De los martyria de Jerusalén a las criptas de Roma, cómo se estableció el culto a los restos santos y su materialización litúrgica
Dra. Elara Vance
Colaboradora cultural – Padul Cofrade
Leiden (Países Bajos), 11 de agosto de 2025
En los albores del cristianismo, la fe no se aferraba solo a las palabras: se enterraba en tierra, se adhería al hueso, se sellaba en tumbas. Este ensayo recorre la evolución del culto a las reliquias desde sus raíces arqueológicas en Palestina hasta su institucionalización en las catacumbas y basílicas del Imperio Romano tardío, iluminando cómo la corporeidad de los mártires configuró una teología devocional centrada en la presencia tangible de lo sagrado.
I. El origen material del testimonio: los martyria en Tierra Santa
La voz latinamartyrium (pl.: martyria) del griego martyrion (μαρτυριον) que significa 'testimonio', españolizada a 'martirio', se usa para describir un tipo de edificación religiosa construida en “un lugar que da testimonio de la fe cristiana, sea por referencia a un acontecimiento de la vida de Cristo[] o por acoger el sepulcro de un mártir”.
Maqueta que reproduce el aspecto que tendría San Gereón de Colonia en el siglo V https://shre.ink/tifU
Los primeros lugares de veneración cristiana fueron simples, improvisados, cargados de urgencia y persecución. Las tumbas de los mártires —especialmente en Jerusalén, como las de San Esteban o el supuesto Gólgota— no sólo eran puntos de reunión espiritual, sino que cimentaban el espacio físico donde se afirmaba la victoria de la fe sobre la muerte.
Arqueológicamente, los martyria —estructuras conmemorativas construidas sobre sepulcros— representan las primeras cristalizaciones litúrgicas del culto a los cuerpos santos. La basílica constantiniana del Santo Sepulcro (siglo IV), con su edículo y su rotonda anastásica, marca el paso de la memoria oral al monumento físico.
"No buscamos simplemente la verdad de los hechos, sino la persistencia de la fe en el polvo de los siglos." — Excavaciones de la Custodia Franciscana, 1936-1940.
Exterior de la Iglesia del Santo Sepulcro con las cúpulas de la Rotonda
(izquierda) y el Catolicón (derecha).
Iglesia del Santo Sepulcro
La iglesia del Santo Sepulcro se abre a un amplio patio. Junto a ella se alza una torre que actualmente tiene la mitad de su altura original. En la fachada, bajo una ventana, se aprecia la llamada «escalera inamovible», situada allí desde el año 1757.
La cúpula de la rotonda es la parte central y más importante de la iglesia del Santo Sepulcro
La cúpula cubre el Edículo (en la imagen), donde la tradición sitúa la tumba de Cristo y el lugar de su resurrección.
En el siglo IV, el emperador Constantino hizo construir una espléndida basílica en las afueras de Jerusalén,
en el lugar donde la tradición situaba la crucifixión, entierro y resurrección de Jesucristo.
Fuente: National Geographic Historia (https://shre.ink/ti8I)
II. De los mártires al martyrion: Jerusalén y la sacralización del espacio
En los primeros siglos del cristianismo, cuando la memoria se tejía todavía sobre la arena de la persecución y la esperanza, el cuerpo del mártir no era solo una evidencia del testimonio (martyrion), sino el centro de gravedad de una nueva geografía sagrada. Antes incluso de la codificación teológica de las reliquias, las comunidades cristianas comenzaron a fijar su devoción en los lugares donde la sangre había sido derramada, donde el sacrificio corporal se unía a la topografía, generando un espacio litúrgico de referencia: el martyrion.
Jerusalén: la primera geografía de la memoria
La ciudad santa, matriz de la pasión de Cristo y teatro de las primeras persecuciones, se convirtió en el laboratorio de una praxis que unía tierra y cuerpo, relato e inscripción física. Los martyria no eran simplemente tumbas o monumentos funerarios, sino lugares de irradiación devocional donde el espacio se cargaba de presencia y se ritualizaba. El sepulcro vacío de Jesús, la roca del Calvario, el Gólgota o el Monte de los Olivos se transformaron en referentes litúrgicos que ya en el siglo IV atrajeron a peregrinos de todo el orbe cristiano.
