelo de Granada.
Inventores de
la Semana Santa procesional, también aquellos cofrades
pecaron, como nosotros, por defecto o por exceso. También
ellos conocieron los requiebros de la Iglesia y accedieron
a un desposorio popular, llevando como dote un Sacromonte,
sembrado de cruces con hondas raíces de fervor, y
una ermita, a orillas del Darro y del Genil, donde una Virgen
llora al Hijo de su amor. Angustias en la colina y Angustias
en la Vega; Angustias la que reina en Granada, la que vive
en la Carrera.
Y el pueblo decidió
que no bastaba con padecer. Había primero que ver;
ver para creer. «¡Dichosos los ojos que ven
lo que vosotros veis!» (Lc 10, 23). Y el arte del
Barroco hizo el resto.
Esa capacidad
de sorprender y fascinar -cualidad de un pueblo sabio, porque
de sabios es maravillarse a cada instante- con el dramatismo
de Jacobo Florentino y la contorsión figurativa de
Siloé, la medida expresividad de las imágenes
de Pablo de Rojas y de otros artífices de su círculo.
Después, con la grandiosidad que Alonso Cano imprimió
a la escuela granadina. Y tras su estela, Pedro de Mena
dibujó calladas lágrimas en el rostro de las
Dolorosas y José de Mora esbozó la divina
mansedumbre en la faz de Jesús. José Risueño
revolucionó el concepto, más humano y más
profundo, del dolor de la Madre y Ruiz del Peral arqueó
en una caricia la mano de la Señora.
Y, al conjuro
del arte, las estaciones de penitencia se llenaron de pasos
y de elementos figurativos; de «cosas admirables».
Lo lúgubre de antaño se convirtió en
festivo. Los horquilleros se afanaron por encontrar un sitio
bajo los pasos. Los disciplinantes pasaron de moda, sumidos
en la ridiculez y la hipocresía, que proclama la
acerada crítica de Quevedo:
El bulto del
sayón es más clemente:
él amaga el azote levantado,
tú le ejecutas, y el Señor le siente.
...
Él es de Dios, mas no de sí, enemigo;
tú de Dios y de ti, pues te maltratas,
teniendo todo el cielo por castigo.
Y pasaron los
años y los siglos, páginas para recordar y
páginas para olvidar. Y renació la Semana
Santa. «No aprendas nada, y el próximo mundo
será igual que éste», leemos en la profunda
prosa de Richard Bach. Nuestra historia -¡conocedla
y amaréis más la Semana Santa!- nos enseña
que nuestro desvelo no es una moda pasajera. El cofrade
que ve lejos, vuela alto. Cuando se cierra la puerta del
templo detrás del último paso, sólo
entonces, se convierte en costalero, en penitente, en maniguetero
de la vida.
Y si hoy celebramos
con gozo ese LXXV Aniversario, de vida y de servicio, de
la Real Federación de Cofradías de Semana
Santa, es porque Jesús y María siguen guiando
nuestros pasos. Pasos que, afortunadamente, llevan a la
Catedral y que han de llegar a muchos sitios más,
sobre todo allí donde Él y Ella siguen sufriendo.
Y los artistas
granadinos siguieron poniendo rostro a la Pasión
de Cristo: Espinosa Cuadros, Roldán de la Plata,
Sánchez Mesa, López Azaustre... Y aún
en nuestros días se han afanado en esa empresa, de
arte hecho amor, Antonio Barbero y Miguel Zúñiga,
el desaparecido Antonio Díaz y Espinosa Alfambra,
o los imagineros foráneos Dubé de Luque, Ramos
Corona y Álvarez Duarte.
Nuestra Semana
Santa no es ni mejor ni peor que otras; sencillamente es
«nuestra Semana Santa», sin falsas vanidades
ni complejos de inferioridad. Es nuestra, y por eso nos
exige fidelidad, nos reclama una dedicación exclusiva.
Semana Santa
hubo siempre. Dos mil dos años brillando sobre la
tierra. Dos mil dos, capricho de guarismos, el último
capicúa que veremos. Aquí estamos nosotros
para seguir celebrándola, adaptándonos a los
tiempos. ¡Cómo nos cuesta acostumbrarnos a
esos quince o veinte euros que cuesta la papeleta de sitio!
Pequeñas anécdotas que se diluyen en el caudaloso
río de la devoción cofrade.
Y al cabo todo
permanece. El mismo sentimiento anima a los cofrades de
todos los tiempos, los que se preguntan por el insondable
misterio del hombre, los que siempre quedan sobrecogidos
y desconcertados ante la muerte del Justo, hasta el punto
de que en nuestra Andalucía -y perdonadme esta aberración
teológica- parece que Cristo resucita cada año
para volver a morir, morir con el hombre que sufre, morir
con cada uno de nosotros.
Comprendo
tu sufrir
sereno y callado,
cuando yo sufro
y Tú estás a mi lado.
Comparto tu
dolor
reciamente humano,
cuando yo también me quejo
y Tú me tiendes la mano.
Y venero tu
silencio
tan elocuente y tan santo,
porque también yo me callo
ante el horror y el espanto.
Te comprendo,
y lo comparto,
aun siendo frágil mi barro,
pues en la fiera tormenta
sólo a tu cruz yo me agarro.
Mas no comprendo,
Señor,
que tu mirada bendita
siga clavando en mis ojos
Misericordia infinita.
Iglesia y ciudad,
parroquia y barrio La Semana Santa espera como siempre -pues
la esperanza es el flujo de la vida-, agazapada en nuestro
corazón. Ya se despereza de su letargo. Ya sale la
túnica de capa del armario empotrado, en un piso
de la Avenida de América. Ya sale el cinturón
de esparto de un arcón, en una casona del barrio
de la Magdalena. Ya sale una trompeta, presta para los ensayos,
del hueco de la escalera, en una casa del Albaicín.
Ya sale la mantilla negra y la alta peineta de una cómoda,
frente a un balcón que se abre al Campo del Príncipe.
Ya sale, en fin,
de un cajón de una mesita de noche, de tantas mesitas
de noche, desde Fajalauza hasta la Avenida de Dílar,
desde la Chana hasta la Carretera de la Sierra, una faja
costalera -de cuyo color no puedo acordarme-, que añora
estirones e imperdibles, mientras abraza con sus vueltas
la cintura de nuestros costaleros y costaleras, esos anónimos
cireneos, esos fajadores de Cristo, ¡portadores de
la gloria!, ¡costaleros de Dios!to presente».
Lo ha pedido también, con claridad, nuestro Arzobispo:
¡los cofrades no pueden quedarse en la sacristía!
Que salgan los
cofrades a la calle, al aire de su barrio, a las necesidades
de sus vecinos, a la solidaridad con los demás. Barrios
definidos, barrios desdibujados, que se sienten barrios
por un día al año en que su Cristo y su Virgen
salen a la calle. ¡Barrios de ayer, barrios de siempre!
