Pregón
pronunciado por Don Fernando Muñoz Pérez
Centro Cultural Federico García Lorca
16 de marzo del año 2002
"Donde
haya dos o tres reunidos en mi nombre, yo estaré
allí, junto a ellos" (Mt. 18,20).
Sean,
pues, estas mis primeras palabras, pronunciadas desde el
más profundo convencimiento, nacido de la fe en Jesucristo,
que es Señor, y que comparto con todos vosotros.
Convencidos de su presencia real y viva entre nosotros,
os invito a compartir con gozo unos minutos de reflexión,
que es otra manera de orar, sobre el misterio cristiano
que encierra la esencia más honda y verdadera del
sentido del mundo, de la historia y del hombre: la salvación
universal de Dios en Cristo Jesús, muerto y resucitado.
No podría ser de otra manera, si queremos ser consecuentes
y honestos cuantos nos encontramos aquí, en esta
asamblea nacida de una misma fe en Cristo y hermanados por
el amor compartido en su Persona. Cualquier otra interpretación
que pudiera darse a este acto, además de injusta,
falsearía nuestras conciencias cristianas y pondría
en entredicho la verdad de nuestra fidelidad en el seguimiento
del Señor. Ponga Él en mi boca la plenitud
de la palabra, hágame Él capaz de descubriros
su cercanía y vivamos todos su presencia liberadora,
desde la alegría de la fe.
SALUDOS.
Son
muchos y muy dignos de nuestro respeto y estima los hermanos
que me han precedido en esta tribuna, para compartir con
vosotros, desde la fe, sus vivencias de la Semana Santa
de El Padul. Más y mejores conocedores que yo de
la historia y evolución que, a lo largo del tiempo,
ha ido experimentando la celebración de estos sagrados
misterios, pudieron ellos ilustraros sobre muchos e importantes
aspectos, dignos de tenerse en cuenta, tanto para el enriquecimiento
de nuestros ritos, como para una mejor y más profunda
comprensión del misterio que conmemoramos. Conscientemente,
pues, no me adentraré en ese campo, aunque no rehuyo
la posibilidad de hacerme algunas preguntas, a fin de que
todos juntos podamos encontrar respuestas desde nuestra
conciencia creyente.
Muchos
de los que superamos ya el medio siglo de nuestra existencia
y que vivimos la Semana Santa de El Padul tal como ahora
la celebramos, al volver los ojos al pasado, no podemos
evitar un cierto asombro, cuando no, posiblemente, un profundo
desconcierto. Los que se asombran tienen, sin duda, una
respuesta fácil: todo se explicaría desde
esa perspectiva de la evolución de las costumbres,
que va de par con la facilidad de medios de todo tipo y
que la sociedad moderna nos trae. La lectura que éstos
hacen de la profunda transformación que ha experimentado
la Semana Santa de El Padul viene dada desde una especie
de "falsificación" de la propia conciencia
cristiana, consistente en desplazar la fe religiosa y poner
en su lugar el puro elemento estético-cultural. Esta
lectura es, cuando menos, superficial e incompleta.
Quienes
así piensan e, incluso, defienden con brío
la transformación de nuestra Semana Santa, no han
sabido, o no han podido aún integrar el elemento
cultural en su conciencia religiosa, sin que ésta
sufra detrimento, salvaguardando lo esencial, el núcleo
de la vivencia de la fe en Cristo, muerto y resucitado y
su expresión según los modos de nuestra cultura.
¿Y
qué decir de aquellos otros que ven desconcertados
desaparecer elementos que constituían parte importante
de su experiencia religiosa: ese halo de misterio que impregnaba
la vida de todo el pueblo, desde el inicio de la cuaresma
al domingo de resurrección y que los llevaba al cumplimiento
del precepto de confesar al menos una vez por Pascua Florida?