La peregrina Egeria, en su céleita Itinerarium Egeriae (ca. 381-384), describe con precisión cómo las celebraciones litúrgicas en Jerusalén no solo se desarrollaban en torno al tiempo, sino al lugar: “Todo lo que se lee en la Escritura que se hizo en tal o cual lugar, eso mismo se celebra allí con himnos, antífonas y lecturas” (Itinerarium, 25.3). Así se consolida una devoción espacial que integra el gesto, la palabra y el recuerdo corporalizado.
Constantino y la monumentalización del culto
La irrupción del cristianismo como religión imperial bajo Constantino supuso una transformación decisiva del culto relicario. La madre del emperador, Santa Elena, inicia hacia el año 326 un ambicioso programa de localización y edificación sobre los lugares santos, identificando los restos de la Vera Cruz y promoviendo la construcción del complejo del Santo Sepulcro, cuyo anastasis o rotonda sobre la tumba de Cristo será el modelo canónico de martyrion durante siglos.
Constantino y Helena
Icono griego del siglo XV. Museo Nacional Alemán, Núremberg. https://shre.ink/ti8I
Este modelo —una arquitectura que envuelve, exalta y canaliza el cuerpo o el lugar corporal de la revelación— introduce una materialidad sacra que pronto se expandirá por todo el mundo cristiano. Jerusalén, en este sentido, no solo fue objeto de veneración, sino modelo litúrgico: sus martyria inspiraron la disposición de altares, las rutas de peregrinación y la construcción de nuevos centros de culto en torno a reliquias o recuerdos corporales.
Martyria sin cuerpos
Es crucial señalar que muchos de estos martyria no albergaban restos físicos —como es el caso del Santo Sepulcro, vacío por definición—, lo que demuestra que la topografía de la pasión podía bastar por sí sola como reliquia. Pero en paralelo, comenzó a gestarse un movimiento de valorización de los restos físicos de mártires —cuerpos enteros, fragmentos óseos, sangre, vestiduras— que pronto generará un impulso traslaticio y multiplicador.
Jerusalén, por tanto, no solo es el origen del martirio cristiano, sino también la matriz espiritual y arquitectónica del culto corporal, uniendo los tres elementos fundamentales que caracterizarán la devoción a las reliquias: lugar, cuerpo y memoria ritualizada.
III. Catacumbas, cripta y testimonio: Roma y la arquitectura de la memoria
Desde el siglo II, Roma comenzó a configurar un paisaje subterráneo marcado por la presencia de los cuerpos de los mártires. Las catacumbas, auténticas redes funerarias talladas en la toba volcánica, no fueron solo lugares de enterramiento, sino también espacios de encuentro, oración y peregrinación. En ellas cristalizó una devoción que convertía el suelo en umbral de lo sagrado.
A diferencia del oriente cristiano, donde los martyria tendían a edificarse en superficie, el cristianismo latino asumió el subsuelo como lugar privilegiado para custodiar los restos de quienes habían entregado su vida por la fe. Este gesto tenía una fuerte carga simbólica: los cuerpos de los mártires eran semina ecclesiae, semillas de Iglesia, y su sepultura bajo tierra recordaba la espera activa de la resurrección.
Los cementerios paleocristianos como los de San Sebastián, San Calixto o Priscila pronto se transformaron en centros de culto. A partir del siglo IV, con el reconocimiento oficial del cristianismo tras el Edicto de Milán (313), estas catacumbas comenzaron a recibir no solo visitas, sino intervenciones arquitectónicas que permitieran la celebración litúrgica in situ. El locus sanctus se marcaba mediante un pequeño altar sobre la tumba, acompañado a menudo por pinturas murales con escenas bíblicas, inscripciones votivas o símbolos cripto-cristianos como el pez, la paloma o el crismón.
Un ejemplo paradigmático es el cubiculum de los Sacramentos, en la catacumba de San Calixto, donde aparece representada la fracción del pan, el bautismo y la resurrección de Lázaro: escenas que aluden al misterio pascual, núcleo de la teología del martirio. El testimonio del martirio no era solo muerte, sino signo eficaz de una vida transformada por Cristo.
Ya en el siglo V, con el traslado de muchas reliquias al interior de Roma por motivos de seguridad —ante las incursiones bárbaras—, las criptas ad sanctos adquirieron mayor protagonismo. Se multiplicaron los oratorios y basílicas construidas sobre tumbas sagradas. La arquitectura se adaptó al cuerpo: la cripta se volvió axial, colocándose bajo el altar mayor, para permitir la veneración directa de los restos, tal como ocurre en San Pedro del Vaticano o San Pablo Extramuros.