Las cofradías
de barrio pasean por la ciudad, junto a sus imágenes
amadas, el frescor, el aroma y el aire de sus gentes. Aire
de Zaidín deja Ella, que es Salud, en el Campillo;
aire de Realejo desprende la Greñúa por la
plaza de Isabel la Católica
Confieso que
pude ser costalero y no lo fui. Por eso, envidio a los costaleros
de apretada faja y muchas Semanas Santas. Pero, sobre todo,
admiro a las personas que me enseñaron a sentir,
a creer, a vivir en cofrade. Aquellos que, mucho antes de
que se escuchara la palabra «renovación»,
ya estaban convencidos -generalmente contracorriente- de
que la vida cofrade es mucho más que poner los pasos
en la calle. A quienes esto me enseñaron, especialmente
a mis padres, gracias de corazón, muchas gracias.
No basta estar,
hacer o pensar en cofrade, sino que hay que «vivir
en cofrade». Todos -y se ha dicho con frecuencia que
esta es una de sus grandezas- caben en nuestras cofradías;
nadie es mal recibido. Es la hospitalidad que nace del corazón,
porque cuando hay un sitio en el corazón, lo hay
en la casa. Todos encuentran acomodo, pero no basta con
«instalarse» sin más. El cofrade es el
que sigue al Nazareno, el que lo acompaña como un
eterno peregrino que recorre cada día, cada hora,
cada minuto, las chicotás de esa Estación
de Penitencia que es la vida misma. Me atrevería
a decir que lo nuestro no es «salir» en procesión,
sino más bien «entrar». ¿No es
la vida de hermandad una puerta y un camino, un dintel y
una vereda?
Hoy se espera
más de los cofrades. Juan Pablo II nos invitó,
al comenzar su pontificado, a abrir las puertas al Redentor
y hoy, al inicio del Tercer Milenio, nos anima a remar mar
adentro (duc in altum, Lc 5, 4), a «vivir con pasión
el momen; aire de Albaicín irradia ese lucero caído
del cielo, que es la Aurora, por San Matías y por
Mesones, por Cárcel Baja y por donde quiera que pasa.
Y dilatadas
peregrinaciones, a veces de más de ocho horas:
Buena Muerte, Aurora, Alhambra, Triunfo, Estrella y Lanzada,
Trabajo, Redención y Consuelo, hasta las luces del
alba.
Larga peregrinación
-¿cómo olvidarla?-,
¡Virgen del Mayor Dolor!, hasta la Roma cristiana,
donde habita el gran Pastor, para postrarse a sus plantas.
Y al volver la esquina..., la
saeta. Se ha dicho de ella que es profunda, certera, intensa...
pero momentánea. Dardo vibrante que rasga el velo
de la noche oscura; daga que busca la diana dolorida del
corazón de María. Saeta, «grito de agonía,
llanto de dolor». Y llorar es tal vez el más
hermoso privilegio de los hombres. Cuando atraviesa el cielo,
la saeta nos hiere el cuerpo, nos hiela el alma.
El cofrade cuenta
el tiempo por Semanas Santas. Ordena sus recuerdos al ritmo
de carteles clavados en la pared, sabe que disfrutar de
los recuerdos es vivir dos veces y alienta su ánimo
a la vista de un pizarrín que descuenta los días
que faltan hasta el próximo Domingo de Ramos con
blancos borrones de tiza. El cofrade mide el espacio también
con el metro de la Semana Santa. Conoce las calles por los
pasos que las surcan, los barrios distantes del suyo por
esa peregrinación ritual, casi sagrada, en días
de Semana Santa; las iglesias de la ciudad -viejas y nuevas-
por las imágenes titulares que albergan.
Sabe el cofrade
que el Arco de Elvira se levantó para revivir cada
año la buena nueva del Domingo de Ramos. Sabe que
Alonso Cano ideó la fachada aúlica de la Magdalena
para que en ella se recortara el «Señor de
Granada». Sabe que la iglesia de Sta. Ana no es otra
cosa que un joyero, un relicario, que guarda la perla preciosa
de nuestra Esperanza. Sabe que en el Camino del Monte ninguna
cruz puede igualar a ésa, viva y peregrina, que sostiene
al «Pare nuestro» del Consuelo. Sabe que las
blancas paredes de S. Miguel Bajo son las tapias que ocultan
la flor más tierna, pálida y delicada del
florido paraíso albaicinero. Sabe que las farolas
de la Carrera del Darro se forjaron con la condición
de apagar su luz al llegar la media noche de cada Jueves
Santo. Sabe que no hay mayor Príncipe que aquél
que, desde la cruz, preside su Campo, otorgando Favores
en las horas vespertinas del Viernes Santo.
Y también
sabe el cofrade que el bosque y toda la fortaleza, sus robustas
puertas y sus aguerridas torres, sus esbeltas columnas y
sus delicados capiteles, lacerías, mocárabes,
atauriques, el palacio imperial y la altiva iglesia de Sta.
María, se hicieron tan sólo para ser el trono
desde el que Ella, amorosa, sencilla, dolorosa, compasiva
y... ¡coronada!, reina sobre nosotros.
El Miércoles
de Ceniza, hace apenas cuatro días, dio el aldabonazo
a nuestra conciencia cofrade. Sé que a nosotros nos
aguijonea todo el año, pero desde este momento ya
sólo vivimos, o nos desvivimos, para nuestra Semana
Santa. Ya anhela Valladolid la monumentalidad de sus pasos,
Zamora sus barandales y sus rezos callados, Córdoba
se convierte en muro, en farol, en arco, y Málaga
en Alameda para recibir sus pasos. Cartagena sueña
con rectas hileras de nazarenos, Murcia con aires huertanos
y Sevilla, ¡ay, Sevilla!, ansía las ascuas
de luz de sus palios. Ya Loja camina al ritmo del incensario,
Padul prepara la estela de sus clásicos pasos, Huéscar
afina trompetas de pasión y de llanto, mece los pasos
Motril en la brisa marinera y Guadix al aire del altiplano.
Y tú,
Granada, también despiertas al santo trajín
de los días santos. Granada, Granada, Granada...,
mira que ya es Cuaresma, que la hora ya ha llegado. Abre,
Granada, el guión divino de la hora suprema, ese
libro cerrado con los siete sellos, uno por cada jornada
penitencial. Y dispón tu pluma, Granada, para interpretarlo
-en forma de capa y de hábito, de faja y de zapatilla,
de mantilla y de báculo-, tu pluma de embrujo y de
ensalmo, para escribir un año más su narración...
La
Pasión según Granada
La Pasión según Granada no es otra cosa que
la historia de amor más grande que haya existido,
revivida, por obra del arte y de la gracia, por la mano
del hombre y de la naturaleza, en un marco singular y único,
esta Nueva Jerusalén que es Granada, la de las tres
culturas y las tres épocas. Granada romana, Granada
mora... y Granada cristiana. Es un canto de amor, un canto
salido del alma.
Que canten
todos los niños
que todos digan hosanna,
en coro de serafines,
alegrando la mañana.
Que también
canten los jóvenes
enarbolando las palmas,
bendito sea el que viene,
señor y rey de las almas.
Que cante la
multitud,
que todos agiten ramos,
anunciando ya su reino,
vida eterna que anhelamos.
Que canten
los hombres todos,
las mujeres de Granada
canten la gloria de Dios,
en esa tarde azulada.
