Altar en movimiento. El alma viva del paso de misterio (2/3)
Aurora de la Torre
Doctora en Historia por la Universidad de Sevilla
Colaboradora en Padul Cofrade
Sevilla, 14 de julio de 2025
En el corazón de la Semana Santa andaluza hay un lenguaje que no se escribe, pero que todos entienden. Es un lenguaje hecho de madera, gesto, ritmo y silencio. Un lenguaje que habla de la pasión, de la redención, del sufrimiento y del consuelo. Ese lenguaje se llama paso de misterio.
Este artículo se adentra en las entrañas de ese altar en movimiento que cada primavera recorre nuestras calles. Más que una escultura, más que un conjunto, más que una escena: el paso de misterio es un testimonio de fe encarnada. Es la memoria visual de la Pasión y la catequesis popular más antigua que sigue viva.
Con mirada histórica, sensibilidad estética y profundidad espiritual, exploraremos sus orígenes, su evolución, su simbolismo, su vinculación con el pueblo y su papel como predicación silenciosa. Porque cada paso que se alza, cada imagen que se inclina, cada figura que calla, está contando la historia más honda que puede narrar el arte cristiano: la del Amor que se entrega.
Índice:
Capítulo V Juventud cofrade: el alma joven que sostiene la tradición
Capítulo VI El gesto que narra: dramaturgia y cuerpo en los pasos de misterio
Capítulo VII Silencio en segundo plano: la imaginería secundaria como clave del relato sacro
Capítulo VIII La calle como templo: el paso de misterio en el espacio público
Capítulo IX
Capítulo V
La renovación del arte. Nuevos lenguajes, mismos misterios
La tradición, para ser viva, ha de respirar. Y el paso de misterio, aunque anclado en siglos de historia, no es una reliquia estancada en el tiempo, sino una obra en perpetuo diálogo con las generaciones que la heredan. Cada época, con sus luces y sombras, imprime una marca sobre el arte religioso que produce. Y la nuestra —tan tecnológica, tan visual, tan cambiante— no es la excepción.
Lejos de diluir su sentido, la renovación artística ha permitido que el paso de misterio conserve intacta su capacidad de conmover. Nuevas manos, nuevos materiales, nuevas sensibilidades han ido sumándose al arte sacro sin quebrar sus raíces. Hay quien ve en esto una amenaza, como si toda innovación condujera inevitablemente a la pérdida de lo esencial. Pero es justo lo contrario: el arte que no se transforma, se marchita. Y el paso de misterio sigue floreciendo.
Los talleres actuales —algunos con linaje centenario, otros nacidos del entusiasmo de jóvenes creadores— combinan hoy técnicas ancestrales con procedimientos contemporáneos. La gubia sigue siendo protagonista, pero se acompaña ya de herramientas digitales que permiten planificar mejor las proporciones o estudiar virtualmente la composición de una escena antes de tallarla. La fibra de vidrio convive, en ocasiones, con la madera noble; los pigmentos minerales se alternan con pinturas sintéticas de alta resistencia; los dorados tradicionales se aplican con métodos más precisos y menos invasivos. La ciencia, al servicio de la fe.
Esto no significa que se haya perdido el espíritu. Muy al contrario: muchos de los escultores y diseñadores que hoy firman nuevos pasos de misterio lo hacen con una formación teológica y simbólica más sólida que nunca. Conocen los Evangelios, estudian la iconografía, dialogan con historiadores y cofrades para no traicionar el mensaje que han de transmitir. Saben que no están esculpiendo una escultura más: están dando forma visible a un misterio que ha atravesado los siglos.
Así, comienzan a surgir composiciones que, sin romper con la estética barroca que tanto ha marcado a Andalucía, proponen una lectura más sobria, más introspectiva, menos efectista. Hay escenas que prescinden del dramatismo extremo y buscan transmitir la hondura del dolor sin necesidad de artificios. Rostros serenos, miradas contenidas, gestos que sugieren más que exhiben. Es el mismo misterio, narrado con otra cadencia.
