Pregón
pronunciado por Don Francisco Juarez Arias
Centro Cultural Federico García Lorca
Año 1996
Hoy
quisiera ser pregonero de la Pasión del Hijo de Dios
hecho hombre que quiso hacerse presente entre nosotros,
para enseñarnos un modelo de vida; que supo sufrir
por nosotros y por todo y sobre todo supo perdonar y darnos
el mensaje de amor y testimonio de vida.
Quisiera
ser pregonero de la pasión del Hijo de Dios y hacerlo
para que de alguna forma esté presente en nosotros
cada instante, pues su ejemplo vivo nos hará grandes,
comprensivos y tolerantes a todos.
Pero
quisiera hacerlo de una forma especial. Quisiera ser hermano
cofrade que con los ojos del corazón mira a su Cristo,
a su Virgen y descubre en ellos la profundidad de su majestuoso
silencio.
Quisiera
ver a través de las miradas, las expresiones, las
caras, en definitiva, de los rostros de los que en Semana
Santa veneramos y de todos aquellos que participáis
y participamos en ella.
Por
ello me vais a permitir que le llame a mi Pasión
pregonera: PASIÓN DE LOS ROSTROS DE SEMANA SANTA.
La
noche se hace silencio, recogimiento, el aire se impregna
de oración, Jesús después de la cena
con los suyos se retira a orar al Huerto de los Olivos.
En
la noche de Padul avanza y veo en él ese aire de
recogimiento de entrega profunda.
Mi
mirada te admira y te veo arrodillado, reclinado sobre la
piedra con tus manos en oración. Tu rostro dulce,
tensa dulzura, con tu mirada profundamente fija en el cáliz
que te ofrece ese ángel majestuoso que entre el olivo
triunfa. Tu serena hermosura Señor, refleja tu duda,
cuando humanamente le dices al Padre que aparte de ti ese
cáliz, que te libre de tan pesada carga. Pero esa
firmeza humana de tu rostro nos deja ver tu entereza al
decir "hágase Padre tu voluntad y no la mía".
Hoy
podría decir que el mismo San Mateo se hubiese inspirado
en nuestra Oración del Huerto para describir aquellos
instantes maravillosos del Huerto de Getsemaní que
narra en sus Evangelios.
Maniatado,
desnudo, coronado de espinas, fijo a la columna con la cabeza
suavemente reclinada hacia el hombro Jesús. Con la
grandeza del Rey de los Judíos.
La
Flagelación. ¡Qué dramatismo! ¡Qué
intensidad de sentimientos se adivinan!.
Tu
rostro Jesús ha pasado de la serenidad, a la profunda
tristeza. Adivino en tus ojos, dirigidos al suelo, una intensa
pena, cansancio, una profundidad absoluta.
Tu
boca entreabierta parece pedir perdón a los que te
flagelan, te ofenden y escarnian.
Esa
imagen de divino sufrimiento contrasta con la trágica,
hasta tétrica tensión de los dos verdugos
que sádicamente te golpean. Sadismo que se acentúa
cuando al macilento paso de tus hermanos costaleros hacen
que tu infinita humildad se realce por contraste con la
fiereza de los que te flagelan. En cada paso parece que
se ensañan en Ti Señor.
La
tensión, el dolor del Hijo de Dios hecho carne se
puede ver si con el corazón se te mira. Flagelación.
"Lo
seguía gran gentío del pueblo y muchas mujeres
que se golpeaban el pecho y gritaban lamentándose
por Él."
Una
de ellas compadeciéndose, librándose de los
guardianes se acerca a Jesús y le seca sus rostro
con el santo sudario. Allí quedó reflejado
el dolor, en el paño que la Verónica le ofrece
a Él para calmar su cansancio.
"Él,
llevando a cuestas su cruz, salió para un lugar al
que llamaban La Calavera, en arameo Gólgota".
El
Nazareno.
La
piel se eriza, el silencio enmudece. ¡Miradlo!. Ahí
viene con su lento caminar y su majestuosa presencia.
Tu
mirada, en esos ojos entreabiertos, perdida, ida en tu alto
fin Señor. El dolor sereno se adivina en tu cara,
el sufrimiento intenso, humano, me hace estremecer. Tu corona
de espinas hace resbalar en tu rostro dolido unas gotas
de sangre. Tu manto púrpura y tu cíngulo te
realza y te engrandece.
¡Qué
profundo abatimiento se adivina en Ti!
Con
la cruz entre tus brazos, abrazado a ella por amor hacia
nosotros.
¡Cuánta
grandeza hay en ti Nazareno!.
"Encontraron
a un hombre de Cirene que se llamaba Simón y lo forzaron
a llevar la cruz de Jesús".
"Mujeres
de Jerusalén no lloréis por mí, llorad
mejor por vosotras y por vuestros hijos...".
