De cirios, túnicas y silencio: anatomía de un cortejo penitente
Por Francisco Molina Muñoz
Director de Padul Cofrade
Padul, Cuaresma 2025
Cuando pasa el cortejo: claves del alma de la procesión
La Semana Santa andaluza no se comprende por la mera contemplación del paso. No basta con alzar la vista hacia el palio que se mece o la imagen que avanza solemne bajo la luz de los cirios. Porque antes —mucho antes— viene el cortejo. Y el cortejo, aunque a menudo ignorado por la prisa del objetivo fotográfico o la ansiedad del que quiere "ver lo importante", es precisamente lo que dota de sentido, coherencia y cuerpo a la procesión. Sin cortejo no hay procesión, hay desfile. Y sin procesión, no hay fe manifestada.
Como bien escribió el recordado cronista sevillano Joaquín Romero Murube:
"La procesión es un pueblo en oración que camina, sin hablar, como si cada alma arrastrara su propia cruz invisible."
Detrás de cada Cruz de Guía comienza una liturgia callejera que, más allá de lo ceremonial, es catequesis viva, rito que desborda el templo y se hace carne entre cal y piedra, entre incienso y adoquín. Este artículo pretende recorrer, elemento por elemento, esa arquitectura espiritual que compone el cortejo: desde la mencionada Cruz de Guía hasta el último monaguillo, pasando por los hermanos de luz, insignias, acólitos, representaciones, músicos y devotos. Todos ellos son eslabones de una misma cadena de fe, columnas invisibles que sostienen al Cristo o la Virgen que todos ven.
La Cruz de Guía y el principio del camino
“Todo cortejo comienza con una cruz, porque todo cristiano comienza con un peso sobre los hombros.” – Francisco Molina Muñoz
En la geografía sagrada de una procesión, donde cada elemento está impregnado de siglos de devoción, el primer signo visible que se abre paso entre la multitud es la Cruz de Guía. Nada más. Nada menos. No hay estandarte ni imagen que pueda preceder a este signo absoluto de la cristiandad. La Cruz de Guía no solo señala el inicio físico del cortejo: indica el rumbo, el sentido, el espíritu. Es brújula y estandarte, principio y promesa, umbral y sentencia.
La Cruz de Guía: más que un símbolo, una declaración
Desde los primeros siglos del cristianismo, el signo de la cruz ha servido como marca identitaria de los creyentes, pero es en la solemnidad de la Semana Santa donde este signo cobra una densidad ritual insustituible. En Andalucía, la Cruz de Guía no se improvisa. Se labra, se dora, se enriquece, se hereda. Algunas cofradías la presentan en caoba tallada con apliques de orfebrería en plata sobredorada. Otras, más austeras, en maderas oscuras con simples remates metálicos. Pero todas portan en ella la misma intención: abrir paso a Cristo y a su Madre.
Como escribiera José María Javierre, en uno de sus más sentidos textos cofrades:
“Donde entra la Cruz, entra el Reino. Por donde pasa la Cruz, se redimen las calles.”
Faroles de acompañamiento: la luz que guía
A los lados de la Cruz de Guía, dos o más faroles de acompañamiento rompen la penumbra de las calles, anunciando con su luz trémula que algo sagrado se avecina. Estos faroles no son meros complementos decorativos: tienen un alto simbolismo. Representan la luz de la fe, la misma que guía al pueblo creyente por la senda del sacrificio y la esperanza.
Tradicionalmente se portan sobre astas plateadas o doradas, con cristal tallado o liso, y una vela o bombilla que permanece encendida durante todo el recorrido. Su presencia remite al Salmo 119:
“Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero.”
No es casual que sean los primeros elementos lumínicos del cortejo: la procesión no nace en la claridad del día, sino en el claroscuro del misterio.
Tras la Cruz, la cera: penitencia encendida
Inmediatamente después de la Cruz de Guía, en algunos casos incluso compartiendo plano visual, comienzan los tramos de nazarenos con sus cirios. La cera —blanca, roja, morada, tiniebla— no solo alumbra el paso: quema el tiempo, derrite la espera, deja regueros de oración sobre el asfalto. El color de la cera en cada cofradía suele tener un simbolismo particular:
Blanca: pureza y resurrección. Común en hermandades de gloria y tramos de vírgenes.
Roja: sangre y martirio. Suele acompañar al Cristo de la Pasión o a advocaciones dolorosas.
Morada: penitencia, recogimiento, espera.
Azul o verde: asociados a la Virgen, a veces como reflejo de sus colores corporativos.
Pero más allá de la estética, la cera es una ofrenda silenciosa. Cada nazareno porta su cirio no como una antorcha, sino como una vela votiva viva, que se consume lentamente al compás del paso y del corazón.
Incienso: la nube que anticipa la presencia
Aunque suele aparecer más adelante, en el cuerpo de acólitos, el incienso merece mención especial por ser uno de los elementos más antiguos y espiritualmente intensos del cortejo. Desde el Antiguo Testamento hasta el Apocalipsis, el incienso se asocia con la oración que sube al cielo. Su humo blanco, flotando entre los balcones, convierte las calles en un templo abierto.
“El incienso huele a Dios”, decía el poeta onubense Juan Ramón Jiménez, y no le faltaba razón. Porque allí donde huele a incienso, la mirada se eleva, el alma se aquieta y el espíritu se arrodilla.