También la luz —esa aliada imprescindible del paso— ha evolucionado. Si en otros tiempos se confiaba únicamente en la llama temblorosa del cirio, hoy muchas cofradías exploran el uso de sistemas de iluminación artística para realzar determinados planos de la escena o para intensificar el dramatismo sin desvirtuar la solemnidad. Se estudia cómo incide la luz sobre los rostros, cómo se proyectan las sombras, cómo dialogan los reflejos del dorado con la noche andaluza. Todo ello con una intención clara: que el paso no solo se vea, sino que se experimente.
Y, sin embargo, en medio de esta renovación estética, el mensaje no cambia. La Pasión sigue siendo el centro. El Cristo sigue caminando hacia su cruz, rodeado de soldados, de apóstoles, de la Madre que llora sin alzar la voz. Sigue habiendo silencio cuando aparece el paso, sigue habiendo un nudo en la garganta, sigue habiendo oración.
Quizá esa sea la prueba más elocuente de que la renovación artística no ha debilitado la tradición, sino que la ha fortalecido. Un paso nuevo puede provocar la misma emoción que uno centenario si está hecho con verdad, con devoción, con hondura. No hay edad para lo sagrado.
Incluso la inclusión de elementos multimedia en algunos cortejos, que podría parecer ajena al espíritu de la Semana Santa, ha sido abordada con una cautela reverente. Proyecciones discretas sobre muros próximos al paso, efectos de luz que acompañan una escena, breves fragmentos de voz que recitan el Evangelio en medio del silencio… Pequeñas adiciones que no sustituyen, sino que acompañan. Y que, en ciertos contextos, logran despertar en nuevos públicos una atención que parecía dormida.
Porque ese es, al fin y al cabo, el objetivo último de toda renovación: mantener despierta la mirada. Hacer que quienes ya conocen el paso lo redescubran con nuevos matices. Y que quienes se acercan por primera vez no se sientan ajenos, sino acogidos por la belleza y la verdad que allí se muestran.
El arte religioso no es un museo: es una casa abierta. Y el paso de misterio, con su capacidad de adaptación sin traición, lo demuestra cada año en nuestras calles.
Capítulo VI
El gesto que narra. Dramaturgia y cuerpo en los pasos de misterio
Entre las luces temblorosas del cirio y el murmullo recogido de la muchedumbre, hay un lenguaje sin palabras que todo lo dice: el de los cuerpos, los rostros y las posturas de quienes habitan un paso de misterio. Cada figura, tallada en madera y consagrada por la devoción, se convierte en intérprete de un drama sacro que no se representa, sino que se revive. Porque el paso de misterio no escenifica: conmemora.
En la Semana Santa andaluza, el paso de misterio adquiere una dimensión que trasciende lo escultórico para adentrarse en lo teatral, sin por ello caer en la mera dramatización. Hay en sus composiciones una voluntad de narración simbólica y afectiva, donde la gestualidad de las imágenes es vehículo del pathos evangélico, resonancia del dolor y del amor más absolutos.
1. El cuerpo como epifanía del alma
La impronta barroca sigue marcando, aún hoy, muchas de las configuraciones plásticas de nuestros misterios. El gesto exaltado, la mirada desencajada, el ademán interrumpido en pleno clímax emocional… todo responde a una estética de la intensidad, que busca provocar en el espectador no solo admiración, sino conmoción espiritual. La mística de lo sensible se impone.
San Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios espirituales, proponía al creyente “componer el lugar” y “ver con los ojos de la imaginación” las escenas de la Pasión. Algo muy semejante ocurre en los pasos de misterio: el pueblo contempla, siente, medita. Pero no desde la distancia fría del museo, sino desde la cercanía palpitante del rito.
En este sentido, los cuerpos tallados —torsionados, arrodillados, abrazados, derrumbados— funcionan como encarnaciones vívidas de los afectos espirituales. Son cuerpos en los que el alma se asoma: el temor de Pedro, la dulzura resignada de Cristo, la ferocidad de un sayón o la incredulidad de Tomás.
2. La tensión escénica: composición, ritmo y silencio
Toda escena procesional implica una arquitectura emocional. El escultor —y, por extensión, la hermandad que custodia el conjunto— debe armonizar volumen y sentido, equilibrio y sorpresa. En un buen misterio, no hay nada gratuito: cada figura está donde debe estar, en relación con las demás, en una coreografía detenida que habla incluso sin avanzar.