"Porque
si con el leño verde haceis esto, con el seco ¿Qué
irá a pasar?".
Ha
caído por tercera vez, las fuerzas del Hijo de Dios
están tocando a su fin: Cansado, agotado, exhausto.
El
señor de las Tres Caídas recorre nuestras
calles con la majestuosidad de su intenso dolor hecho talla.
Jesús,
esta noche quiero ver en tu fija mirada puesta al frente,
tu potencia y tu impotencia. La más clara imagen
de Dios hecho hombre. Tu humanidad se hace vigor por resistir
cuánto escarnio, cuánta injusticia, cuánta
vileza y todo por redimirnos.
Apareces
ante mí con una fuerza inusitada, con una dignidad
divina, con esa mano al suelo y la otra soportando esa pesada
cruz que sobre Ti cae.
Tu
boca entreabierta parece apretar los dientes en un último
esfuerzo de dolor y de agotamiento infinito.
El
manto, rojo intenso, que te cubre te llena de amarga hermosura.
Sólo te quiero decir: Gracias por permitir que en
tu dolorosa imagen encuentro el remedio y bálsamo
a mis miserias, Jesús.
"Dios
mío, Dios mío. ¿Por qué me has
abandonado?".
"Le
dieron a beber vinagre sujetándolo a una esponja".
"Jesús
dio un fuerte grito y exhaló el espíritu".
La
cruz se hace presente en la noche de Pasión.
Ante
nosotros aparece el Crucificado.
La
noche se vuelve tensa, el dolor se palpa en las caras, el
corazón se encoge, la voz se entrecorta, la piel
se hiela, una lágrima quiere escapar.
Esta
noche te he mirado Jesús Crucificado y el alma se
me ha encogido, tu cuerpo, tus brazos, tus piernas sin vida
me han hecho sentir profundo dolor; pero al mirar tu rostro
Jesús: ¡Qué nudo se me ha hecho en el
pecho!. Me he sentido ruin. Esas gotas de sangre que manan
de tu frente son las últimas que estuviste dispuesto
a dar por nosotros. Ese sudor sobre tu rostro pálido,
tus ojos caídos, prácticamente cerrados, tu
boca, que acaba de exhalar el último aliento, ha
quedado marcada por el dolor. Tu cuerpo entero, en un último
intento de acabar ha entregado la vida a los hombres y su
alma a Dios su Padre.
¡Dios,
qué grandeza hay en Ti a pesar de tu infinito dolor!.
"Estaban
junto a la cruz de Jesús su madre, la hermana de
su madre, María de Cleofás y María
Magdalena."
El
dolor se hace angustia, profunda pena.
¡Qué
belleza más maravillosa, Virgen Madre, herida en
tu corazón me manifiesta!.
Virgen
de las Angustias, nunca vi una tristeza más bella.
Cómo
entiendo tu profunda pena madre mía, cuánto
dolor. Es tu hijo el que en tu regazo yace.
¡Tu
rostro madre mía cómo me llena! ¡Cómo
me duele!. Tu dulce cara se realza con la cruz como fondo,
tus ojos fijos en el cuerpo yacente de tu hijo maltrecho,
sin vida, el dolor de tu corazón se ve en tus labios,
en tu boca, en tu serena belleza.
¡Guapa,
guapa y por mil veces guapa!
"Al
caer la tarde llegó un hombre rico de Arimatea, de
nombre José. Fue a ver a Pilato para pedirle el cuerpo
y Pilato mandó que se lo entregaran".
José
se llevó el cuerpo de Jesús y lo envolvió
en una sábana limpia. Estaban allí María
Magdalena y las otras Marías.
Jesús
ha muerto y es llevado en silencio al sepulcro. Detrás
le sigue su madre escoltada por los guardias que Pilato
manda vigilar hasta el tercer día, para que no se
cumpliera lo que él mismo profetizó.
La
sencillez de este paso contrasta con su carga de intenso
significado.
Vemos
a María Madre con el alma destrozada, en su juvenil
apariencia, acompañada de las Marías siguiendo
a un Jesús yacente destrozado en un humilde séquito
fúnebre para ser enterrado en contraste con la altivez
de la guardia que trata de evitar que se produzca el milagro
de su resurrección.
"Después
lo puso en el sepulcro nuevo excavado para Él en
la roca, rodó una losa grande a la entrada del sepulcro
y se marchó".
Me
he aproximado Jesús a tu sepulcro para poder observar
tu rostro.
Nunca
una muerte tuvo tanta vida, nunca una pena tuvo tanta alegría,
nunca un hombre sufrió tanto por los hombres.
He
visto en tu rostro abatido, en tus ojos cerrados, en tu
palidez, en tu cuerpo inerte, en tu sangre helada, la esperanza,
la vida del que pronto resurgirá para los hombres.