Composición del primer tramo
No todas las cofradías configuran igual su cabecera, pero en general, el orden sigue este esquema:
Bocina (en algunas corporaciones, como las sevillanas)
instrumento ornamental y ceremonial, portado por un hermano con traje especial, recuerda la voz del profeta que anuncia el camino del Señor.
Cruz de Guía
siempre en el centro, con porte firme y reverente.
Faroles de acompañamiento
a ambos lados de la cruz, formando un tríptico de fe.
Tramo de nazarenos con cirios
los primeros penitentes, casi siempre los más jóvenes o veteranos.
Estandartes corporativos o banderas
que reflejan el origen, historia o advocación titular de la hermandad.
Significado espiritual del inicio
La cabeza del cortejo es, en cierto modo, la frontera entre lo profano y lo sagrado. La ciudad se convierte en Jerusalén. El suelo es camino de Calvario. Las esquinas son estaciones de un viacrucis íntimo. Todo comienza con la Cruz. Con esa cruz que también lleva el nazareno bajo la túnica, el costalero en su cuello, la madre en su rezo, el músico en su pentagrama, el fiel en su espera. Por eso el principio del cortejo no es solo un elemento estético o ceremonial: es la proclamación misma de la fe.
Los tramos de nazarenos: luz, silencio y penitencia
“Quien ve una hilera de nazarenos en silencio, con la cera encendida y la mirada perdida bajo el antifaz, no está viendo una fila: está viendo un clamor mudo, una oración de cera y tela que asciende al cielo.”
– Francisco Molina Muñoz
Si la Cruz de Guía señala el camino y abre la marcha con solemnidad, los nazarenos son el verdadero corazón latente del cortejo. Son, sin duda, su parte más numerosa y —para quien sabe mirar— la más profunda. Ellos, con su paso lento, su mirada oculta, su voto silencioso, representan al pueblo penitente, al fiel anónimo que, lejos de todo protagonismo, se funde en la túnica y se hace súplica viviente.
Nazarenos: la fe encarnada en silencio
El nazareno no desfila. El nazareno no pasea. El nazareno camina por dentro. Bajo el antifaz no hay rostro: hay historia. Una promesa cumplida. Un agradecimiento por un favor recibido. Una petición que aún supura. Cada paso, cada gota de cera, cada curva doblada en silencio, es una plegaria sin pronunciar.
La tradición de los nazarenos con túnica y capirote (o capuz) nace en la espiritualidad medieval, donde los penitentes públicos cubrían su rostro en señal de humildad. Hoy, ese anonimato sigue siendo pilar esencial del cortejo: nadie sabe quién marcha delante ni quién lo hace detrás. La procesión nivela, iguala, purifica.
“Caminar sin ser visto, orar sin ser oído, llorar sin ser mirado: tal es la nobleza del penitente.”
– Fray Justo Pérez de Urbel
El hábito nazareno: teología en tela
El traje del nazareno no es un disfraz, ni una concesión estética. Es un signo litúrgico en movimiento. Cada cofradía establece sus colores y formas, pero todos comparten un mismo fondo: cubrir lo externo para manifestar lo interno.
Túnica: Larga hasta los tobillos, de tejido sobrio. Puede ser de terciopelo, sarga o algodón, según la tradición y el carácter de la hermandad. Su color suele estar relacionado con el misterio que se procesiona: morado para la penitencia, negro para el luto, blanco para la gloria, rojo para el martirio.
Capirote o capuz: Con o sin cartón, según el lugar. En Sevilla suele llevar el cartón rígido; en otras zonas, se prefiere sin él, cayendo sobre los hombros. Su altura, color y forma están reglamentadas en cada cofradía.
Cíngulo o fajín: Cuerda o banda que ciñe la cintura. A veces de esparto, a veces bordado. Representa el recogimiento interior y el dominio de uno mismo.
Guantes, calcetines, zapatos: Siempre negros, sin adornos. Nada debe llamar la atención sobre el cuerpo.
Escapulario o escudo: Muchos lo portan bordado en el pecho o colgando del cuello. Es la seña de identidad de la hermandad, pero también un acto de pertenencia espiritual.
El cirio: columna de fe encendida
El cirio que porta el nazareno no es solo una vela. Es columna votiva, llama de fe, tiempo que arde. Quema lentamente como lo hace el alma penitente. Al caer la cera sobre el pavimento, el suelo se convierte en altar.
Existen detalles que enriquecen el simbolismo:
Los niños portan cirios más cortos o farolillos.
En algunas cofradías, los tramos más cercanos al paso llevan cera de distinto color que los tramos iniciales.
Cuando el paso se detiene, los cirios se bajan al suelo. Cuando reanuda su marcha, los nazarenos los alzan al mismo compás.
Y todo esto sin hablar. Sin mirar. Sin gesticular. Porque el silencio es norma y mandato. Y, como bien se sabe en el mundo cofrade,
“El silencio no es ausencia de sonido: es presencia de Dios.”
La organización de los tramos
El tramo es la unidad básica del cuerpo de nazarenos. Se forma por filas de penitentes separados por insignias o hermanos con vara, que organizan la marcha.
Entre los elementos característicos de los tramos encontramos:
Guías o diputados de tramo: responsables del orden. Custodian la compostura, la cadencia, el respeto.
Monaguillos o niños de promesa: van al final del tramo o junto a sus padres, iniciándose en el rito desde la infancia.