Subía Jesús, seguido
de sus discípulos, hacia la Ciudad Santa, donde su
nombre habría de ser glorificado, cuando se detuvo
a poca distancia y mandó a dos de los suyos para
que le trajeran un asno, hijo de acémila. Con ello
se cumplieron las palabras del Profeta: Grita exultante,
hija de Jerusalén, he aquí que viene a ti
tu rey, justo y victorioso, humilde, montado en un asno
(Zac 9, 9). Conforme se acercaba a la puerta principal,
que nosotros llamamos la Puerta de Elvira, la gente tendía
sus mantos para que los pisara y, agitando palmas y ramos
de olivo en sus manos, alababan al Hijo del Hombre: ¡Bendito
el que viene en nombre del Señor! (Sal 118, 26).
Y nada hacía enmudecer las alabanzas de la muchedumbre,
sobre todo de los niños, porque si éstos callan,
gritarán las piedras (Lc 19, 40).
Y María,
ajena todavía al drama que se avecina, pasea por
Granada, con el caudal de su gracia, mostrando su alegre
Paz, su Victoria soberana.
¡Mira
qué cara la suya!
¡Mira qué manos de ángel!
¡Mira qué novia bonita
bajada de los altares!
...
Costalero de la Virgen,
mécela como tú sabes.
José
Gómez Sánchez-Reina
Se acercaba la Pascua,
cuando el mismo Cristo, sabiendo que lo iban a entregar,
ordenó preparar el cenáculo, porque su tiempo
estaba próximo y quería celebrar la Pascua
con sus amigos (Mt 26, 18), en unas dependencias de Santo
Domingo. Allí, sus discípulos manifestaron
su sorpresa e incluso su turbación cuando anunció
que uno de ellos lo iba a entregar. Judas Iscariote, que
ya llevaba en su mano la bolsa con las treinta monedas de
plata a las que se refiere el Profeta (Zac 11, 12), volvió
la espalda como no queriendo escuchar sus palabras. Sólo
Juan, el discípulo amado, recostado en el pecho del
Maestro, respiraba tranquilidad en la escena del cenáculo.
Después
de convertir el pan y el vino en el cuerpo y la sangre que
habrían de sellar la nueva alianza -el que coma de
este pan vivirá eternamente (Jn 6, 59)-, y recomendándoles
hacer aquello en memoria suya (1 Cor 11, 24-25), les proclamó
el nuevo mandamiento del amor (Jn 15, 12). Y desde entonces,
la medida del amor es amar sin medida.
Y, sabiendo que
su hora había llegado, y que el Padre había
puesto todas las cosas en sus manos y que había salido
de Dios y que a Él volvía (Jn 13, 3), se retiró
al huerto de Getsemaní, para orar; allí, en
cualquier rincón del Realejo, Pedro, Santiago y Juan,
que lo acompañan, se quedan dormidos. Padre, si es
posible, pase de mí este cáliz, pero no se
haga mi voluntad, sino la tuya (Lc 22, 42). Sólo
un ángel del Señor lo reconforta, junto a
un frondoso olivo, en aquellos momentos de angustia; por
la frente del Maestro corren gotas de sudor, un sudor de
sangre. Allí fue escuchado en su angustiosa soledad
(Heb 5, 7).
El plan divino
estaba escrito y, por eso, cuando instantes más tarde,
Judas Iscariote lo entregó, Jesús logró
que sus discípulos quedaran libres, para que se cumplieran
sus palabras: No he perdido a ninguno de los que me diste
(Jn 17, 12). Y también las del Profeta: hiere al
pastor y que se disperse el rebaño (Zac 13, 7). Por
eso, junto a los muros de la Catedral, hoy contemplamos
a ese Jesús Cautivo, vestido de inocencia, solo,
abandonado de los suyos.
Ese Jesús
maniatado, con recio cordón alrededor de sus delicadas
manos, con la cabellera al viento y un gesto que mezcla
la dulzura y el dolor. Se entregó para Rescate de
todos (1 Tim 2, 6), como lo vemos pasar cada año
por el barrio de La Magdalena. Entregarse es desvivirse
y aún así hace gala de su belleza y mansedumbre,
como lo proclama el Cantar de los Cantares: Sus ojos son
palomas, posadas al borde de las aguas, que se han bañado
en leche y descansan a la orilla del arroyo (Cant 5, 12).
La corona del
Señor
no es de rosas ni claveles,
que es de espinas de zarza
que le traspasan las sienes.
* * *
Los gobernantes
tiranizan a los pueblos, los poderosos los oprimen (Mt 20,
25); esto nos enseña la Escritura. Disculpan al poderoso
y atenazan al humilde. No iba a ser distinto con Jesús,
que había dicho que el que quiera ser primero, se
haga esclavo (Mt 20, 27). Al amor se paga con violencia
y así es como Pilato a Cristo pagó, creyendo
que con un escarmiento bastaría. Alta era la columna
del pretorio, donde Cristo fue amarrado para poner a prueba
su divina Paciencia, tal vez en cualquier esquina del barrio
de San Matías.
Su cuerpo quebrantado
a cada azote, estremecido sobre el empedrado albaicinero,
contorsionado sobre la frialdad de la columna, maniatado,
herido y humillado en el corazón del Albaicín.
Y así se cumplió la Escritura: araron sobre
mis espaldas, trazando largos surcos (Sal 129, 3). Y aún
así, en medio de la violencia, nos ofrece el caudal
de su Perdón.
Tú lo
dices: soy rey (Jn 18, 37). Su confesión ha caído
como un mazazo sobre la conciencia de Pilato, turbado por
salir de tan embarazosa situación. Dejemos que se
desahogue el pueblo. Mientras un soldado de Roma vigila
la escena, un sayón -ira y mofa en su atezado rostro-
coloca sobre la cabeza de Jesús la corona de rey
(de espinas), sobre la desnudez de sus hombros el manto
de soberano y entre sus manos atadas el cetro real, en forma
de «cañilla». Pero Jesús hace
gala de su Humildad, ofreciendo la mejilla a quienes mesan
su barba, sin esconder el rostro a injurias y salivazos
(Is 50, 6), cumpliendo de nuevo los dictados de la Escritura:
búrlanse de mí cuantos me ven, abren los labios
y mueven la cabeza (Sal 22, 8; 109, 25; Jer 18, 16; Lam
2, 15). Y mientras es conducido al Enlosado, por la calle
de Jesús y María o por la de Sta. Escolástica,
retumban las mofas de la iniquidad. Aquí lo tenéis,
he aquí el Hombre (Jn 19, 5).
Ya nada puede
hacerse. El plan divino ha de cumplirse hasta el final.
Caifás aconseja que un hombre muera por el pueblo
(Jn 18, 14) y Pilato se convence. Y, al fin y al cabo, el
que lo ha entregado tiene un pecado mayor (Jn 19, 11). A
la orilla del Darro, frente a la fortaleza de la Alhambra,
ese pretorio granadino de piedra rojiza, Pilato vuelve la
mirada a un lado, lavándose las manos, en presencia
del pueblo de Granada. Aquí tenéis a vuestro
rey. Es un juicio inicuo, sin que nadie defienda su causa
(Is 53, 8). No es necesario pronunciar la Sentencia, porque,
ante la mirada atribulada de Jesús, como cordero
llevado al matadero (Is 53, 7), la proclama el pueblo: ¡Crucifícalo,
crucifícalo! Y Pilato se retira aturdido, dejando
que la sangre del ungido se derrame sobre las cabezas del
pueblo de Israel (2 Sam 1, 16).