La
sencillez, el silencio, el recogimiento se hace paso y se
convierte en el divino cortejo fúnebre del que pronto
ha de resucitar.
"Hijo
mío... Hijo mío".
La
madre se dirige al hijo.
La
belleza y el dolor luce en la noche con luz propia: Virgen
de los Dolores.
Madre, te miro y tu cara resplandece.
¡Qué
belleza más infinita hay en tu rostro! ¡Qué
serenidad hay en Ti Madre!.
A través de esos inmensos ojos miro y adivino en
ellos la profunda intensidad de sentimientos que en Ti hay.
¡Qué
expresión más maravillosa hay en tus manos,
abiertas, ofreciendo tu perdón a los hombres, tus
hijos, a pesar de tu gran tristeza!
Esas
manos extendidas, con los dedos abiertos como queriendo
abrazarnos a todos.
¡Virgen
de los Dolores, acógenos a todos en tu pecho y ayúdanos
pese a nuestra maldad!.
Si
en tus angustias te grité emocionado: "Guapa",
ahora te repito: "Guapa, guapa y guapa".
"Al
ver a su madre y a su lado el discípulo preferido,
dijo: Mujer ese es tu hijo".
El
discípulo amado, el que siempre a tu lado estuvo,
María.
La
fidelidad, el amor del hijo, el que nunca traiciona.
Juan,
discípulo fiel, viene tras su madre dolorosa, junto
a ella, por ella,para ella.
Como
queriendo pasar desapercibido Juan testigo de sufrimientos,
de angustias y penas, deslumbras con tu rostro de sencillez
presencia, como el amigo fiel que está sin estar,
como ese hombro que apoya a quien en silencio sufre.
Juan.
¡Qué testimonio de amor, entrega y cariño
nos has sabido dar!.
"La
soledad, la profunda soledad se hace oración".
El
santo sudario hace estación de penitencia.
Jesús
muerto, enterrado, sólo. Queda la cruz.
¡Qué
símbolo más maravilloso!. ¡Cuánta
grandeza hay en ti Cruz Santa!. ¡Cuántos hoy
se reconocen en Ti!.
El
abandono de los que sufren por enfermedad, los marginados,
los que penan por la injusticia, los que sufren el azote
de la desgracia, la privación de libertad, los que
lloran sus seres queridos, se abrazan a ti como acto de
resignación, fe y esperanza.
Sí.
También eres esperanza, tu das sentido a la pasión
de Cristo.
Yo
soy la luz y el que me sigue no anda en tinieblas -dice
Jesús.
La
vida que acabas de dar por nosotros, tus hermanos, y tu
resurrección nos llena de esperanza.
Y hay
otros rostros en nuestra Semana Santa que no quisiera olvidar,
porque en gran medida, nos definen esa carga emotiva y hasta
existencial que estas celebraciones conllevan, lejos del
folklore y el espectáculo, sino dentro de la más
auténtica religiosidad.
¡Qué
rostro más auténtico el de los pies descalzos!
Veo
a madres, algunas con sus hijos en brazos y esos pies descalzos
en ofrenda a la Madre divina de su promesa hecha en horas
de angustia.
¡Cuánta
esperanza, cuánta fe hay en ti fiel que en esta noche
acompañas a tu virgen y a tu Cristo en su Santa Pasión!.
Yo
sé que en estas horas, no ves, no sientes la presencia
de nada ni de nadie. Te ves a ti mismo en tu ofrenda al
Hijo de Dios y a su excelsa Madre. Va en íntima comunión
con ellos, sintiendo su dolor y a la vez su esperanza en
el que ha de resucitar.
¡Cuánto
agradecimiento hay en tus pies dolidos! Pero piensas que
el dolor no es nada con las llagas de Jesús o con
el corazón destrozado de María.
¡Con
qué fe, con qué autenticidad acompañáis
a vuestros pasos!.
La
Pasión se hace vida en vosotros fieles que con el
alma expresáis vuestro sentir.
Pies
vivos del Cristo y de su dolorosa Madre: Sois hermanos costaleros
y costaleras.
Vosotros
ponéis el andar a esas imágenes que sé
que amáis con profundidad, no importa cómo,
pero sé que vuestro amor es grande.
El
sudor, el cansancio, la angustia de las trabajaderas os
va purificando, os sentís unidos a ese Jesús
que sufre y que sobre vuestras cabezas triunfa.
Yo
os he visto llorar henchidos de fe cuando en ese lento caminar
dais vida a vuestros pasos.
He
sentido emoción cuando a la voz del capataz: "¡Al
cielo con ella!" la subís ofreciéndola
a todos.
Dos
de vuestros hermanos: Salvador y Eduardo no quisieron esperar
y en una de esas levantás hicieron de sus jóvenes
vidas una ofrenda y se fueron contigo a tenerte cerca y
contigo disfrutar.