El valor del anonimato
Detrás del antifaz puede ir un médico, un pastor, un joven recién convertido o un anciano de 90 años que lleva 60 salidas seguidas. Nadie lo sabe. Y así debe ser. Porque en el cortejo, todos son uno. Y ese uno es Cristo. La túnica borra diferencias, iguala vidas, nivela destinos.
“Cuando todos se cubren el rostro y caminan al mismo paso, es Dios quien guía sus pies.”
– Anónimo cordobés, siglo XIX
El tramo como ofrenda
Hay quien recorre los tramos por promesa, quien lo hace por costumbre, quien lleva una foto en el pecho o un nombre en el corazón. Hay quien entra en la fila por primera vez y quien lo hace por última. Hay quien no aguanta el capirote y quien no puede quitárselo jamás.
Pero todos ellos, desde el primero al último, conforman una ofrenda común, una manifestación viva de fe que no necesita discurso. Solo cera, túnica, silencio y paso.
Insignias, banderas, estandartes y varas: heráldica de la fe
Funciones simbólicas y prácticas:
Señalan el avance del paso, como si fueran antorchas en medio del desierto.
Al elevarse, indican que el paso va a levantar el vuelo.
Su encendido recuerda la presencia real de Cristo —incluso si el paso representa a la Virgen—, porque la Virgen lleva a Cristo en su seno, o en su regazo, o en su ausencia.
Los ciriales no se portan a la ligera:cada uno es una llama visible del altar mayor que ahora se extiende por la ciudad.
“Cada insignia que cruza la calle es un libro abierto de la historia de la cofradía, un pergamino bordado con siglos de devoción.”
– Francisco Molina Muñoz
En una procesión de Semana Santa en Andalucía, nada es casual. Cada insignia, cada paño bordado, cada asta labrada y cada remate de vara, tiene un porqué, un cuándo y un para qué. Lo que pudiera parecer un simple adorno ceremonial es, en realidad, una teología del símbolo, un catecismo de terciopelo y oro, un relato visual del espíritu y la historia de la hermandad.
Insignias: la palabra hecha bordado
Las insignias procesionales son más que elementos ornamentales: son emblemas de fe y documentos devocionales. Portadas por hermanos designados —muchas veces con años de antigüedad—, marcan los tramos del cortejo, separan espacios simbólicos y elevan el relato visual de la procesión.
Algunas de las insignias más representativas:
Cruz parroquial:
De gran altura, suele ir acompañada por dos ciriales. Representa el vínculo de la hermandad con la parroquia a la que pertenece. Su sola presencia recuerda que la cofradía no es ente independiente, sino que camina bajo la jurisdicción y amparo de la Iglesia.
Libro de Reglas:
Abierto o cerrado, y con cubiertas ricamente labradas, porta las normas por las que se rige la hermandad. Marcha con solemnidad, muchas veces escoltado por varas. Es símbolo de orden, fidelidad y continuidad.
Guion Sacramental:
En aquellas hermandades que tienen carácter sacramental, el guion es una joya bordada. Porta el símbolo del Santísimo Sacramento —la custodia o el pelícano eucarístico—, recordando la presencia real de Cristo en la Eucaristía.
Bandera Concepcionista:
Azul celeste y blanco, bordada con el símbolo mariano de la Inmaculada Concepción. Las hermandades que la portan se declaran defensoras de este dogma, mucho antes incluso de su proclamación oficial en 1854.
Estandartes marianos y cristológicos:
Representan a las advocaciones titulares. Llevan bordadas las imágenes, escudos o letanías, rodeadas de hojarasca, roleos, jarras, flores o elementos simbólicos.
Manga o bandera de la cofradía:
En muchas hermandades, ondea al viento una bandera con los colores corporativos. Es signo de identidad visible, como una señal de que esa familia de fe ha tomado la calle.
Las varas: autoridad y servicio
En las procesiones andaluzas, las varas no son bastones de mando: son símbolos de guía y custodia. Quien porta una vara no dirige al cortejo con autoritarismo, sino que lo sirve en silencio y lo acompaña con responsabilidad.
Varas de tramo:
En manos de los diputados o responsables. Indican el inicio y final de los grupos de nazarenos.
Varas de escolta:
Flanquean estandartes, insignias y, sobre todo, al Libro de Reglas. Suelen estar ricamente labradas en plata u orfebrería sobredorada.
Varas del cabildo de gobierno:
En manos del Hermano Mayor y su junta. Cada una suele estar personalizada con la insignia del cargo. El Hermano Mayor porta la más alta, con la efigie titular o el escudo principal.
“Una vara en la procesión no es privilegio, sino deber. No es medalla, sino báculo de servicio.”
– Padre Leonardo Castillo, O.P.
Significado visual y ritual
La disposición de las insignias no responde a criterios estéticos, sino litúrgicos. Cada una va colocada según el orden jerárquico, el simbolismo y el momento del cortejo:
Inicio del cortejo:
Cruz parroquial, guion concepcionista, bandera corporativa.
Tramos intermedios:
Libro de Reglas, estandartes, guiones marianos.
Cercanos al paso:
En torno a los acólitos y al cuerpo de ciriales, suelen ir las insignias más significativas.
Presidencia:
Hermano Mayor y junta de gobierno, portando sus varas, preceden directamente al paso o lo acompañan lateralmente.
Este reparto convierte el cortejo en un rosario visual, donde cada tramo reza con sus propias formas, donde cada insignia canta un versículo, y donde la historia viva de la hermandad se borda sobre el asfalto.