Azotado y coronado
fuiste con saña y furor.
Por rey de farsa tratado.
Y para afrenta mayor,
a muerte vil sentenciado.
Fray Diego
José de Cádiz
* * *
Todo sucede con
rapidez. De repente, Cristo se encuentra con la Cruz. La
han puesto sobre sus hombros y en este repentino Encuentro,
Jesús parece abrazarla. Y así, Cristo se entregó
a la muerte y el inocente fue contado entre los malhechores,
llevando sobre sí los pecados de muchos (Is 53, 12).
En medio de una
multitud ansiosa de contemplar el castigo, las calles se
estrechan en el corazón de Jerusalén, que
es el mismo Albaicín. Jesús avanza con paso
decidido, asumiendo voluntariamente su Pasión, al
obedecer y servir hasta la muerte (Mt 20, 28) y, camino
del Calvario, emprende la subida por la cuesta de la Alhacaba.
Se ha detenido
un momento. Como para dirigirse a las mujeres de Jerusalén
(Lc 23, 27-28). Todos pueden ver el dolor y la ternura de
su rostro. Nosotros también, en la plaza de las Descalzas.
Es Jesús el Nazareno. Y carga con la cruz de nuestras
culpas, el madero de nuestros pecados, haciéndose
semejante a los hombres.
Cuando camina
de nuevo, se nos antoja verlo resplandecer a media luz,
por la Carrera del Darro, como vestido de la más
blanca pureza e inocencia. ¡Emmanuel, Dios con nosotros!
Es el testimonio del Amor del Padre y de la Entrega del
Hijo: Tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo
unigénito, para que todo el que crea en Él
no perezca (Jn, 3, 16).
Pero el camino
se hace tortuoso y flaquean por primera vez sus fuerzas.
Jesús ha tropezado y suaviza su caída apoyando
su mano sobre el seco tocón de un viejo árbol.
En medio de su Trabajo, por las calles del Zaidín,
resuenan las palabras del Evangelio: si esto se hace con
el leño verde, con el seco ¿qué se
hará? (Lc 23, 31). Pero el viñador espera
siempre un año más, una Semana Santa más,
antes de cortar la higuera seca (Lc 13, 9).
Jesús
se incorpora con las fuerzas de su inmensa majestad, de
su Gran Poder. Su poder es servicio (Mt 23, 11). El peso
de la cruz desequilibra su cuerpo al llegar a Plaza Nueva,
pero su paso es firme y decidido. En sus ojos la penetración
del Maestro, en su andar la majestad del Mesías,
que anunció Habacuc: Su majestad cubre los cielos
y la tierra se llena de su gloria. Si se detiene, hace temblar
la tierra, se conmueven las naciones (Hab, 3, 4-6). Así
vendrá, con gran poder y majestad (Lc 21, 27).
Le faltan otra
vez las fuerzas. Jesús está extenuado. Ha
caído una segunda vez y una tercera. El Realejo ha
sido testigo. Tres Caídas, bajo el peso de la cruz;
tres caídas que son ejemplo, para que el que caiga,
se levante. Humano es el caer y divinamente humano el levantarse.
Un hombre natural de Cirene, Simón de nombre, ha
sido llamado para ayudarle a llevar la cruz (Lc 23, 26).
Pero no sólo
al Cireneo; también a nosotros nos invita a tomar
la cruz, porque así seremos sus discípulos
(Mt 10, 38). El cuerpo de Jesús ya está cansado
y tenso. Su dolorida espalda, con las heridas del flagelo
aún no cerradas, se adapta a la rotunda linealidad
de la cruz, apenas suavizada por el primor de la taracea.
Jesús pasea su Amargura por la calle de San Juan
de los Reyes, desgranando las últimas estaciones
de su Vía Crucis.
En la calle de
la Amargura
Cristo a su madre encontró.
No se pudieron hablar
de sentimiento y dolor.
* * *
El «rey
de los judíos» ha llegado al lugar de la ejecución.
Sobre el Gólgota se prepara el patíbulo. Los
que venían detrás de Él se acercan.
La primera, presurosa, María Magdalena, mientras
un soldado del César le impide el paso hasta que
se completen los preparativos. Jesús es Despojado
de sus sencillas y sagradas Vestiduras. Los soldados romanos,
entre mofas y temores, sortean su túnica, de una
pieza sin costura. La Escritura vuelve a cumplirse: Se han
repartido mis vestidos y echan suertes sobre mi túnica
(Sal 22, 19).
Ya está
dispuesto para apurar el cáliz, que sólo unas
horas antes le inquietaba en Getsemaní. Sentado sobre
una peña, desnudo, en medio del silencio que adopta
la multitud expectante, mientras crucifican a dos malhechores,
uno a su izquierda y otro a su derecha, Jesús medita.
Es su Meditación la admisión sin reservas
del destino del Hijo del Hombre, la suerte del Hombre-Dios,
humillado hasta la muerte y una muerte de cruz (Flp 2, 8).
Esta es desde entonces el símbolo de los cristianos,
que, con el Apóstol, sólo saben de Jesucristo
y éste crucificado (1 Cor, 2, 2).
Ya no hay tiempo
para la lamentación. Ya lo vaticinó el salmista:
Me rodean como perros, me cerca una turba de malvados; han
taladrado mis manos y mis pies y puedo contar todos mis
huesos (Sal 22, 17-18). La cruz ha sido izada. Jesús
se siente abandonado, tiene sed y le dan vinagre (Sal 69,
22), perdona a sus ejecutores, hace el bien a quienes le
odian, bendice a quienes le maldicen (Lc 6, 27-28), en medio
del dolor de su agonía. Los suyos se han retirado.
Sólo quedan al pie de la cruz, arrodillada, la llorosa
Magdalena y, desolados, de pie, María y Juan, el
Discípulo Amado. La Sangre de Jesús corre
por el madero hasta el Calvario. Con ella se sellará
la maternidad universal de María. Parece que escuchamos
su voz, cuando pasa junto al Jardín Botánico:
Mujer, ahí tienes a tu hijo y, a Juan, ahí
tienes a tu Madre (Jn 19, 26-27).
La figura de
María, hasta ahora en segundo plano, de pronto se
agiganta. Por nuestros ojos está pasando la secuencia
de su vida, a la sombra del Maestro, que adquiere ahora
su plena dimensión, desde el primer instante de su
ser, desde su divina maternidad que canta la saeta:
Virgen de la
Concepción,
Concha te llama tu gente
por amor y con razón,
que una perla hubo en tu vientre
que fue nuestra redención.
Y nosotros, sobreponiéndonos a la aflicción
de ver, en su dolor, a esa mujer que se nos antoja «nacida
para el llanto»
(S. Gregorio
Nacianceno),
bendecimos su Inmaculada Concepción
y alabamos el divino misterio de la Encarnación;
esperamos en Ella, en Ella confiamos,
en su resplandeciente Caridad
en su maternal y virginal Merced,
en su dulce Victoria y en su Paz.
Porque Ella
es Refugio de los cristianos,
porque tiene Remedios para nuestro mal,
porque es inagotable fuente de Misericordia,
delicada dispensadora de Amor y de Trabajo.
