Pregón
pronunciado por Don José Sánchez Faba
Iglesia Parroquial de Santa María la Mayor
Año 1989
I.
INTRODUCCIÓN
Constituye
para mi un honor inmerecido y un motivo de profunda satisfacción
que se me haya designado para pronunciar este año
el pregón de Semana Santa de esta bella y entrañable
villa del Padul.
Un
pueblo resguardado tras las peñas desnudas de sus
montañas que se van elevando hacia las cumbres nevadas
de la Sierra y al que simbólicamente preside desde
lo alto, no un castillo guerrero sino un símbolo
de paz y amor universales: la cruz de la Atalaya, con su
madero vertical rasgando los cielos y el horizontal abrazando
al mundo. Un pueblo que despliega el encanto de sus avenidas,
de sus plazuelas de caprichosa geometría y de sus
calles recoletas y calladas, que descienden suavemente hacia
la fértil vega, coloreada por los verdes matices
de sus huertas y coronado por un cielo purismo, siempre
azul. Una tierra que une a la belleza de su entorno la hospitalidad
de sus gentes y la reciedumbre de su historia, bien acreditada
en ese memorable episodio de valor heroico que tuvo como
escenario la Casa Grande, en el que el Padul subrayó
al precio de su sangre su vocación cristiana y europea.
Porque
hoy, cuando hablamos de nuestra Andalucía, solemos
resaltar los valores Arabes que han quedado prendidas en
ella, después de ocho siglos de dominación
y convivencia. Y olvidamos fácilmente que Andalucía,
antes que mora fue romana y visigoda y desde tiempos de
Roma, cristiana. Hecho este que la diferencia totalmente
del mundo islámico y, al distinguirla religiosamente,
la separa cultural y hasta geográficamente del mundo
musulmán. Andalucía es europea porque es cristiana
y la idea de Europa se forja con el Cristianismo. A todo
lo largo de la Edad Media, cuando en la Península
Ibérica coexisten y luchan la Cristiandad y el Islam,
la frontera sur de Europa no es un accidente geográfico:
una cordillera, un río ni un estrecho. Es una frontera
viva, de hombres de guerra, de estandartes y de espadas.
Y cuando las huestes de San Fernando entran en Sevilla o
los Reyes Católicos toman Granada, Europa, como una
doncella enamorada, cabalga con nuestros caballeros a la
grupa de sus corceles.
En
esta villa cristiana la Semana Santa no es un simple festejo
ni una efemérides pasajera. Este pueblo sabe que
la tragedia de la Pasión y Muerte del Redentor es
un hecho no solo de ayer, sino de hoy y de siempre, porque
Cristo murrio y sufrió por todos los hombres. Y sabe
que para el cristiano todo el año es Semana Santa,
que si esta Semana grande debe servirnos para meditar sobre
los misterios mas grandes de nuestra fe, tenemos que proyectar
esa fe en todos los días de nuestra vida para que
cada uno de esos días sea al mismo tiempo Jueves
Santo de Amor fraterno, Viernes Santo de Cruz y Redención
y Domingo glorioso de nuestra resurrección.
II.
Generalidades.
Cae
la tarde del Viernes Santo y en las inmediaciones de la
Casa Grande se congregan las distintas Hermandades, prestas
a iniciar la procesión con recogimiento, entusiasmo
y fe. Un desfile que he constituido la ilusión de
todo el año para los cofrades, que se esfuerzan para
mejorar, año tras año, el esplendor de su
Semana pasional.
III.
Oración del Huerto.
Comienza
la procesión con el paso de la Oración del
Huerto. Tal vez sea este el momento de su vida terrena en
que Cristo, Dios y Hombre verdadero, se nos muestra mas
próximo a nosotros, mas hermano nuestro, cuando pide
al Padre que aparte de El ese cáliz, se es posible.
Como nosotros pedimos todos los dais a Dios que aparte de
nosotros, si es posible, el dolor, la enfermedad o el sufrimiento.
Y aunque parezca que el padre no ha escuchado la oración
del Hijo, si la escucha con amor y por eso, si no ha apartado
de sus labios el cáliz del dolor y de la muerte,
si le ha dado la fuerza necesaria para asumirlos.
IV.
La Flagelación.
Pasa
ante nosotros la flagelación. Algo que nos es ajeno
en absoluto. Porque todos nosotros estabamos allí,
en el Pretoria, mientras lo flagelaban, gritando iniquidades
contra el Justo. Cada uno de nuestros pecados es un azote
en el cuerpo de Cristo, una espina en su corona. Delante
de nuestros ojos, esa imagen patética de Cristo azotado
por dos sayones es un aldabonazo en nuestra conciencia,
para que sepamos hacernos dignos de su amor.