El bordado como catequesis
Los talleres de bordado andaluces no crean solo arte: tejen mística. El oro sobre el terciopelo no es lujo vacío, sino predicación silenciosa. Los hilos metálicos, el sedón de oro, las lentejuelas y canutillos, todo ello sirve para vestir la devoción de siglos con ropajes de eternidad.
No hay un solo bordado que no cuente una historia:
El jarrón con azucenas: María Virgen. El ancla: esperanza en medio del dolor. El Ave María: sello de identidad mariana. Las columnas salomónicas: firmeza en la fe. El pelícano eucarístico: Cristo que se da.
“Cuando el pueblo no sabía leer, los bordados hablaban por él.”
– José Sánchez Dubé, bordador sevillano
Heráldica de la fe
Toda cofradía posee un escudo, una heráldica sagrada donde se condensan siglos de historia, anhelos y misterios. Estos escudos, presentes en estandartes, cartelas, libros y túnicas, no son solo signos distintivos: son emblemas de pertenencia y fidelidad. Algunos incluyen la cruz de Santiago, la media luna, los clavos de Cristo, el corazón de María, las siete espadas del dolor… Todos ellos hablan de lo que esa cofradía ha querido defender y vivir desde su fundación.
Final del tramo: oración hecha orden
Los tramos de insignias son la columna vertebral del cortejo, y su belleza, medida y compostura son un reflejo de la vida interna de la hermandad. Ver una insignia bien portada, alineada, sin vaivenes ni prisas, es ver una cofradía que camina unida, que conoce su identidad y que honra su historia.
Acólitos y cuerpo litúrgico: la solemnidad del incienso y la luz
“Cuando el incienso sube en espirales y se encuentra con la luz de los ciriales, lo visible se vuelve misterio, y el asfalto se convierte en altar.”
– Francisco Molina Muñoz
Justo antes de que el paso se revele en la calle, antes de que la imagen sacra se descubra al pueblo que espera, aparece un grupo que no desfila: oficia. Porque los acólitos, con sus cirios, navetas e incensarios, no marchan como una sección más, sino como ministros del paso. Su andar no es solo estético: es litúrgico. Representan el templo que ha salido a la calle, el presbiterio en movimiento, la antesala del Sacramento que se encierra en cada imagen devocional.
Los acólitos: servidores del altar que camina
La palabra “acólito” viene del griego akolouthós, que significa “el que sigue”. Y eso hacen: seguir al Señor, sirviéndolo con luz, incienso y dignidad. En nuestras cofradías, estos hermanos —generalmente jóvenes, aunque no exclusivamente— visten túnica blanca o roquete sobre sotana, y acompañan el paso con exquisito decoro.
“Donde hay un acólito bien dispuesto, hay un alma dispuesta al culto.”
– Mons. Juan del Río, † arzobispo castrense
Son el puente entre la solemnidad del templo y la espiritualidad popular. Su caminar pausado, su mirada recogida, su forma de tomar el incensario o de presentar la naveta son una catequesis de gestos. Cuando se alinean bajo las trabajaderas, cuando alzan los cirios al toque de campana, todo adquiere un aire litúrgico y sagrado.
El cuerpo de ciriales: la luz del paso
Los ciriales son grandes candeleros de orfebrería, portados por acólitos que caminan en número par —usualmente cuatro o seis— delante del paso. Su disposición, su altura y la forma de elevarlos al paso marcan la cadencia del andar y la categoría ritual del cortejo.
Funciones simbólicas y prácticas:
Señalan el avance del paso, como si fueran antorchas en medio del desierto.
Al elevarse, indican que el paso va a levantar el vuelo.
Su encendido recuerda la presencia real de Cristo —incluso si el paso representa a la Virgen—, porque la Virgen lleva a Cristo en su seno, o en su regazo, o en su ausencia.
Los ciriales no se portan a la ligera:cada uno es una llama visible del altar mayor que ahora se extiende por la ciudad.
El incienso: perfume de eternidad
El incienso no adorna: consagra. En la liturgia, el humo que asciende representa la oración que se eleva hacia Dios, como ya canta el salmista:
“Suba mi oración como incienso en tu presencia” (Sal 141, 2).
En la procesión, el incienso cumple la misma función. Precede a la imagen, la envuelve, la protege, la distingue. Pero también, perfuma al pueblo, penetra los sentidos, detiene el tiempo.
Elementos del cuerpo de incensarios:
Turiferarios o turibuleros: los que portan el incensario (turíbulo).
Naveteros: quienes portan la naveta con el incienso bendecido.
Incensación ritual:
Se realiza al paso del titular, al llegar a templos o conventos, al inicio de la procesión, y en puntos destacados del recorrido. Cada movimiento, cada giro de muñeca, cada cadencia del metal es parte de una liturgia no escrita, pero rigurosamente aprendida.
El incienso embriaga y une: hace de la calle una nave catedralicia. Y si se mezcla con el olor de los naranjos, romeros o arrayanes, con la humedad de la madrugada o con la cera derretida… entonces nace el verdadero aroma de la Semana Santa.
Luz, humo, campana: la sinfonía previa
Cuando se acercan los acólitos, la calle cambia. Hay un silencio que se adelanta al paso, una inquietud de lo inminente. La luz de los ciriales refleja en los balcones, el incienso comienza a velar las primeras miradas de la imagen y, de pronto, suena el golpe, siempre seco, del “llamaor” o el tañido metálico de la campana. Esa trilogía de luz, humo y bronce anuncia que lo divino está por hacerse carne… o madera, en este caso.