Sólo en Ella está la Salud,
sólo en Ella nuestra Consolación,
sólo en Ella la auténtica Esperanza,
el goce anticipado, la Alegría
de un Triunfo presentido a cada instante,
¡Bendito sea el Dulce Nombre de María!
La hemos visto
pasear sus Penas
y, con Angustias de Madre,
reinar desde la Alhambra
y en los cuatro puntos cardinales
de los barrios de Granada:
Luz en el Zaidín,
Sacromonte en Valparaíso,
Reyes en el Albaicín
y, compendio de sus misterios,
Rosario por el Realejo.
Y la hemos
vitoreado,
Aurora, Virgen bonita,
Estrella de la mañana,
¡sólo en Ti hizo el Señor,
Maravillas con su gracia!
Pero ahora, su figura se agiganta,
sola, sola, sola en el Calvario.
Ella apura su Amargura,
derrama sus dulces Lágrimas,
afronta su Mayor Dolor.
Porque Ella, la llamen como la llamen,
¡es la Virgen de los Dolores!
¡Ay,
ay, ay!, que...
la Virgen de los Dolores
lleva el corazón partío
de ver a su Hijo amado
por negra muerte vencío.
* * *
La tragedia se
ha consumado en la ladera del Calvario. Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu. Y dicho esto, expiró
(Lc 23, 46). ¡Sublime Expiración! El Hijo del
Hombre muere por amor. Y las aguas del Genil reflejan el
movimiento de su última convulsión sobre la
rígida verticalidad de la cruz.
Todo se ha oscurecido,
el velo del templo ya se rasgó. Y todos, llorando
al que atravesaron, gritaron con el centurión: Verdaderamente
este hombre era Hijo de Dios (Mc 15, 39), llorando al que
atravesaron. Para que se cumpliera la Escritura -no quebrantarán
sus huesos (Ex 12, 46)-, un romano ha descabalgado y con
la lanza en la mano atraviesa su costado. Y al momento brota
de él sangre y agua, ese agua bautismal que sacamos
con gozo de la fuente de la salvación (Is 12, 3);
fuente para la purificación del pecado y de la inmundicia
(Zac 13, 1).
Mirad ese árbol
de la cruz, mirad al que traspasaron (Zac 12, 19). Solo,
muerto, roto. Sí, fue traspasado por nuestras maldades,
molido por nuestros pecados (Is 53, 5). Desde la planta
de los pies hasta la cabeza no hay en él nada sano
(Is 1, 6), y sin embargo es fuente de salud -tal vez la
primera de las riquezas-, porque en Él se cumple
la Escritura: redimirá a Israel de todas las iniquidades
(Sal 130, 8). Sí, Él es nuestra Redención,
sobre inmaculado sudario, cuando atraviesa las calles de
Granada, el puente sobre el Genil y las avenidas del Zaidín.
Miradlo en su
desnudez, exhibiendo las huellas del suplicio. Mirad la
silueta de su dulce y serena Buena Muerte, recortada sobre
la nieve purísima de nuestra sierra. Ha impartido
su última lección desde la cátedra
del amor (Jn 15, 13), cuando avanza sereno y majestuoso
por la Gran Vía.
Mirad su cuerpo
inerte, su cuerpo ya relajado por el camino del Monte. Tiene
los brazos abiertos, anchos como el horizonte. Para todos
los cristianos, para prójimos y lejanos, para payos
y gitanos, es el único Consuelo. Y su gracia ilumina
la noche, porque las tinieblas no son oscuras para Él
y la noche lucirá como el día (Sal 139, 12),
porque en Él está la fuente de la vida y en
su luz vemos la luz (Sal 36, 10).
Mirad sus cinco
llagas, salpicando de rojo aquel Calvario. Su cabeza ya
vencida a causa de nuestros pecados. Ya lo vaticinó
Zacarías: ¿qué heridas son esas que
llevas entre tus manos? Son las que recibí en la
casa de mis amigos (Zac 13, 6). Pero mirarlo nos alivia,
contemplarlo nos descansa. Tal es la serenidad de su estampa,
iluminada por cincuenta luces, junto al Campo del Príncipe.
¡Es el Cristo de los Favores!
Mirad su rostro
doliente, el ademán descompuesto. Con el rictus espantoso
de la muerte nos susurra al oído. Al Cristo de San
Agustín hay que contemplarlo despacio, pero sin mirarle
a los ojos, en medio de un devoto y respetuoso silencio,
por la calle de San Antón. Calla su boca entreabierta,
para que hable la nuestra: Contra ti, contra ti sólo
he pecado (Sal 51, 6).
Mas por la Carrera
del Darro, el Silencio es ya sepulcral, gélido, helado.
Hasta las aguas del río enmudecen. El cuerpo inerte
es ya cadáver. Su frialdad se ve y se palpa. Es la
muerte misma la que pasa. Igual al hombre en todo, hasta
en la muerte (Flp 2, 7). Una muerte teñida de esperanza,
abriendo entre los fieles senderos de Misericordia.
Sss... Silencio,
Granada.
El sol se vistió de luto
y la luna se eclipsó.
Las piedras se quebrantaron
cuando el Señor expiró.
* * *
Unos santos varones,
seguidores en secreto de Jesús, han pedido permiso
para enterrar su cuerpo, porque cuando alguien se ajusticia
en la cruz su cadáver no quedará en el madero
durante la noche (Dt 21, 23). José de Arimatea y
Nicodemo lo han descendido del leño, pero antes de
amortajarlo lo han dejado en el seno virginal de María.
Con lágrimas en los ojos, preguntándose por
qué, la Virgen revive por unos instantes los días
de Belén. Con suave cadencia, a ritmo costalero,
lo acuna por los bosques de la Alhambra.
Y el candor
de una paloma,
blanca fuente de esperanza,
se posa en la mano yerta
del Hijo y en la afilada
daga de los siete filos
que a nuestra Madre traspasa.
Son tus Angustias de Madre,
¡Reina Coronada de la Alhambra!
Pero pronto se
lo quitan del regazo. Ha llegado el final; se ha esfumado
toda esperanza. Cristo ha muerto como un malhechor, pues
escrito está: Maldito todo el que es colgado del
madero (Gal 3, 13). Fue contado entre los proscritos, a
pesar de no haber cometido maldad ni haber mentira en su
boca (Is 53, 9). Ahora a María sólo le queda
en sus manos el sudario y sobre él la corona de espinas
y las tenazas con las que se la han quitado. Y allí,
en el Campo del Príncipe, contemplamos la Soledad
de Nuestra Señora, apenas suavizada por un consuelo
angelical.
Y, aún
después, la vemos sola, en Soledad, en la ladera
del Calvario. Sola, ante la cruz, con el corazón
desgarrado. Sola con la mirada baja y las manos sobre el
pecho. Madre solitaria pero dulce, triste pero amorosa,
¡Soledad del Calvario!
Juan, el Discípulo
Amado, acompaña a los Santos Varones, en singular
comitiva, llevando sobre una sábana el cuerpo muerto
de Cristo, tras su Descendimiento. Los demás se han
apartado, sólo le siguen en profundo duelo las santas
y llorosas mujeres, María la Madre de Jesús,
Salomé, María Magdalena y María la
de Cleofás (Jn 19, 25). El luctuoso cortejo avanza
por el granadino barrio de San Jerónimo.