El ritmo interno del paso —que se percibe en la disposición espacial, los planos de altura, las líneas visuales— define el modo en que se recibe la escena. Algunos misterios optan por la frontalidad, con una clara dirección narrativa, como un cuadro devocional; otros, en cambio, apuestan por una disposición circular, envolvente, que invita al rodeo contemplativo.
Y luego está el silencio: ese silencio denso, casi litúrgico, que envuelve al paso de misterio cuando, en mitad de una calle estrecha o de una plaza abarrotada, el capataz manda parar. En ese instante, suspendido entre lo humano y lo divino, los gestos esculpidos cobran vida en la quietud. El pueblo no ve madera: ve historia sagrada.
"Ocurrió el Martes Santo, 27 de marzo de 1923. La hermandad de la «Bofetada que le dieron a Nuestro Divino Redentor» está saliendo de San Román y ese año estrenan el misterio que ha tallado en su obrador de la calle San Vicente Antonio Castillo Lastrucci. Cuando por la ojiva aparece el grupo escultórico, está naciendo la mejor escenografía que tendrá la Semana Santa, algo que un siglo después -y esto es lo grande, o lo triste- todavía no se ha superado."José Cretario. Misterio de Jesús ante Anás en la colegial del Salvador ABC
3. El lenguaje de las manos: simbología gestual en los pasos de misterio
En el universo plástico de la Semana Santa andaluza, cada figura que desfila sobre un paso de misterio no solo representa un fragmento del relato sagrado, sino que lo encarna con gestos que trascienden lo meramente escultural. Entre todos ellos, las manos —silenciosas, expresivas, elocuentes— constituyen un verdadero alfabeto no verbal que enriquece y profundiza la escena representada.
Las manos en la imaginería procesional no se esculpen al azar. Cada dedo, cada giro de la muñeca, cada tensión o relajación del músculo, responde a un código simbólico que, desde la tradición barroca hasta las concepciones más contemporáneas, comunica lo que las palabras no pueden: el dolor, la entrega, la súplica, el amor, la duda.
Manos que hablan desde el alma
Manos abiertas y extendidas
Estas manos, a menudo alzadas hacia el cielo o abiertas hacia el espectador, expresan la entrega confiada, la misericordia ofrecida y la acogida amorosa. En la iconografía pasionista, Jesús orante o crucificado con las palmas abiertas nos muestra su absoluta disponibilidad al plan divino. Son manos que no retienen, sino que se donan.
Manos cerradas o crispadas
En contraposición, las manos en puño o tensas encarnan el conflicto, la resistencia, la violencia o el sufrimiento. Los sayones que azotan, los soldados que empujan o los apóstoles sumidos en la turbación suelen presentar estas manos contraídas, como reflejo visible de una tensión interior que no encuentra paz.
Manos entrelazadas o unidas en el pecho
Gestos propios de la oración o de la súplica silenciosa. Son manos que se recogen sobre sí mismas como signo de humildad, devoción o comunión. En escenas como la Última Cena o el prendimiento, los apóstoles pueden aparecer con estas manos juntas, simbolizando la unidad en la incertidumbre, la fe en medio del temor.
Manos que señalan
El dedo que apunta no es solo una dirección, sino una interpelación. Puede ser acusación —como en el gesto de un soldado que identifica al Mesías— o revelación —como la mano de Cristo que alude al cielo, a la trascendencia, a la promesa escatológica. Señalar es invitar a mirar más allá de lo inmediato.
Manos que acarician o consuelan
Quizás uno de los gestos más conmovedores: la mano que, en medio del drama, se convierte en caricia. En la escena de la Piedad, la Virgen María no solo sostiene el cuerpo de su Hijo, sino que lo envuelve con una ternura contenida que trasciende la muerte. Son manos que, aun en el desgarro, sostienen la esperanza.
Manos portadoras de símbolos
El objeto que una mano sostiene no es un mero atributo. Una cruz, un cáliz, una soga o una columna multiplican el valor semántico del gesto. Así, una mano que abraza la cruz habla de aceptación; una que sostiene la corona de espinas, de martirio voluntario; una que alza un cáliz, de sacrificio redentor.