“Cuando llegan los ciriales, el alma del pueblo ya está en pie.”
– Antonio Burgos
Estética y profundidad
El cuerpo litúrgico de acólitos suele ser, por su vistosidad y colocación, uno de los focos más fotografiados del cortejo. Pero no debe caer en la superficialidad. Su seriedad, compostura y formación son esenciales. Una hermandad que cuida a sus acólitos está formando a sus futuros hermanos mayores.
Por eso, muchas cofradías miman esta sección:
Ensayos previos con instrucciones claras.
Ropa limpia, impoluta, bien planchada.
Formación litúrgica básica: para saber por qué y cómo se hace cada gesto.
Respeto absoluto al silencio y la actitud.
Porque un incensario que se balancea sin compás, o un cirial que se tambalea, puede romper el encanto. Pero uno bien alzado y una nube bien lanzada son la gloria anticipada del paso que ya viene.
Las campanas del silencio
El toque de campana o del “llamaor” del paso es otro signo litúrgico no verbal. Cada llamada del capataz es una orden que se oye con el corazón. Y los acólitos, que preceden el movimiento, son cómplices de ese instante de resurrección ritual.
Un golpe. Los ciriales se alzan.
Otro golpe. El incienso se detiene en el aire.
Y entonces… la imagen avanza como un sacramento entre faroles, luz y música.
El paso: trono, símbolo y latido del pueblo
“El paso no camina: flota. No pisa: acaricia. No avanza: conquista. Y lo hace porque debajo late el pulso invisible del costalero que convierte la madera en ofrenda.”
— Francisco Molina Muñoz
Cuando se aproxima el paso, no es solo una imagen la que llega: es la historia de un barrio, la fe de un pueblo, el arte de un siglo, la súplica de una madre. Cada paso es un altar en movimiento, una custodia sin oro que encierra el tesoro del alma andaluza. Hay pasos que emocionan por su sobriedad, otros por su opulencia, y otros —los verdaderamente grandes— porque, simplemente, parecen no tocar el suelo.
¿Qué es un paso?
Desde el punto de vista técnico, el paso es la estructura sobre la que se porta la imagen sagrada. Pero para quien ha nacido en el sur, el paso es mucho más que un trono:
Es la custodia del dolor de María,
El camino de la redención de Cristo,
El monumento vivo de nuestra fe.
Cada paso tiene alma propia: la suma de orfebres, tallistas, bordadores, floristas, capataces y costaleros que han ido dotándolo de expresión, peso y presencia.
Partes fundamentales del paso
La mesa o parihuela: Estructura interna, generalmente metálica o de madera, sobre la que se apoya el conjunto. Es el alma invisible del paso, diseñada para resistir y equilibrar.
Los respiraderos: Revestimientos laterales ricamente tallados o bordados. Dejan pasar el aire y permiten vislumbrar, discretamente, a los costaleros. Son como el encaje de la túnica del trono.
La canastilla: Parte superior, que enmarca la imagen. Aquí se aprecian los grandes relieves, los medallones, las cartelas con escenas bíblicas o emblemas cofrades. Es el cuerpo narrativo del paso.
La imagen titular: Es la razón de ser. Cristo o María en su advocación concreta, centro teológico y emocional del conjunto. La disposición de la imagen y su encaje con el paso definen la teología visual del misterio.
El exorno floral: Las flores no decoran: hablan. Claveles de pasión, lirios penitenciales, rosas marianas, nardos puros. Cada tonalidad, variedad y disposición tiene un mensaje, un simbolismo y una intención devocional.
La candelería y candelabros: En pasos de palio, la candelería frontal ilumina el rostro de la Virgen como un ocaso dorado. En pasos de misterio, los hachones crean climas de Getsemaní o Gólgota. La luz no solo alumbra: revela y acoge.
Los faldones: Tejidos bordados que cubren la parte baja del paso. Detrás de ellos, los relevos descansan o se preparan. Hay en ellos un velo de silencio, como si ocultaran el vientre del misterio.
Los costaleros: portadores de la fe
Por debajo de la estructura del paso, están los costaleros. Son los guardianes invisibles, los que sostienen el peso del paso y, por tanto, de la devoción. Aunque sus caras no se ven, sus esfuerzos son visibles, pues el trabajo de los costaleros es un reflejo de sacrificio y devoción.
“El costalero no solo carga con el peso de un paso, sino con la historia de la hermandad y la esperanza de todo un pueblo.”
– Antonio García Sánchez, costalero sevillano
Los costaleros se distribuyen en grupos de manera que cada uno de ellos se encarga de un punto específico del paso, para que el peso se reparta equitativamente. El “cargar” no es solo un esfuerzo físico, sino también un acto de fe. En la oscuridad de la madrugada, o en la calidez del mediodía, el sudor, el esfuerzo y la devoción se funden en un solo latido: el del pueblo que acompaña a su imagen.
El costalero no es solo un trabajador. Es, sobre todo, un devoto que, con su esfuerzo, busca compartir el sacrificio de Cristo o la pena de la Virgen, como un acto redentor.
“No hay honor más grande que ser la columna que no se ve.”
— Capataz Antonio Santiago
Tipos de carga:
Costalero (sevillano): Carga con el cuello, a través del costal, que distribuye el peso.
Hornero (granadino): Carga con el hombro, muy vinculado al estilo clásico de la capital nazarí.
Cargador (gaditano): Estilo más marinero, con su andar mecido y compacto.