No lejos de allí,
en Plaza Nueva, hay un sepulcro nuevo, que aún no
ha sido utilizado. Como es la víspera de la Pascua
urge dar sepultura al cuerpo de Jesús. José
de Arimatea se atreve a pedirlo y lo consigue (Mc 15, 42-43).
Pero no hay tiempo para perfumarlo con la esencia de plantas
aromáticas. Les basta con dejarlo en aquel sepulcro,
que por suerte contemplamos como una urna de cristal: «Nunca
tan adentro tuvo al sol la tierra».
Un profundo silencio
ha inundado la ciudad, un viento gélido cae sobre
la noche estrellada, una vez disipadas las nubes. El divino
guión se ha cumplido hasta el final. Todos se retiran
apesadumbrados: estoy encorvado, y en gran manera abatido,
en luto camino todo el día (Sal 38, 7). Queda sólo
un atisbo de esperanza en los ojos de la Madre, atisbo que
ahoga el caudal de sus lágrimas. Sin hijo y sin esposo,
sin rabino y sin maestro, pasea su pena contenida Nuestra
Señora de la Soledad. Sólo Tú enseñas
a soportar la soledad, aunque ¿cómo puedes
estar sola, Señora de San Jerónimo, cuando
te alaba toda la Creación?
Luceros de
dos en dos,
estrellas de cuatro en cuatro,
van alumbrando al Señor
la noche del Viernes Santo.
***
El tiempo ha pasado
muy deprisa. Es el Domingo, primer día de la semana.
Aún con temor, muy de mañana, las mujeres
se dirigen al sepulcro. Llevan en sus manos los frascos
con esencias aromáticas. Magdalena se asombra: la
losa que sellaba el sepulcro ha sido desplazada. Y no sólo
ellas, también acuden Pedro y Juan. El sepulcro está
vacío; cayeron, como fulminados los soldados romanos
que montaban guardia.
Las mujeres intuyen
que se han cumplido sus palabras: El Hijo del Hombre tiene
que ser entregado en manos de pecadores, ser crucificado
y al tercer día resucitar (Mt 17, 23). Dos hombres
con vestidos refulgentes, dos ángeles para nosotros,
lo han aclarado de inmediato: ¿Por qué buscáis
entre los muertos al que vive? No está aquí.
Ha resucitado (Lc 24, 5-6). No es Dios de muertos, sino
de vivos (Lc 20, 38). ¡No lo han visto, pero saben
que ha resucitado!
Pero nosotros,
gracias a la mediación del arte, sí lo vemos.
Exultante, Resucitado en Regina Mundi, elevándose
grácil sobre el suelo, como andando sobre la mar;
revestido de gloria, como en el monte Tabor; con el rostro
brillante como el sol y las vestiduras blancas como la luz
(Mt 17, 2). No quedan más que las señales
de las llagas en su gloriosa anatomía. Él
es el juez de los vivos y de los muertos (Act 10, 42).
Claro que lo
vemos, cuerpo místico y espiritual, por los Vergeles,
su gloriosa Resurrección alzándose sobre el
sepulcro vacío de la caducidad humana. Espléndido,
bendiciente, con un mensaje de paz para todos, transmutado
por efecto de esa luz divina que derrama a raudales, incluso
en el crepúsculo y en la noche granadinas:
Mil gracias
derramando
pasó por estos sotos con presura,
y yéndolos mirando,
con sólo su figura,
vestidos los dejó de su hermosura.
S. Juan de
la Cruz
Y vemos a María compartiendo
la gloria de su Hijo y su Maestro. Nos invita a gozar de
su Alegría, porque su madre y sus hermanos no son
otros que los que escuchan su Palabra y hacen la voluntad
del Padre (Mt 12, 50), como los tres apóstoles de
la caridad que flanquean sus respiraderos de plata. Corre
presurosa, desde el sepulcro, anunciando la feliz noticia.
La feliz noticia...
que es su Triunfo. Jesús es el nuevo Adán,
el artífice de la Nueva Alianza (1 Cor 15, 22), pues
ha convertido la muerte en vida, anunciando que quien con
Él muera con Él también resucitará
(Rom 5, 10).
Yo quiero ser
el testigo
de tu amor y tu tormento,
sufrir con tu sufrimiento
y resucitar contigo.
Gonzalo Pulido
Sí, es el
Triunfo de Dios, el Triunfo de Jesús, el blanco y
esplendoroso Triunfo de María, con un cielo recompuesto
de malla y plata, bajo el que danza la luz de su candelería,
las veintiocho luciérnagas de sus brazos de cola.
Que lo proclamen las lenguas
de bronce de los campanarios.
Que lo anuncie el agitar de campanillas
en las manos infantiles.
Que lo aclamen los fieles del
Señor, con gritos de Hosanna.
Desde Cartuja hasta la Alhambra,
desde la Vega hasta los Vergeles, el Sacromonte, el Realejo,
el Albaicín, la Granada de ayer, de hoy y de mañana.
¡Que toda lengua
proclame que Jesús es el Hijo de Dios, vivo y resucitado!
¡Para siempre! ¡Para gloria de Dios Padre!
III
PERO NOSOTROS
HEMOS VISTO SU GLORIA Fe y sentimiento
¿Qué
sensibilidad no tendrá un pueblo que es capaz de
emocionarse con la belleza, de estremecerse con el dolor,
de sobrecogerse ante la injusticia de la Pasión?
¿Qué profundas cualidades no tendrán
quienes muestran el sentimiento a flor de piel, la compasión
a punto de saeta, las piernas trémulas, la tez pálida,
contenida la respiración y congeladas las lágrimas?
Porque eso es lo que se ve y se palpa, lo que advierto cada
año tras la anónima venda del capillo en la
noche del Lunes Santo. Hay quienes llaman a eso «locura»
-el amor sin locura no es amor-, locura que nos invade,
como a nuestros padres o a nuestros abuelos.
La locura cofrade
es capaz de transmutar la divina cordura, buscando siempre
otra forma de trascendencia. Ser cofrade es conjugar los
verbos sentir y creer, es aunar los nombres compasión
y belleza, unir los adjetivos devoto y elegante. Y es que
la verdad suele detenerse en la inteligencia, pero la belleza
cautiva el corazón. Aún más, como quería
Platón, sólo «la belleza es el esplendor
de la verdad». El cofrade no suele hablar mucho de
Dios, es cierto. No lo cree necesario. Prefiere verlo y
escucharlo, admirar la majestad de Cristo y sufrir con el
dolor de María, sentir antes que comprender. Ver
pasar a Jesús... y acompañarlo. Decidme, ¿qué
cosa es creer en Dios sino imitarlo?
Dejad que ahora,
como si se tratara del último tiempo de una marcha
procesional, mi voz discurra por las sendas más profundas
y sosegadas del sentir cofrade. El cofrade no vive hoy -no
puede vivir- de sucedáneos, de experiencias descafeinadas.
Es urgente que se sacuda toda reticencia, todo complejo,
toda mediocridad. ¿De qué tenemos miedo? ¿De
que nos llamen locos o anticuados? ¿O tal vez de
dejarnos llevar por caprichos intrascendentes?