V.
Jesús Nazareno.
Pero
la flagelación es solo el principio de los tormentos
de Cristo. Vendrá después el simulacro de
juicio y la condena, algo en lo que todos hemos colaborado.
Judas, un hombre traidor -como nosotros- lo ha vendido;
Pedro, un hombre cobarde -como nosotros- lo ha negado; Pilatos,
un hombre hipócrita -como nosotros- ; los discípulos,
hombres inconstantes -como nosotros- lo han dejado solo.
Y
he aquí, como resultado de todo esto, a Jesús,
Nuestro Padre Jesús Nazareno a hombros de sus costaleros.
Con la frente ensangrentada por las espinas, con sus músculos
destrozados por los azotes, con el corazón rebosante
de amargura por los sufrimientos y las traiciones, Cristo,
cargado con el pesado madero, sube en silencio la cuesta
del Calvario.
Esos
labios que adoctrinaron a las muchedumbres, que calmaron
el furor de la tempestad, que hicieron salir a Lázaro
del sepulcro, que abrieron a la Humanidad en el Sermón
de la Montaña un panorama de infinita belleza, ahora
callan.
Señor
de la palabra, nunca ha sido mas elocuente tu voz que ahora,
que se ha tornado en un silencio de resonancias infinitas.
Cuantas
veces, Cristo, mi palabra hueca no es sino chimbado que
retiñe. Enséñanos a callar y obrar,
a ser con el testimonio, testigos de tu muerte y tu resurrección.
VI.
La Caída.
Ahora
pasa ante nosotros la imagen patética del Cristo
de las Tres Caídas, Cristo ha vacilado sobre sus
pies y después ha caído sobre el polvo. Pero
Cristo no ha caído sino para levantarse de nuevo.
Sus manos se agarran al madero, sus músculos se tensan
y la cruz vuelve a alzarse de nuevo empuñada por
un Dios, para mostrarnos a nosotros los flojos, los contumaces,
los inconstantes, que podemos levantarnos de nuevo de nuestras
caídas morales porque Cristo ha caído físicamente
tres veces, pero ya en la cima del Calvario.
VII.
Cristo Crucificado.
Cristo
en la cruz. Ya esta por fin, arriba, en el patíbulo.
Se llama Calvario o monte de la Calavera. Desde aquí
sus ojos verán un cielo limpio, azul, intacto. Pero
pronto unas nubes negras lo cubrirán todo mientras
los verdugos realizan a conciencia su trabajo.
Le
han clavado primero las manos. Esas manos que devolvieron
la vista a los ciegos, la fuerza a los tullidos, la limpieza
a los leprosos, la gracia a los pecadores, las manos que
multiplicaron los panes y los peces y que ayer mismo repartieron
el pan y el vino en una cena sin fin. Las manos que un dia
trazaran el gesto definitivo de separación: aquí,
a este lado, los justos, los que supieron entender y seguir
el mandamiento del amor; a esta otra parte los que no supieron
verte y amarte en los hermanos.
Ahora
los pies. Esos pies que fueron al templo y a la boda, a
Getsemani y al Tabor. Los pies que han recorrido todas las
sendas y atajos en busca de la oveja perdida.
Señor,
déjame abrazarme a tu Cruz; pero que mis manos y
mis pies no queden inmóviles hasta que mis manos
hayan restañado todas las heridas que la vida produzca
a mis hermanos. Que mis pies no queden parados mientras
haya una pena que consolar, un alma que rescatar, un sufrimiento
que mitigar. T que cuando mi tarea este concluida sepa yo,
como Tú, extenderme en la Cruz, con la cabeza muy
alta, mirando al Padre, con los brazos abiertos, abrazando
al mundo.
VIII.
La Virgen de las Angustias.
La
virgen de las Angustias refleja en su rostro bellísimo
todo el dolor de la Madre ante la muerte de su Hijo. Ella
nos dio a Jesús en Belén; nosotros se lo hemos
depositado de nuevo en su regazo. Tómalo, Madre,
te lo devolvemos: es el mismo que tu dormías en Belén.
Ahora también esta dormido: lo hemos conseguido nosotros,
le hemos cantado la canción del dolor y de la muerte.
IX.
Las Santas Mujeres.
Siguen
a la Virgen las Santas Mujeres. Mujeres que han sabido seguir
a Cristo hasta el pie de la Cruz, a diferencia de los discípulos,
que todos menos san Juan, han huido aterrorizados. Y ahora
acompañan a María para embalsamar y prestar
sus últimos auxilios al Crucificado.