Cada cuadrilla tiene sus propios códigos, llamadas, marchas, toques de martillo. Pero en todas se respira la misma mística: la del que se hace Cristo sin rostro bajo la trabajadera.
El capataz: la voz que guía su cuadrilla
El capataz no manda: convoca. Es el que traduce la voluntad del paso en movimiento. La campana no suena si su pulso no está limpio. Su voz es báculo y consigna. Puede ser recia, suave, poética, militar o sentida, pero debe ser siempre justa, firme y entregada.
“¡Vámonos valientes, que esta levantá va por los que ya no están!”
— Llamada escuchada en San Lorenzo, Sevilla, en 2023
El capataz conoce a sus hombres, sabe cuándo uno está roto, cuándo hay que tirar de casta o cuándo hay que andar con dulzura. Bajo su martillo late también la historia de la cuadrilla, su identidad y su promesa cumplida.
Marchas procesionales: la música del alma
Nada hay tan íntimamente ligado al paso como la música cofrade. Una marcha bien interpretada puede elevar el paso como si flotara. La música sugiere, acompaña, detiene o impulsa. Y el costalero sabe leerla con los hombros.
Cristo del Amor, de Farfán: sobriedad orante.
Amarguras, de Font de Anta: oración pura.
Mi Amargura, de Víctor Ferrer: lirismo mariano.
La Madrugá, de Abel Moreno: mística total.
La sinergia entre banda, capataz y cuadrilla es un arte que no se ensaya: se vive.
El paso como altar, como casa, como patria
Cada paso es:
Altar, porque consagra la ciudad al misterio.
Casa, porque lleva en su seno los ruegos de un pueblo.
Patria, porque es bandera, emblema y escudo de una devoción.
Y cuando pasa por calles estrechas, cuando gira en silencio ante un convento, cuando se detiene ante un hospital, entonces no es madera ni flor: es sacramento popular.
La música del cortejo: el alma que camina al compás
“El incienso sube al cielo, pero la música... la música nos penetra hasta los huesos. Nos arrebata, nos rompe, nos levanta. La marcha no se escucha, se siente. Se lleva dentro. Se pisa con el paso.”
– Francisco Molina Muñoz
La música de una procesión no es un adorno. Es la palabra que no se dice, el susurro del alma colectiva de un pueblo que se expresa, no con gritos, sino con marchas fúnebres, con toques de tambor, con cornetas que desgarran el silencio. La música conduce el cortejo, le da vida, lo conmueve, lo eleva.
Un lenguaje espiritual
La música procesional no se improvisa. Cada marcha, cada compás, está cuidadosamente elegido para acompañar el carácter del titular y el sentimiento de la cofradía. El repertorio cambia si el paso es de Cristo o de Virgen, si se trata de una estación penitencial silenciosa o de un cortejo triunfal.
Existen tres grandes estilos musicales que acompañan nuestras procesiones:
Banda de Cornetas y Tambores
De inspiración castrense, con un carácter más marcial y sonoro. Perfecta para pasos de misterio o crucificados que evocan la pasión y el sacrificio. Las cornetas desgarran el aire como lo haría el grito de María al pie de la cruz. Son marchas de fuerza, dramatismo y solemnidad. Ejemplo: “La Pasión” de Tres Caídas.
Agrupación Musical
Mezcla el metal con melodías más dulces, a veces acompañadas por instrumentos como el bombardino o el fliscorno. Permiten una mayor expresión melódica. Son perfectas para momentos intermedios de la procesión, donde la emoción no es solo llanto, sino también esperanza y ternura. Ejemplo: “Alma de Dios” o “Costalero”.
Banda de Música (Banda de palio)
Formadas por instrumentos de viento madera y metal, estas bandas aportan un carácter más lírico y majestuoso. Acompañan a los pasos de Virgen bajo palio. Sus marchas envuelven la escena en un aura de belleza, recogimiento y dulzura. Algunas, como “Amarguras” o “Reina del Valle”, son auténticos himnos del alma cofrade.
Marchas que cuentan historias
Cada marcha procesional narra un misterio, un pasaje evangélico, una devoción mariana, un momento concreto de la pasión. No es raro que una misma imagen tenga marchas compuestas en su honor, y que estas sean interpretadas con emoción contenida en los momentos más significativos.
“Cuando suena una marcha que el pueblo reconoce, no es solo música; es una historia compartida que vuelve a vivirse. Es la lágrima de la abuela, el suspiro del costalero, el silencio del niño que aprende a mirar hacia el cielo.”
Las marchas no se eligen al azar. Hay cofradías que cuidan al detalle qué marcha debe sonar en cada calle, en cada esquina emblemática, en cada entrada o recogida. No se trata de espectáculo: se trata de ritual, de liturgia musical.
El papel de las bandas: custodios del alma sonora
Las bandas de música que acompañan a las procesiones no son solo músicos. Son hermandades paralelas, custodios del alma sonora de nuestras calles en Semana Santa. Ensayan durante meses. Recorren kilómetros. Tocan horas bajo el sol, o en la noche fría. Pero lo hacen con una devoción inquebrantable, con el orgullo de ser parte del latido colectivo.
En Andalucía, algunas formaciones gozan de renombre nacional: Tres Caídas de Triana, Presentación al Pueblo de Dos Hermanas, La Pasión de Linares, Rosario de Cádiz, Santa Ana de Dos Hermanas, entre muchas otras. Son auténticas escuelas de devoción y disciplina.