Es urgente proclamar
a los cuatro vientos la sencillez y profundidad de la fe
de los cofrades, de su compromiso sin sofisticaciones. Qué
bien lo expresa el cantar popular: «También
Dios está en el viento, en la flor y en el alma del
pueblo». Y nuestro pueblo sigue derribando muros y
sigue pidiendo escaleras. Sencillo es lo verdaderamente
grande. Sencilla era la fe del centurión y de la
hemorroísa. Y sólo el Padre reveló
sus cosas a gentes sencillas (Mt 11, 25). Al cofrade no
se le puede juzgar sólo con la cabeza, sino también,
y ante todo, con el corazón, como sólo Dios
sabe hacerlo.
Por lo que representan,
veneramos a las sagradas imágenes. Creo conocer su
misterio: una divinidad profundamente humana -porque la
humanidad es bella y cruel al mismo tiempo-, un sufrimiento
tremendamente humano, como el nuestro, soportado únicamente
por amor. Pero no todo quedó ahí, Señor.
Quisiste quedarte cerca de nosotros; en ese milagro diario
de fe y de amor que son tu cuerpo y tu sangre recibidos
en comunión. Porque aún no satisfecha el ansia
de tu amor, «te nos quedaste nuestro».Y María,
aquí en nuestra tierra, ya no va delante del Hijo
como Madre, sino detrás y glorificada, como Discípula
y Reina.
Tanta fue su
perfección
y de tanto merecer,
que de Ti quiso nacer
quien fue nuestra redención.
No hay otra consolación,
vida mía,
sino a Ti, Virgen María
Juan del Encina
¡Vírgenes
monjiles! Tú quieres, Granada, que María sea
portera en la Encarnación, comendadora en Santiago,
profesa en el Ángel Custodio, recoleta en el Corpus
Christi, tornera en las Descalzas, priora en la Concepción
y abadesa en S. Jerónimo (que es decir Sta. Paula).
Y así no olvidarte nunca, Granada, de la Madre amorosa
y de las monjitas que la guardan. Nuestras Vírgenes
están hechas para indicarnos el camino, y los detalles
cofrades se hicieron tan sólo para acercarnos a Ella.
Madre,
yo quiero ir contigo
y junto a tu altar de Reina,
que sostienen doce varas
y cubre un cielo de sedas.
Madre, yo quiero
ir contigo,
para así alumbrar tu cara,
plantado en tu candelero,
alto cirio, cera blanca.
Madre, yo quiero
ir contigo,
quiero ser alegre llama
en candelabros de cola,
blanca flor sobre tus jarras.
Seré
peana a tus pies,
y en tu corazón, la daga;
sobre tu talle, cintillo,
rostrillo, junto a tu cara.
Seré
entre tus dedos, Madre,
rosario, pañuelo y ancla,
un encaje en tus muñecas,
en tu cabeza, una ráfaga.
Seré
bordado en tu manto,
acanto de hilos de seda,
caracol, voluta o tallo,
cinta, greca, lentejuela.
Seré
encaje y seré fleco,
seré plata y seré fuego,
¡ángeles manigueteros,
decidle cuánto la quiero!
Seré...,
¿qué más puedo ser
para ir junto a tu pena?,
¿tal vez tu fiel costalero,
bajo la trabajadera?
Con zapatillas
y faja
-Madre, lo que Tú me pidas-
llevaré tu dulce carga
hasta el final de mis días.
Y cuando llegue
esa hora
quiero que cojan tus dedos
ese martillo de plata
con que me llames al cielo.
En nuestros pasos cada cosa tiene su sentido profundo: el
tacto del terciopelo es la caricia de una madre, la luz
del cirio es la llama oscilante de nuestra fe, el pétalo
de la rosa es el resumen de la Creación, la riqueza
de la plata es la ofrenda del amor de hijos... Los enseres
procesionales son como la alegría del vino en que
se convirtió el agua de las bodas de Caná,
son como el frasco de caro perfume derramado sobre los pies
del Maestro.
Y de ese amor
de hijos nace ese modo tan natural de acicalar a la Señora,
de darle viveza y proximidad. Ayer vestida de dueña
y de viuda, hoy de reina y de madre. Con ese placer de verla
más radiante. De ver a una Soledad, ataviada de blanco,
subir al Albaicín en rosario de la Aurora; de ver
a una Paz luminosa, vestida de negro, en señal de
luto por los difuntos. De ver a tantas Vírgenes vestidas
de hebrea, de inmaculada, de mantilla, blanca o negra, según
las circunstancias..., de ver sobre el vientre de la Virgen
de la Esperanza, al llegar su festividad, la dulce y diminuta
silueta del Hijo de sus entrañas.
Hermandad samaritana
Se engañan
las cofradías cuando se acercan a las cosas y se
alejan de las gentes. Tal vez esa sea nuestra falta, no
reparar en que nuestros pasos son denuncias vivas, el anuncio
de la liberación: «anunciar a los cautivos
la libertad y a los ciegos la vista» (Lc 4, 18). Cada
hermandad es, por definición, «samaritana».
La bolsa de caridad ya se me antoja pequeña; es la
hora del voluntariado social. Ya no basta con dar, hay que
darse.
Sólo el
samaritano es capaz de ver al que yace, despojado, en el
camino, a las víctimas inocentes de los atentados,
a los desheredados de Afganistán y de todo el mundo,
capaz de ver a nuestros vecinos magrebíes, cuyas
endebles pateras se dirigen a nuestra «costa de la
esperanza» (Enrique Seijas), a nuestros hermanos de
Latinoamérica que sufren bajo la miseria. Sólo
el samaritano ve en el hermano un don de Dios.
No se piden carnets
para ingresar en nuestras cofradías o participar
en sus manifestaciones, porque nada valen aquí las
denominaciones de origen, cualificación o militancia.
Se ha dicho que nuestra porción de viña es
la de los alejados del Señor. Pero, ¿dónde
están los alejados? ¿Acaso no somos alejados
los propios cofrades? Así lo ponen de manifiesto
estudios recientes como el Informe Cíngulo. Somos
alejados cuando miramos a nuestros Cristos y a nuestras
Vírgenes, pero, en nuestro egoísmo, no nos
dejamos mirar por ellos. Admiramos su belleza, pero tal
vez no escuchemos su voz que, ayer, hoy y mañana,
resuena igual: «Haced lo que Él os diga»;
«Toma tu cruz y sígueme».
Soñar
es libre. A todos les está permitido, pues el hombre
es también la suma de sus sueños y el sueño
es expresión de su independencia. El cofrade sueña
con la próxima Semana Santa mientras evoca la pasada.
Sueña con el porvenir, ése que está
en manos de nuestros jóvenes y, consiguientemente,
de nuestra responsabilidad hacia ellos.
Confieso que
en toda mi trayectoria cofrade no he aprendido tanto como
cuando escucho expresarse a nuestros jóvenes, en
ocasiones como el día de la Juventud Cofrade -que
acertadamente promueve la Federación de Cofradías
desde hace cinco años- o en amenas conversaciones
en nuestra casa de hermandad. Sus ideas son siempre valientes
y, ante todo, sinceras, porque la sinceridad es su más
valioso patrimonio.
Dejadme ahora
que me exprese con esa juventud que me niego a abandonar.
Dejad que sueñe este sencillo pregonero.