Basílica de San Pablo Extramuros en Roma
La Basílica de San Pablo Extramuros o San Paolo Fuori le Mura es la única
de las cuatro basílicas mayores de Roma que se encuentra fuera de las murallas Aurelianas. https://shre.ink/tigK
Esta arquitectura de la memoria modeló la relación física y emocional de los fieles con los santos. A través del contacto con la tumba, de las reliquias táctiles o de las lámparas votivas, se tejía una liturgia de la presencia. Las reliquias no eran objetos, sino presencias vivas que mediaban entre lo humano y lo divino, entre el hic et nunc del creyente y la eternidad de la gloria.
Figura 1.1
Detalle epigráfico sobre mármol blanco. Roma, s. III.
Epigrafía funeraria Las inscripciones funerarias constituyen “lo esencial de nuestro legado inscrito” https://shre.ink/tib7
IV. Traslaciones y fragmentaciones: el cuerpo como mapa sagrado
La devoción a las reliquias alcanzó un punto de inflexión cuando los cuerpos de los mártires comenzaron a ser trasladados —literalmente— de su lugar de descanso original a enclaves eclesiásticos más relevantes. Esta práctica, denominada translatio, no solo respondía a una necesidad pastoral o litúrgica, sino también a una lógica teológica y simbólica: el cuerpo santo no era un objeto estático, sino una entidad viva y poderosa cuya presencia debía irradiar santidad allí donde fuera necesaria.
Los primeros casos documentados de traslaciones se remontan al siglo IV, cuando ya se había establecido cierta tolerancia al cristianismo en el Imperio Romano. La translación de san Babilas de Antioquía (c. 351) al recinto de un antiguo templo pagano es un ejemplo paradigmático: su cuerpo fue colocado estratégicamente para neutralizar la influencia espiritual de un espacio idolátrico. Este gesto anticipa un patrón devocional que se expandirá por todo el Mediterráneo: la geografía sagrada se reconfigura, y las reliquias se convierten en los nuevos mojones del paisaje cristiano.
Fragmentación como multiplicación
La integridad del cuerpo no tardó en ceder ante la necesidad de extender la gracia. Lejos de verse como mutilación, la fragmentación del cadáver del santo —cráneo, falanges, costillas, polvo de hueso— fue interpretada como una forma de ubicuidad espiritual. La iglesia madre conservaba la cabeza, pero otras comunidades podían venerar una vértebra o una gota de sangre. El cuerpo del mártir, en cierto modo, se convertía en un mapa de gracia distribuido por el orbe cristiano.
La cartografía de estos desplazamientos se refleja en registros como el Itinerarium Burdigalense (c. 333), que describe los lugares santos del Oriente cristiano, o los primeros martyrologia latinos, que consignan las ubicaciones de las reliquias más veneradas. En Occidente, la práctica de introducir reliquias en los altares (una costumbre establecida ya en tiempos del papa Félix I, †274) reforzaba esta lógica: allí donde se consagraba una iglesia, debía reposar una presencia tangible de santidad.
Política de los cuerpos santos
Las traslaciones pronto se convirtieron en actos de alta política eclesiástica. Las ciudades competían por acoger cuerpos incorruptos, los monarcas fundaban monasterios sobre tumbas veneradas, y las diócesis pugnaban por la autenticidad de sus reliquias. Casos como el de san Marcos en Venecia (trasladado desde Alejandría en el siglo IX) o los complejos litigios por los restos de santa Catalina de Alejandría, revelan cómo el cuerpo santo se convirtió en un bien litúrgico, devocional y geopolítico.
En esa economía sagrada, la fragmentación no restaba valor, sino que lo multiplicaba. Una reliquia custodiada en una urna de plata, acompañada de documentación (authenticae), podía dotar a un templo rural de un prestigio inesperado. A través de estas traslaciones y particiones, el cuerpo devocional del mártir superaba los límites del tiempo y del espacio: no se trataba solo de recordar, sino de actualizar el milagro de su presencia.
"El cuerpo del santo actúa como axis mundi: donde reposa, el cielo toca la tierra" — Acta Martyrum, s. IV.
V. Iconografía y teología de lo fragmentario
La arqueología paleocristiana ha documentado cómo los relicarios evolucionaron de simples cajas a complejos contenedores simbólicos. El arca de San Cesáreo en Arlés, la lipsanoteca de Brescia o el feretrum de San Ambrosio en Milán combinan elementos escultóricos, inscripciones y compartimentos secretos.