Escenas paradigmáticas del gesto
A lo largo del relato pasionista, hay escenas donde el lenguaje de las manos adquiere una fuerza narrativa y teológica particularmente densa:
Oración en el Huerto: Las manos de Cristo, alzadas y abiertas hacia el Padre, son súplica agónica y aceptación obediente a la vez.
Flagelación: Los verdugos cierran los puños en un gesto cargado de brutalidad; Cristo, por el contrario, suele presentarse con manos abiertas, como contraste elocuente entre el odio y el amor.
Crucifixión: Las manos clavadas son el símbolo máximo de la entrega. Están abiertas, atravesadas, inmóviles, pero aún hablan.
Piedad: Las manos de María acarician sin fuerza, como si en su contacto quisiera prolongar la vida de su Hijo. Son el gesto maternal que no se resigna al vacío.
Una comunicación sin palabras
En definitiva, el gesto de las manos en los pasos de misterio no solo embellece la escena: la dota de alma. Es un lenguaje simbólico que se aprende con los ojos, se intuye con el corazón y se transmite de generación en generación como herencia silenciosa de la fe. Quien contempla un paso, contempla también sus manos, y en ellas descubre no solo el dolor o la gloria de Cristo, sino sus propios anhelos, dudas y esperanzas.
Allí donde la palabra se detiene, la mano habla. Y en cada procesión, al paso de un misterio, son miles los ojos que se posan en esos dedos tallados con ternura y dramatismo, buscando en ellos una respuesta, una emoción, una presencia.
4. El misterio en movimiento
Finalmente, el paso de misterio no es solo imagen, sino imagen en tránsito. El temblor del andamio, el balanceo del conjunto, la cadencia de los pies que lo llevan, todo participa de la dramaturgia sagrada. Cada zancada del costalero es una frase en el guion del Jueves o del Viernes Santo. Cada levantá es un acto de fe que arrastra siglos.
El pueblo, al ver pasar el misterio, se convierte en testigo. Y no solo testigo: en parte del relato. Porque en Andalucía, el drama pasionista no es un espectáculo ni una función. Es una memoria viva. Una herida que se reabre con amor cada primavera. Una historia que se dice con cirios, madera y silencio.
Capítulo VII
Silencio en segundo plano. La imaginería secundaria como clave del relato sacro
A menudo, la mirada del devoto se fija, con razón, en la imagen titular: el Cristo que sufre, ora o muere; la Virgen que contempla el sacrificio con el corazón atravesado. Y sin embargo, en el universo simbólico del paso de misterio, hay presencias discretas, figuras “menores” que tejen con sus gestos y actitudes el trasfondo necesario para la comprensión del drama. Son los personajes secundarios: soldados, sayones, discípulos, verdugos, sanedritas, centuriones, mujeres de Jerusalén… protagonistas en la penumbra del relato.
Estos personajes, a menudo ignorados en la mirada rápida del espectador ocasional, sostienen en realidad la densidad teológica y narrativa del conjunto. Su estudio no solo enriquece la comprensión del misterio representado, sino que abre ventanas sobre la sensibilidad estética y doctrinal de cada época.
1. De lo anecdótico a lo simbólico: el giro barroco
Durante el siglo XVII, la imaginería procesional experimenta un viraje decisivo: frente a la sobriedad manierista de etapas anteriores, el barroco impone una nueva teatralidad cargada de emociones. Es entonces cuando los personajes secundarios adquieren volumen y expresividad. Ya no son simples añadidos decorativos: son agentes dramáticos.
La figura del sayón, por ejemplo, alcanza una dimensión escultórica insólita. En él se concentra la tensión moral del castigo injusto, del odio desencadenado. Su rostro contraído, sus músculos en tensión, su vestimenta rica en pliegues o su actitud desafiante construyen una narrativa de contraste con el rostro sereno del Redentor.
A la vez, los soldados romanos, los jueces judíos, los criados del Sanedrín o los transeúntes —a veces representados con rasgos etnográficos locales— dan cuenta de una voluntad de historicidad, pero también de catequesis visual. Se trata de hacer visible el pecado del mundo, el rechazo al Mesías, la humanidad en su fragilidad y su violencia.