Salvador
y Eduardo: Sé que aquí dejasteis dolorosas,
a esposa y dos madres llenas de dolor por vuestra ausencia,
pero también a tres esperanzas vivas de un reencuentro
con vosotros.
Seguid,
seguid, no os rindáis. Haced de vuestra vida una
ofrenda auténtica a esa imagen, a la imagen viva
que con orgullo lleváis, no os dejéis vencer.
Iluminad las sombras que en vuestro entorno pueda haber
y destacad la luz de vuestra fe en lo que haceis.
Gracias
hermanos costaleros.
También
quiero en esta noche referirme a ti, hermano cofrade, al
auténtico cofrade. Vaya mi agradecimiento a tu esfuerzo,
a tu tesón, a tu ilusión, a tu trabajo a tu
lucha de todo un año por hacer de nuestra Semana
Santa, de tu paso, una ofrenda de belleza, dignidad y fe.
A hacer algo que traspase lo puramente humano y que llegue
al fondo mismo de tu alma y del alma de todos los que con
ello disfrutamos.
Me
he fijado en tu rostro, por qué no, cuando desfiláis
unidos a vuestros pasos en estación de penitencia
y he visto:
La satisfacción de un trabajo bien hecho.
El
orgullo humano de una ilusión cumplida.
El
deseo de perfección.
La
sana rivalidad que os estimula a mejorar.
La
devoción auténtica del que en algo cree y
cree de verdad.
Sé
que hoy y siempre no sois bien comprendidos, por aquel que
sólo cree que es espectáculo lo que con amor
preparáis. Quienes sólo ven en lo que haceis
fiesta externa de un pueblo y no saben, ni siquiera sospechan
el flujo sanguíneo que durante todo el año
circula por las venas de las hermandades y de sus hermanos
cofrades.
No
se os conoce sin túnica, ni velas, ni tronos, ni
platas, ni oros, ni flores.
El espectador, el que está al margen de todo, puede
pensar que se tratan de unos días de exaltación
y amor a los Cristos y a las vírgenes, pero pasajero,
que no dura.
¡Qué
mal te conocen! ¡Qué poco saben de tu labor
y trabajo hecho con fe!.
Lo
mismo que os dije a vosotros hermanos costaleros, os digo
a vosotros cofrades, apartar, desechar de vosotros las sombras
de vuestras vidas, las rencillas, la vanidad, las envidias
y haced de vuestras vidas luces que resplandezcan con el
ejemplo y el testimonio de vuestro bien hacer. Que nadie
ni nada pueda decir de vosotros que lo que dentro tenéis
no es vida, y destacar vuestra fe, vuestro amor, vuestra
colaboración, vuestra solidaridad, vuestra tolerancia
y demostrar a todos que lo que haceis no es producto de
una emoción pasajera sino de una creencia íntimamente
arraigada en vuestro ser.
El
Padul se impregna de sensaciones, pero sobre todo se impregna
de personas, de corazones, de almas que sienten, sueñan
y viven.
Son
esos rostros anónimos, sois vosotros, somos nosotros,
soy yo. Cada uno con su vida y su pasión, con su
grandeza y miseria, con sus luces y sus sombras, que vivimos
nuestro día a día y nuestra Semana Mayor.
A estos
rostros es a los que por fin quiero dirigirme llevando un
mensaje de paz, esperanza y amor, a la vez que, de inquietud,
reflexión y oración.
Hoy
quisiera deciros que desde lo más profundo de vuestro
ser viváis estos días, desde el Domingo de
Ramos al de Resurrección con auténtico sentido
cristiano, que sea esta semana una fuente vivificadora donde
bebamos el agua que calme nuestra sed, que nos reconforte,
que lave nuestras miserias, nuestras penas, nuestra tibieza,
nuestra dejadez.
Que
sea el agua fresca que dé vida a la amistad, al perdón,
a la esperanza, a la ilusión de ser cada día
un poco mejor.
¡Participemos,
participemos y hagámoslo con fe, con pasión,
acompañando a esa Madre que tanto sufrió.
Resucitemos,
resurjamos a una nueva vida con el Resucitado, seamos discípulos
del mensaje que Él nos dio: En nuestra casa, en nuestro
trabajo, en el día a día, en la diversión,
en la tristeza, en la felicidad, pues sólo así
encontraremos la paz.
Y ahora
para acabar este mi pregón quisiera poner en mi boca
los versos de Santa Teresa de Jesús y a modo de oración
final decirle a ese Jesús que por nosotros murió.
Gracias Señor.
No
me mueve, mi Dios, para quererte
el Cielo que me tienes prometido, ni me
mueve el Infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú
me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme,
en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera Cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera Infierno, te temiera.
No
me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo espero, no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.