Cuerpos de San Gervasio, San Ambrosio y San Protasio
Basílica de San Ambrosio, Milán 2009 https://shre.ink/tixJ
La fragmentación del cuerpo se convierte en metáfora de la comunión mística: cada fragmento contiene el todo. Esta noción, desarrollada por san Agustín y otros Padres de la Iglesia, legitima la proliferación de reliquias secundarias y objetos de contacto (brandea, exuviae, polvo de tumbas), muchos de los cuales han sido recuperados en excavaciones recientes.
Figura 1.2
Caja relicario en marfil. Museo di Santa Giulia, s. IV.
Lipsanoteca de Brescia
El cofre de Brescia, también llamado lipsanoteca de Brescia o relicario de Brescia,
es una caja de marfil, tal vez un relicario, de finales del siglo IV,
que se encuentra en el Museo de santa Julia en la iglesia de san Salvador en Brescia, Italia https://shre.ink/tiMB
VI. Custodias de carne y gloria: formas artísticas del relicario cristiano
El relicario, en cuanto objeto artístico y litúrgico, nace de una tensión teológica profunda: hacer visible lo invisible, contener lo inabarcable. Así como el cuerpo del mártir era venerado como presencia real de santidad, su conservación y exposición exigían una arquitectura material capaz de envolverlo con dignidad, reverencia y significación. Nacieron así las primeras custodias del santo: cajas, urnas, ampollas o cofres que no solo protegían físicamente el fragmento sagrado, sino que lo “mostraban” en un acto de epifanía ritual.
1. Los relicarios paleocristianos: la modestia simbólica
Los primeros relicarios conocidos, como los que custodiaban huesos de san Esteban o ampollas con polvo del Calvario, se realizaban en mármol o metales pobres. Eran pequeños, sin decoración profusa, muchas veces insertos en los altares mismos o empotrados en los muros de martyria o tituli. Lo importante era la función, no la forma. Sin embargo, ya desde el siglo IV encontramos una gradual sacralización de la estética: pequeños sarcófagos-relicario en alabastro o marfil, como el de san Lorenzo en Roma, comienzan a integrar escenas bíblicas, simbolismo e inscripciones.
2. El esplendor medieval: relicarios-monumento
Durante el románico y el gótico, el relicario se convierte en objeto teológico de alta complejidad artística. Al relicario se le da forma de figura humana, brazo, busto o incluso figura entera del santo (véase el relicario de San Baudime, siglo XII). En el Sacro Imperio, el relicario se convierte en una prolongación iconográfica del cuerpo glorioso: ojos de vidrio, manos esmaltadas, pliegues de oro que evocan la carne incorrupta. La intención ya no es ocultar el hueso, sino glorificarlo, envolverlo en materiales que subrayan su incorruptibilidad: oro, plata, esmalte, piedras preciosas.
Uno de los hitos de este periodo es la célebre reliquia del cráneo de san Juan Bautista en Amiens, contenida en una cabeza-relicario de plata y esmaltes champlevé que reproduce el rostro del santo en actitud gloriosa. Esta técnica de mimetismo icónico del cuerpo no solo acerca al fiel a la figura venerada, sino que “ancla” su presencia en el tiempo litúrgico mediante la visión y la forma.
3. Reliquias “visibles”: ampollas, lignum crucis y corporales
A partir del siglo XII se generaliza el uso de relicarios con elementos translúcidos —cristal de roca, vidrio veneciano o mica pulida— que permiten ver el contenido. Se buscaba el contacto ocular, la relación directa entre el cuerpo del fiel y el cuerpo del santo, incluso a través del “ver sin tocar”. Aquí destacan los relicarios de lignum crucis, cruzados con pequeños fragmentos de la supuesta cruz verdadera, dispuestos en cruces griegas, radiales o incluso dentro de ostensorios.
Lignum Crucis de Santo Toribio de Liébana
El Lignum Crucis, “madera de la cruz”, fue traído al monasterio de Santo Toribio de Liébana, Cantabria, junto a los restos de Santo Toribio de Astorga, en la Edad Media.
El Lignum Crucis es el trozo más grande de la cruz de Cristo, el brazo izquierdo.
Es de una especie de árbol de palestina y data de la época de Jesucristo. https://shre.ink/tZ5F
Un caso particular son las ampollas de sangre, especialmente en el sur de Italia (como las de san Jenaro en Nápoles), que incorporan líquido relicto en recipientes de vidrio sellado. La licuefacción de la sangre en determinadas fechas actúa como señal de presencia viva, resucitada, del mártir.