2. Arquetipos del alma humana
Cada personaje secundario puede leerse como un espejo espiritual. Hay un Judas en cada duda. Un Pedro en cada arrepentimiento. Un soldado que juega los dados en cada indiferencia. Una Verónica en cada gesto de consuelo silencioso. Y una Magdalena arrodillada en cada acto de amor contrito.
La cofradía, al elegir qué figuras acompañan al Señor en su paso de misterio, está decidiendo qué aspectos del relato resaltar, qué sentimientos movilizar en sus fieles. ¿Se representa el momento de la traición, de la burla, de la sentencia o del martirio? Cada escena contiene su propia pedagogía de la fe.
Estas figuras, lejos de ser un simple “relleno escénico”, son expresión de una espiritualidad popular que ha sabido condensar, en formas visibles, los conflictos del alma. La imaginería secundaria convierte el paso en una especie de retablo tridimensional, abierto al pueblo y en movimiento.
3. Vestir al personaje: tipologías, materiales y simbolismo
Desde el siglo XVIII hasta la actualidad, muchas de estas figuras se han vestido con ropajes reales, a diferencia de las imágenes de talla completa. La técnica del candelero o del busto articulado permitió una mayor flexibilidad y variedad en la composición, a la vez que facilitó la reutilización o el intercambio de elementos.
La indumentaria, en este contexto, no es solo vestimenta, sino discurso. Las túnicas ricamente bordadas de un sanedrita hablan de poder y condena; las vestes militares romanas, del dominio imperial; los mantos oscuros de los criados, de la intriga. Todo comunica.
En algunas hermandades, incluso los colores y texturas se ajustan al mensaje teológico: la púrpura del poder terreno, el rojo del martirio, el azul mariano que aparece, a veces, sutilmente entre las figuras femeninas del cortejo sacro.
4. El desafío de conservar lo invisible
Muchas de estas figuras secundarias han sido pasto del olvido o del deterioro. Algunas han desaparecido tras reformas estéticas, otras duermen en almacenes parroquiales esperando ser redescubiertas. Sin embargo, en los últimos años se percibe un renovado interés por recuperar y restaurar este patrimonio silenciado.
El trabajo de historiadores del arte, restauradores e investigadores cofrades ha permitido documentar piezas anónimas de gran calidad, atribuir esculturas a talleres históricos (como el de Castillo Lastrucci, Ortega Bru o Sebastián Santos) y replantear composiciones originales que habían sido alteradas.
Del mismo modo, diversas hermandades han comenzado a reivindicar la memoria de estos personajes no como simples elementos decorativos, sino como pilares de su identidad devocional y catequética.
En definitiva, los personajes secundarios no son un decorado: son la carne del relato. El paso de misterio no puede comprenderse plenamente sin ellos, porque son los que lo contextualizan, lo anclan en la historia y lo acercan al presente. Su silencio es, quizás, la voz más elocuente del drama sagrado.
Capítulo VIII
La calle como templo. El paso de misterio en el espacio público
Cuando el paso de misterio abandona su capilla y se adentra en la calle, se produce un fenómeno de transformación litúrgica del espacio urbano. Las piedras, el asfalto, los balcones, los adoquines… todo se convierte en escenario sacro. No es un desfile, ni un espectáculo, ni siquiera una procesión en sentido moderno: es una liturgia expandida, una eucaristía visual en la que la Pasión se representa caminando.
La Semana Santa andaluza tiene la capacidad única de reconvertir la ciudad en un santuario. Y el paso de misterio, en su andar solemne, es el altar móvil desde el que se proclama, sin palabras, la historia de la redención.
1. Del templo a la calle: una continuidad espiritual
Podría pensarse que hay una fractura entre lo que ocurre en el interior de los templos —silencio, recogimiento, liturgia— y lo que sucede en el exterior —ruido, expectación, tránsito—. Sin embargo, en la tradición cofrade, esa división se disuelve. La calle no es profana mientras dure la estación de penitencia: se santifica por la presencia del paso, por los cirios encendidos, por el rezo que brota en una esquina, por el respeto colectivo que enmudece una plaza cuando llega el misterio.