Antes
que ellas ha desfilado también otra mujer singular,
cuya memoria nos ha transmitido la tradición. Una
mujer, la Verónica que presencia entre la multitud
el paso del condenado entre la crueldad y el alborozo del
populacho. Ella querría librar sus hombros de la
Cruz, arrancar de sus sienes las espinas que trazan sobre
su rostro regueros de sangre. No puede hacer nada de esto
y hace lo único que puede: con un lienzo blanquísimo
enjuga durante unos cortos instantes el rostro sudoroso
de Cristo.
A
menudo, Señor, nos disculpamos de nuestra inactividad
o nuestra indiferencia ante los males del mundo: el hambre,
la marginación, la injusticia. Y nos decimos: No
podemos hacer nada para remediar tanto mal. Pero si que
podemos: podemos, siguiendo el ejemplo de la Verónica,
enjugar el rostro de alguno de tantos Cristo como encontramos
en todos los rincones del mundo.
X.
Jesús muerto.
Jesús
es conducido muerto. La muerte culmina en la vida de Jesús
el mensaje de las Bienaventuranzas, que El ha vivido en
toda su extensión. El ha sido el pobre y el manso
y humilde de corazón, el misericordioso que perdona
hasta a aquellos que le crucifican, el que padeció
hambre en el desierto y sed en la cruz, el limpio de corazón,
el que nos trajo la paz, el que ha dado su vida por nosotros.
Precedido
de la escuadra de soldados romanos, llega el paso del Sepulcro
de Cristo Mejor dicho, su sepulcro, no; el que debe a la
generosidad de José de Arimatea. El Señor
de Cielos y Tierra, que quiso abrazarse a la pobreza, que
nació en un pesebre, que no tuvo donde reclinar su
cabeza, reposa ahora en un sepulcro prestado.
XI.
San Juan y la Virgen.
San
Juan,, el discípulo a quien Jesús mas amaba,
va a cerrar con la Virgen de los Dolores esta espléndida
procesión. María, que nos ha sido dada por
Cristo como Madre nuestra en la persona de san Juan. Juan,
a su vez, que nos representa a todos como hijos de nuestra
Madre Celestial.
XII.
Las cruces vacías.
Una
gran cruz llevada en alto con gallardía militar por
los cofrades y el paso del Santo Sudario, cierran la procesión.
Son cruces vacías que nos invitan a abrazarnos a
ellas, a completar en nuestras vidas, como dice San Pablo,
lo que falta a la Pasión de Cristo.
XIII.
Final.
El
tiempo ha pasado rápidamente. En la madrugada del
Sábado la procesión, reagrupada tras el largo
recorrido en el punto de partida, se ilumina con las antorchas
que lucen en las almenas de la Casa Grande. Parece como
si el pueblo del Padul quisiera despejar las tinieblas de
la noche de la muerte de Cristo con las luminarias de su
fe y de su amor o como un símbolo vivo de que la
verdadera luz que ilumina a todo hombre: Cristo, sigue mas
allá de la muerte, iluminado al mundo.
Suenan
las fanfarrias y los pasos del Nazareno y el Crucificado
se mecen sobre los hombros de sus costaleros mientras soldados
romanos y romanos evolucionan cadenciosamente al compás
de las músicas. A la luz de las antorchas brillan,
en una sinfonía de color, los dorados de los pasos,
los adornos florales, las cruces, las túnicas y los
mantos. Poco a poco va cesando el grandioso espectáculo,
la muchedumbre se retira y la luz cárdena del amanecer
ilumina, solitarias, las imágenes que regresaran
a sus templos hasta el próximo año. La procesión
del Entierro ha terminado.
Pero
la Pasión de Cristo no ha concluido todavía.
Las rutas del dolor de Cristo no acaban en el sepulcro de
José de Arimatea ni aun en la alegría de la
Resurrección. Tu has querido, Señor, que los
hombres seamos parte de tu Cuerpo Místico y ahora
somos todos otros Cristus pequeños, doblados bajo
el peso de nuestras cruces.
Yo
te he visto, Cristo, cargado con la cruz camino del tajo,
del taller, del labrantío, de la oficina y del hogar.
Te ha visto entrando cargado con la Cruz en la capucha miserable
en el orfanato y en el asilo, en la prisión y en
el hospital; te he visto en los rostros dolientes de los
niños que mueren de hambre en Etiopía y en
el Sudan.
Señor,
ayudados eficazmente con este recordatorio que es la Semana
Santa, a verte en nuestros hermanos; ayúdanos a reconocerte
a servirte y amarte en todos nuestros compañeros
de peregrinación. Porque seria una inmensa mentira
emocionarnos ante tus imágenes el Viernes Santo si
no te siguiéramos vivo en el camino de los hombres.