Que sueñe
con cofradías que hagan real la palabra hermandad,
que sueñe con el final de divisiones y posiciones
excluyentes, que sueñe con tertulias que pasen de
la palabra a la obra, que sueñe con informaciones
dispuestas a animar y a construir, que sueñe con
más hermanos en nuestras cofradías, con más
nazarenos en las estaciones de penitencia, que sueñe
con hermanas en todos los puestos de responsabilidad de
nuestras corporaciones... Os envidio, mujeres cofrades de
Granada, porque sólo vosotras llegáis a sentir
lo que sintió María.
Que sueñe,
señor Alcalde, con una ciudad más comprometida
y entregada a su Semana Santa. Me consta la ilusión
con que el Ayuntamiento ha distinguido ya a algunas cofradías
de penitencia, e incluso, y merecidamente, a destacados
cofrades, como Antonio Sánchez Osuna, «capataz
de capataces».
Pero hoy me atrevo
a ir un poco más lejos. Hace unas semanas, vi en
plena Judería de Córdoba una placeta rotulada
con el nombre de Agrupación de Cofradías.
Me alegró, pues siempre he creído que, en
el universo cofrade que habitamos, las calles y las plazas,
las cuestas y hasta las avenidas, se hicieron para que los
pasos procesionales las pisaran y las imágenes las
bendijeran a su paso, de la misma forma que también
son testigos, en inhóspitas noches de invierno, del
abnegado esfuerzo de nuestros costaleros y costaleras en
sus ensayos, lejos de «pastilleos» y «botellones».
Se ha dicho, y con razón, que ellos «salvaron»
la Semana Santa de Granada hace unos veinticinco años.
Con ellos y con ellas tiene una deuda insaldable nuestra
Semana Santa y nuestra ciudad. Uno de esos largos y fríos
bulevares donde ensayan bien merece ostentar, y así
se lo pido, el nombre de «Hermanos Costaleros».
Dejad que sueñe
con ver a la Soledad de Mora, hoy en un «paraíso
cerrado para muchos», de nuevo en nuestras calles,
arropada por el calor de sus cofrades. Dejad que sueñe
con Jesús Nazareno en la Catedral, con la Virgen
de la Merced en la plaza de las Descalzas, con sus cofrades
en estación de penitencia, resucitando la palabra
hermandad.
Dejad que sueñe
con la explosión mariana de nuestros cofrades, en
torno a sus Vírgenes, cargadas de historia -Esperanza,
Soledad- o enaltecidas por el fervor de nuestros barrios
-Aurora, Misericordia-. Déjeme que sueñe verlas,
querido don Antonio, como reinas canónicamente coronadas.
Dejad, en fin,
que sueñe con más casas de hermandad, con
más cofradías convertidas en escuelas de solidaridad,
que sueñe con el Centro Oasis terminado y funcionando,
gracias a la generosidad cofrade.
Déjame
soñar, Señor, déjame pedirte..., déjame,
sobre todo, imitarte bajo el peso del madero, déjame
seguirte... y Tú, ¡prométeme el cielo!
Pero la Semana
Santa no es un espejismo ni un sueño frustrado. Que
nadie pretenda engañarse y engañarnos. Los
cofrades no somos hijos del paganismo. Y, sin embargo, sufrimos
a menudo la incomprensión. Hay quienes nos acusan
de tener una fe vestida solamente de nazareno, un cristianismo
de incienso, capilla y procesión. Y hay quienes apriorísticamente
menosprecian a las cofradías tildándolas de
«poco cristianas», cuestionando su seriedad.
Y es que somos diferentes, pero esa diferencia es también
nuestro derecho.
Hay también
un sector de la ciudadanía que nos mira con indiferencia,
que denosta las procesiones, el ruido de nuestra música,
la multitudinaria concentración de personas..., o
que nos embarca en estériles polémicas, como
la limpieza de la cera vertida sobre las calles, que es
un asunto más para la buena voluntad que para el
debate.
Ciertamente,
nos queda mucho por hacer, pero no comprendemos a quienes
nos han reducido a la categoría de estorbo, de devota
incomodidad, a quienes se toman nuestras actividades y nuestros
sentimientos a la ligera, a quienes reducen la Semana Santa
a un negocio o la observan desde el prisma de su interés,
a quienes han convertido la música procesional en
música-disco o a quienes han exhibido el atuendo
de nuestras Vírgenes en la frivolidad de una pasarela.
Y hasta quienes utilizan la aglomeración de fieles
para prender, en un simple juego de rol, la mecha del pánico.
Hoy el cofrade ha de saber necesariamente dónde tiene
los pies y la cabeza. Tal vez el cofrade sea un loco, pero
no un «tonto de capirote». Quizás, escribía
un columnista, «el nombre de Dios sobra en las bocas
y falta en el corazón».
...Hasta el ocaso
Sois vosotros
los que destruís todo espejismo, los que hacéis
realidad ese ensueño que es la Semana Santa, vosotros
los que despreciáis todo atisbo de parodia. Ahora
sé que este pregón, que toca a su fin, iba
dedicado a todos vosotros, cofrades de Granada; sólo
vosotros lo habéis inspirado. Porque sois los que
trazáis surcos y abrís puertas, los que cumplís
las palabras del bueno de Miguel Ruiz del Castillo: «Hacer
las cosas por las cosas, sin esperar la recompensa, que
nunca las rosas reclaman su perfume».
Tan... tan...
se clava en el viento
el grito de la campana.
¡Ay, cómo llora María
al Hijo de sus entrañas!
José
Gómez Sánchez-Reina
Sólo para
Ti, María, se engalana así Granada, en noches
de Sábado Santo y en tardes de septiembre. Sólo
para Ti se hace trozo de cielo, anticipo del edén
y pórtico de la gloria. Sólo para Ti es cristal
de escarcha, rayo de luz y repicar de campanas. Sólo
para Ti, Granada se viste de Semana Santa.
«Mare
mía» de las Angustias, ¿qué será
de mí, si Tú me faltas?
Para Ti corté la flor temprana
de mi carmen, de la vega, de tu Alhambra,
para aliviar tu llanto, pues traicioné
a tu Hijo y olvidé tu nana.
Señora,
tu pena ya no es tu pena,
hoy sé que es el negro dolor de mi alma.
Y tus lágrimas ya no son tus lágrimas
sino mi llanto, que sólo Tú calmas.
Tu manto, Madre,
tu manto
es cobijo y es bonanza
y son sus dorados flecos,
suaves olas que me arrastran.
Tu corona imperial, Madre,
de oro, en tu sien colocada
por el fervor de tus hijos,
te hace reina de Granada.
La media luna a tus pies
es señal de tu victoria,
pues fuiste humilde en Belén
y hoy la ¡Reina de la Gloria!
Quiero posarme
en tu rostro,
sólo por mí está enojado.
Quiero pararme en tus ojos
que sólo a mí están mirando.
Quiero poner a tus pies
mi nazareno entusiasmo.
Quiero quedarme en tu pecho
para arrancar las espadas,
y soy yo con mi traición
quien con más furor las clava.
Quiero asirme de tus manos,
que son manantial de gracia,
y que me mezan despacio,
despacio pero sin pausa.
Quiero, reina y soberana,
al igual que tu Hijo amado
poder quedarme dormido,
solo, sereno y mimado,
mientras me llevas al cielo,
recogido en tu regazo.