4. La Contrarreforma y el barroco: relicarios como altares en miniatura
El Concilio de Trento (1545-1563) definió con precisión la veneración de las reliquias como parte del culto legítimo, en oposición a su cuestionamiento por parte de los reformadores. Esto implicó un nuevo impulso a la creación de relicarios, ahora integrados dentro de retablos, camarines o vitrinas, con una teatralidad muy marcada. En este contexto aparecen los relicarios barrocos, profusamente ornamentados, donde el contenido se presenta rodeado de ángeles, nubes, estandartes o incluso relicarios con forma de sol, prefigurando el ostensorio eucarístico.
El relicario se convierte así en microcosmos litúrgico, un altar dentro del altar, donde la visión y la devoción confluyen en una experiencia estética intensa. Tal es el caso de los relicarios de las catacumbas romanas “adoptados” por cofradías centroeuropeas, en los que esqueletos enteros eran vestidos, enjoyados y dispuestos como mártires en tronos de madera dorada.
5. Persistencia y reinterpretación contemporánea
Aunque la época moderna ha relativizado el valor devocional de las reliquias, su culto no ha desaparecido. Las peregrinaciones a relicarios mayores (como la tumba de santa Teresa de Lisieux o el brazo de santa Teresa en Alba de Tormes) siguen movilizando afectos. El arte sacro contemporáneo ha interpretado el relicario de formas nuevas: desde urnas minimalistas hasta vitrinas acristaladas que preservan, casi museísticamente, los restos incorruptos.
La dualidad entre fe y materia, memoria e imagen, sigue latente. Como escribe G. Böhme, “el aura de lo sagrado persiste cuando un cuerpo —aunque fragmentado— se convierte en presencia”. Y es precisamente eso lo que el relicario cristiano logra: hacer del cuerpo disperso un signo íntegro de gloria.
Figura 1.3
Sarcófago paleocristiano reconvertido en relicario. s. IV-V.
Relicario decorado con escenas del Antiguo y Nuevo Testamento en bajorrelieves
Siglo IV Del monasterio de Santa Giulia, Italia. Brescia, Museo Cristiano https://shre.ink/titC
Hacer visible lo invisible. Memoria, materia y liturgia
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Las primeras reliquias no fueron objetos fríos ni artefactos rituales desligados del tiempo: fueron fragmentos vivos de una experiencia histórica, teológica y sensorial. La carne de los mártires, los lugares donde fueron enterrados, el polvo que cubría sus huesos, todo se cargó de un valor que trascendía la lógica material, sin dejar de pasar por ella. En los martyria de Jerusalén o en las catacumbas romanas no se veneraban simples restos humanos, sino presencias activas, puntos de conexión entre la Iglesia terrestre y la celeste, entre el presente comunitario y la eternidad prometida.
La arqueología nos permite hoy reconstruir ese mapa de lo sagrado que el cristianismo dibujó sobre la tierra: criptas, lápidas, loculi, grutas y edículos que fueron deviniendo memoria encarnada. La liturgia nació del suelo, de la tumba, del testimonio. Y las reliquias, en su forma primitiva, no fueron tanto piezas a contemplar como presencias que fundaban comunidad, historia y fe.
Bibliografía consultada y sugerida
Brown, Peter. The Cult of the Saints: Its Rise and Function in Latin Christianity. University of Chicago Press, 1981.
Delehaye, Hippolyte. The Legends of the Saints. Fordham University Press, 1907.
Grig, Lucy. Making Martyrs in Late Antiquity. Routledge, 2004.
Jensen, Robin M. Understanding Early Christian Art. Routledge, 2000.
Rebillard, Éric. The Care of the Dead in Late Antiquity. Cornell University Press, 2009.
Wilken, Robert L. The Land Called Holy: Palestine in Christian History and Thought. Yale University Press, 1992.
Cita patrística sobre el culto a los mártires:
“Nos postramos sobre las tumbas de los mártires no por adorar sus huesos, sino por honrar a Aquel que los glorificó.”
— San Jerónimo (Epístola 109, 1)
Nota de autoría
Este artículo forma parte de un estudio en curso sobre las prácticas devocionales y la sacralización de la materia en el cristianismo primitivo. Las referencias arqueológicas están basadas en documentación científica contrastada y publicaciones académicas de acceso público. Agradezco a los equipos de excavación de las catacumbas de Roma y de Jerusalén por su trabajo continuo y riguroso. Dra. Elara Vance