La salida procesional no es, por tanto, una representación paralela al culto, sino su extensión viva. Como apuntaba el teólogo Jean-Yves Lacoste, “la liturgia no está encerrada en el espacio sacral: se abre al mundo para que el mundo participe de lo sagrado”. Eso hace, precisamente, el paso de misterio al recorrer las calles: abrir un surco de fe en medio de la cotidianidad.
2. El misterio y el barrio: geografía emocional
Cada paso de misterio está íntimamente ligado a su entorno. Las calles por las que transita no son meras rutas procesionales: son escenarios de afecto, de historia compartida, de promesas y lágrimas. No es lo mismo un misterio atravesando una avenida anónima que girando en una plazoleta que lo ha visto crecer, entre vecinos que le rezan como a un hijo ausente.
La ciudad, en Semana Santa, se convierte en topografía emocional. Hay esquinas donde siempre hay un aplauso, balcones donde se repite un rezo, tramos donde el paso se detiene con un ritmo más lento, casi reverencial. Cada barrio imprime su carácter al cortejo, lo envuelve, lo celebra y lo sufre.
Ese vínculo profundo entre el paso y la ciudad ha dado lugar a expresiones únicas: saetas espontáneas que brotan desde una ventana, alfombras de romero, altares efímeros a pie de acera, mantones tendidos como ofrenda… Todo se vuelve lenguaje litúrgico cuando el misterio pasa.
3. El andar como liturgia
El movimiento del paso no es mecánico. Cada paso, cada "llamá", cada "levantá", está cargada de intención y simbolismo. El compás con el que avanzan los costaleros, la cadencia medida, la pausa repentina, la forma de girar... constituyen un vocabulario físico que comunica con el alma del pueblo.
Cuando un paso de misterio "anda de frente", está avanzando con dignidad y firmeza. Cuando "se mece", lo hace como un susurro de consuelo. Cuando se detiene en seco, se impone el silencio más elocuente. La calle se convierte en templo no solo por lo que se ve, sino por lo que se siente en ese andar solemne.
En palabras del poeta José María Pemán, “el paso es un poema escrito con pies descalzos sobre el mármol de la calle”.
4. Arquitectura efímera: luz, sonido y mirada
La transformación del espacio urbano durante una procesión es, también, una cuestión estética. La iluminación cambia, el sonido ambiente se modifica, el ritmo del tiempo se ralentiza. Es como si el paso de misterio arrastrara consigo una atmósfera diferente, un clima de trascendencia.
La música, las cornetas, el redoble del tambor o el silencio absoluto actúan como bóvedas sonoras que envuelven la escena. La luz de los cirios no solo ilumina, sino que crea una arquitectura espiritual: hay un claroscuro barroco en cada paso por una calle estrecha, un fulgor sagrado en cada revirá hacia la plaza mayor.
Y luego está la mirada. Porque el paso no solo se muestra: también mira. Mira desde los ojos entrecerrados del Cristo caído, desde la severidad de un centurión, desde la dulzura resignada de una Magdalena. Y en ese cruce de miradas entre lo sagrado y lo humano, se produce algo muy antiguo y muy nuevo: la fe se renueva en la calle, como si brotara del suelo, una vez más.
Capítulo IX
Tallas que caminan el tiempo. Evolución estética del paso de misterio
La historia de los pasos de misterio es, también, la historia de una sensibilidad cambiante. A través de los siglos, estos altares en movimiento han reflejado no solo la piedad de su época, sino también sus lenguajes artísticos, sus doctrinas, sus valores y sus silencios. Mirar la evolución estética de los pasos es, por tanto, mirar cómo ha cambiado la manera de narrar la Pasión según el pueblo andaluz: desde la solemnidad estática del barro hasta la plasticidad expresiva del presente.
1. Primeras manifestaciones: del retablo al paso
En los siglos XVI y XVII, los pasos de Semana Santa eran aún reflejo directo del universo litúrgico y catequético del templo. Muchos de ellos no eran más que representaciones en andas de escenas devocionales, con claras influencias del retablo manierista: composición frontal, simetría y pocas figuras, centradas en Cristo como protagonista absoluto.
En estos primeros pasos, las figuras secundarias eran raras o estaban escasamente desarrolladas. El foco recaía en la imagen titular, que solía mantenerse erguida, serena, con escaso naturalismo. La función del paso era más cultual que narrativa.