Además, cada vez más municipios cuentan con bandas propias, lo cual refuerza el carácter local y el orgullo cofrade. La música ya no solo se exporta de Sevilla o Córdoba; se forja en cada rincón donde hay jóvenes que quieren tocar para su Cristo o su Virgen.
Música sin banda: la saeta y el silencio
Pero hay momentos en los que la música calla, y el alma grita. En esos instantes, irrumpe la saeta.
La saeta andaluza, ese rezo desgarrado que se lanza desde un balcón o una acera, no es solo canto. Es oración viva, plegaria popular, lamento íntimo que no sigue pentagramas. Es arte improvisado con acento de pueblo, que hace llorar a quien la escucha con el corazón abierto.
“¡Al cielo con ella! …”, grita el cantaor. Y la Virgen, envuelta en lágrimas y flores, parece elevarse, mecida por los compases de la emoción.
Y hay veces —no pocas— donde la música más profunda es el silencio. El silencio de un paso que avanza sin bandas, entre cirios encendidos, con solo el roce de las zapatillas sobre el suelo y el gemido de las trabajaderas. Ese silencio es también música: la música del alma en recogimiento.
Música y pueblo: compás compartido
En definitiva, la música no adorna el cortejo: lo encarna, lo da cuerpo y espíritu. La marcha guía el paso del costalero, envuelve al nazareno en una atmósfera de recogimiento, y despierta al pueblo que observa, reza, llora o simplemente se deja arrastrar por la marea sonora.
La Semana Santa sin música sería un cuerpo sin alma. Un corazón sin latido. Porque cuando la marcha suena y el paso se alza, todo un pueblo camina al compás de su fe.
El pueblo fiel: la marea silenciosa que sostiene el cortejo
“Una procesión no la hacen solo sus nazarenos ni sus costaleros. La procesión la hace la calle, la acera, el balcón, la lágrima que asoma, el silencio que contiene, la promesa que se renueva con los años. El pueblo que espera... también es parte del cortejo.”
— Francisco Molina Muñoz
Detrás de cada cirio encendido, de cada incensario balanceante, de cada marcha interpretada con solemnidad, hay una multitud que no desfila, pero camina por dentro. Son miles los que no portan insignias, pero sí intenciones, los que no tienen vara, pero sí fe. Son los que esperan, los que rezan, los que lloran, los que se santiguan cuando el paso cruza ante su mirada temblorosa.
La Semana Santa no solo se organiza: se vive. Y esa vivencia popular tiene su lugar privilegiado en las aceras, en las esquinas de siempre, en los portales adornados con colchas antiguas, en los corazones que laten al paso del palio.
El pueblo como custodio de la emoción
El pueblo andaluz no asiste a la procesión como espectador, sino como partícipe activo de la liturgia popular. Su silencio es oración. Su aplauso, ofrenda. Su lágrima, incienso invisible. La devoción que se derrama desde la acera no es menos sagrada que la que camina bajo antifaz o costal.
“La Virgen no mira solo al frente. Mira también hacia abajo. Y en ese niño que la observa, en esa anciana que la llama ‘Reina’, en ese hombre que se descubre y susurra ‘gracias’, encuentra también su gloria.”
La fe no siempre viste de estatutos. A veces se presenta descalza, con ojos de niño o manos de madre. A veces se queda quieta, detrás de una reja o en lo alto de un balcón, esperando el paso de Dios hecho madera y flor.
Los balcones: altares en las alturas
En muchos rincones de Andalucía, los balcones se convierten en tribunas del alma, desde donde el rezo se hace pétalo, se hace lágrima, se hace canto. Las colgaduras de terciopelo, las mantillas blancas, las macetas con claveles rojos, las velas encendidas: todo prepara el paso, no solo exterior, sino interior, de la cofradía por el corazón del barrio.
Desde ellos se lanzan saetas, se esparcen pétalos, se aguardan años. El balcón también es templo.
El pueblo que madruga y el que no se va
La procesión comienza muchas horas antes de que suene el primer tambor. Hay quien madruga para verla salir, y quien espera la madrugada para verla volver. Hay quien se coloca en el mismo sitio cada año, quien lleva a sus hijos, quien recuerda a sus muertos.
La espera forma parte del rito. En la espera hay tiempo para la reflexión, para el rezo silencioso, para el repaso íntimo de heridas y anhelos.
“Mi madre se sentaba aquí desde niña. Yo me siento ahora con mi hija. Y cuando pase la Virgen, le contaré que ella me enseñó a mirarla en silencio.”
— Testimonio recogido en Padul, Viernes Santo
Promesas y ofrendas
No todos los que siguen la procesión lo hacen por costumbre o estética. Muchos lo hacen por promesa, por agradecimiento, por súplica, por una fe que no necesita gritarse, pero que se arrodilla cuando pasa el paso.
Se ven rostros demacrados, cuerpos debilitados, ancianos apoyados en sus nietos, madres con pañuelos blancos. Todos ellos han entregado algo. Y cuando el Señor o la Virgen pasan, sus ojos no buscan lo artístico, sino lo eterno.
El silencio que estremece
Hay instantes —únicos, fugaces, prodigiosos— en los que la calle entera calla. Ni un grito, ni una cámara, ni un niño. Solo el crujir de las trabajaderas, el roce de las alpargatas, el golpe seco del martillo.
Ese silencio, tan difícil de conseguir en nuestra época, es el mayor acto de devoción colectiva. El pueblo sabe cuándo debe callar, y lo hace con una solemnidad que ni los templos alcanzan.
“En ese silencio, Dios pasa. Y nadie necesita decirlo: todos lo saben.”
Los que se marchan, los que nos miran desde el cielo
Y hay quienes no pueden ya esperar en la esquina, ni mirar desde el balcón, ni besar la medalla. Están en la memoria de sus familias, en la oración de sus viudas, en la mirada al cielo de un hijo que heredó la misma fe.
Muchos, al ver el paso, se persignan pensando en ellos. Porque en la Semana Santa también están los que no están.
“A mi madre le gustaba verla por aquí. Y cada año, cuando pasa, yo le hablo bajito. Sé que me escucha.”
Un pueblo que no falla
Ni la lluvia, ni el frío, ni las restricciones, ni los años oscuros han podido con la esperanza de un pueblo que espera volver a verla salir. El pueblo fiel no tiene estatutos, pero sí raíces. Y cuando pasa el cortejo, no aplaude un desfile: se abraza a su historia.
La recogida: cuando la emoción se hace silencio y la calle se queda vacía
“Y de pronto, todo se detiene. El palio se aleja lentamente, la candelería aún encendida parpadea como quien no quiere apagar su luz. La música se desvanece, el incienso se queda sin altar. Solo queda la calle en silencio... y un corazón lleno.”
— Francisco Molina Muñoz
La recogida de una procesión no es un simple regreso. No es una clausura, ni un trámite. Es el final litúrgico y emocional de un camino de fe compartido. El momento donde el templo se convierte en sepulcro, donde la acera se queda sola, donde el alma se hace nudo en la garganta y la cera aún caliente sobre el asfalto nos recuerda que el milagro ha pasado por nuestras calles.
El ritmo que se ralentiza
Conforme el cortejo se acerca a su templo, el paso se vuelve más lento, más solemne, más humano. La prisa de los primeros tramos desaparece. El andar del costalero se vuelve caricia. El andar de los ciriales, cadencia. Las voces se apagan y la emoción crece, se concentra, se aprieta como si quisiera quedarse un poco más.
Las bandas, si aún suenan, interpretan las marchas más íntimas, las que arrancan lágrimas sin permiso, las que tienen nombre de madre, de barrio o de dolor.
“Se va. La Virgen se va. Pero no queremos que se vaya aún.”
— Comentario espontáneo, recogido en la recogida de la Virgen de los Dolores, Padul.
Las últimas promesas, los últimos rezos
Se agolpan los últimos devotos. Los que no pudieron verla salir. Los que siempre la despiden. Los que llevan una flor, un rosario, una fotografía. Los que alzan al niño para que vea. Los que no tienen fuerzas para hablar, pero cruzan los dedos y piden, y agradecen, y lloran.
En ese instante, la calle se transforma en santuario. No hay palco, ni acera, ni fachada. Solo un pueblo de pie, sintiendo cómo se le marcha un pedazo de alma por la puerta sagrada.
La vuelta al templo: sepulcro y gloria
El regreso de una imagen no es una derrota: es un triunfo contenido. Como Cristo descendido del madero, o como María envuelta en silencio, la recogida es un acto de humildad, de fe cumplida, de misión realizada.
El paso se arrodilla, o se eleva, o gira sobre sí mismo. Y entonces ocurre: la emoción desbordada, el aplauso sostenido, el grito de un saetero valiente, el redoble contenido de la banda que se despide sin palabras.
A veces entra sola, sin música. Solo el crujir de la madera. Otras, el órgano del templo se funde con el canto de un pueblo que no cabe en sí. Hay recogidas que son eternas, como si nadie quisiera cerrar la puerta del cielo.
La calle vacía: el poso del milagro
Y cuando por fin la puerta se cierra y el cortejo se disuelve, queda el vacío.
La acera donde lloró una madre. El rincón donde un niño gritó “¡guapa!”. La baranda donde una abuela se santiguó. Todo queda quieto, inmóvil, como después de un terremoto del alma.
El incienso aún flota. La cera aún humea. Los que se quedan, no se marchan del todo. Lo hacen despacio, en silencio, como quien vuelve de un sueño, como quien necesita horas para entender lo que ha sentido.
“No sé explicarlo. Solo sé que lo necesito. Cada año. Cada noche. Cada paso.”
— Hermano veterano, tras la recogida del Nazareno.
El principio de todo
Y es aquí, en la recogida, donde la Semana Santa comienza de nuevo. Porque lo que entra en el templo no es el fin: es la semilla de un nuevo año de fe, de trabajo, de espera.
Los cirios apagados se guardan. Las flores marchitas se reparten. Los trajes se lavan. Los instrumentos se guardan. Pero el alma se queda encendida, más viva que nunca, soñando ya con el próximo año.
Y es que la calle vacía es el mayor testimonio de que Dios ha estado entre nosotros. El cortejo ha terminado, sí. Pero la devoción ha empezado otra vez.
Epílogo: Cuando pasa el cortejo
Hemos recorrido, paso a paso, los elementos que conforman una procesión andaluza, desde su cruz de guía hasta el último tambor que se apaga en la noche. Pero más allá de lo externo, hemos querido desnudar el alma de ese cortejo que no solo anda por las calles, sino por dentro de cada uno de nosotros.
Porque cada cirio, cada túnica, cada marcha, cada rezo, cada lágrima... forma parte del gran misterio que es la fe hecha calle, la pasión hecha pueblo, la salvación convertida en procesión.