Con la llegada del barroco, la escena procesional comienza a abrirse. Se incorporan nuevos personajes, se juega con la profundidad, con los planos visuales, con el gesto y el dramatismo. Es el inicio del paso de misterio como lo entendemos hoy: una composición viva, tridimensional, itinerante y profundamente emocional.
2. El esplendor barroco: retórica del sentimiento
Durante los siglos XVII y XVIII, Andalucía se convierte en un laboratorio de imaginería procesional. El espíritu contrarreformista y el auge del barroco coinciden con una creciente voluntad de conmover, de mover a la piedad a través de los sentidos. Surge entonces una escultura sacra que busca el pathos, lo desgarrado, lo teatral.
En esta época florecen los grandes nombres: Juan de Mesa, Pedro Roldán, Francisco Antonio Gijón, José Montes de Oca… Artistas que no esculpen para ser admirados, sino para ser llorados. Sus Cristos llevan el rostro deshecho, el cuerpo convulso, la sangre casi real. Y junto a ellos, los secundarios: soldados que gritan, sayones que alzan el látigo, discípulos que corren o se derrumban.
Los pasos comienzan a configurarse como escenas complejas, donde la disposición no es solo estética, sino simbólica. El paso se convierte en un drama contenido, en un altar barroco ambulante.
3. El siglo XIX: academicismo y contención
El siglo XIX supone, en muchos lugares, una cierta pérdida de intensidad creativa. La imaginería procesional entra en una fase marcada por el academicismo, la repetición de fórmulas, y un cierto alejamiento del barroco popular. Sin embargo, también es un tiempo de consolidación de estilos locales y de configuración de la estética cofrade moderna.
En Sevilla, Granada, Málaga o Cádiz, se fijan formas que aún hoy perduran: dimensiones, estructuras, esquemas compositivos. La imaginería se vuelve más equilibrada, más decorosa, menos extrema. La figura de Cristo se dulcifica, las escenas se tornan más armónicas. En algunos casos, se eliminan personajes secundarios, o se les relega a un papel puramente decorativo.
A pesar de ello, algunas excepciones brillan por su calidad: imagineros como Antonio Susillo o Juan Abascal Fuentes supieron dotar a sus obras de una hondura serena que, aún hoy, emociona.
4. El siglo XX: resurgimiento, vanguardia y fidelidad
El siglo XX es un tiempo de fracturas y resurrecciones. La Guerra Civil arrasó con cientos de pasos y tallas. Pero también propició una época dorada de renovación artística. Nombres como Castillo Lastrucci, Antonio Illanes, Sebastián Santos, Francisco Buiza o Luis Ortega Bru dieron nueva vida a la imaginería procesional.
Cada uno, a su manera, supo conjugar la tradición barroca con una expresividad moderna. Las composiciones se hacen más narrativas, más atrevidas en lo formal, más densas en lo simbólico. Aparecen pasos de misterio que son auténticos “cuadros vivientes”: escenas completas, con múltiples personajes, llenas de tensión dramática y espiritualidad.
A finales del siglo XX y comienzos del XXI, surge una nueva generación de imagineros (Álvarez Duarte, Navarro Arteaga, José Antonio Navarro Arteaga, Darío Fernández, Fernando Aguado…), que retoman el lenguaje de sus maestros, pero lo reinterpretan desde una sensibilidad contemporánea.
La madera sigue hablando, pero con palabras nuevas.
5. Siglo XXI: búsqueda, ruptura y permanencia
En nuestros días, conviven varias tendencias. Por un lado, hermandades que apuestan por el rigor histórico y la recuperación de estilos pasados. Por otro, talleres que ensayan fórmulas más expresivas, incluso abstractas, en algunos casos rozando la frontera de lo museístico o lo escenográfico.
La tecnología, los nuevos materiales, la interdisciplinariedad artística (escultura, arquitectura, iluminación, música) están configurando un nuevo concepto de paso de misterio, donde la escena no solo se contempla: se experimenta. La luz artificial, la ambientación sonora o el uso del espacio han ampliado las posibilidades escénicas del paso.
Y, sin embargo, en el fondo, todo sigue igual: se trata de representar, con la mayor belleza posible, el misterio de un Dios que sufre y ama.
Nota de la autora
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