¿Dónde está aquel silencio temerosamente
recogido del entierro de Cristo, el Viernes Santo? ¿En
qué ha quedado aquella asistencia masiva de hombres
y mujeres que llenaban el templo parroquial los días
del triduo pascual? ¿Por qué ya no se dice
el sermón de las siete palabras? ¿Qué
sentido tienen ya nuestros ritos, si han dejado de ser celebración
y sólo son ya fiesta? ¿Dónde está
la procesión del silencio que sacábamos el
Jueves Santo, por la tarde, y a la que todos acudíamos
con un nudo en la garganta, esperando oír aquello
de "sígueme y verás...", que desgranaba
con extremado realismo los tormentos de la pasión
del Señor y nos preparaba para contemplar el día
siguiente, Viernes Santo, la muerte de Jesús? La
noche de ese día, uno tenía la sensación
de estar viviendo en propia carne la muerte de Dios, a medida
que las imágenes desfilaban ante nosotros, con absoluta
sencillez: sobre carrillos de ruedas, en penitente silencio,
sólo roto por el desgarro de una voz que canta una
saeta, sin aplausos, pues estamos de duelo....
Quienes
así piensan no pueden evitar el desconcierto ante
la algarabía que rodea ahora la Semana Santa de nuestro
pueblo: el misterio se ha roto definitivamente. La muerte
del Señor es pura ficción escenificada. La
pasión dolorosa de Cristo es estéticamente
dulcificada, hasta el punto de perder su verdadero sentido
de conmemoración de la Redención y convertirse
en atractivo espectáculo de masas, rivalizando entre
sí las distintas familias cofrades en tronos, ropas
y bandas de música. Y, cómo no, en ver quiénes
son los que mejor mecen el paso.
Estos
que así piensan, a mi entender, también se
equivocan, pues tampoco han sabido armonizar en su conciencia
cristiana lo verdaderamente esencial de la fe y su inevitable
expresión según la evolución de la
sociedad y su cultura.
Es,
pues, hora de plantearnos en su verdadera dimensión
este fenómeno socio-religioso, sin complejos y sin
miedos. Con valentía. Seguros de no correr ningún
riesgo respecto a la pureza de nuestra fe, cuando lo vivimos
plenamente y así lo expresamos desde nuestra propia
manera de ser, sentir y pensar.
La
cultura es elemento esencial y constitutivo del ser humano.
Naturaleza humana y cultura se hayan íntimamente
unidas. Esto indica que el desarrollo de la persona humana
y de todo grupo humano, encuentra su expresión en
la cultura. Incluso las diferencias que encontramos entre
individuos y pueblos pueden y deben ser explicadas desde
las culturas que los sustentan. La evolución de la
humanidad se explica históricamente a partir de la
evolución de las culturas, de tal manera que los
comportamientos sociales de cualquier momento o época
histórica sólo son comprensibles desde la
cultura que los produce. Los modos de vida actuales, nuestros
propios comportamientos sociales, requieren ser interpretados
desde nuestra propia cultura.
Esta
afirmación que hago viene avalada por el conjunto
del saber moderno, desde las ciencias naturales a las ciencias
humanas. Hoy en día, para poder interpretar correctamente
un determinado comportamiento humano, hay que hacerlo teniendo
en cuenta la complejidad de factores que intervienen en
él y que, de alguna manera, lo definen y lo explican.
Entre dichos factores debemos mencionar los antropológicos,
los sociológicos y los sicológicos que, por
sus manifestaciones más espontáneas, son más
visibles que los puramente críticos o asépticamente
racionales. Son, además, los que con mayor facilidad
entran a formar parte integrante del patrimonio cultural
de los distintos pueblos: lo que vulgarmente llamamos cultura
de masas.
Pero
entiéndase esta expresión en sentido positivo:
como manifestación y vivencia del sentimiento hondo
de los pueblos. Vivimos un momento excepcionalmente rico
en la toma de conciencia de que la cultura es medio de expresión
del sentir y del pensar de los hombres de todos los tiempos.
Hoy son muchos los que se ven llamados, ya sea como individuos
concretos dentro de su comunidad, ya sea como grupo, a mantener,
fomentar o crear formas de cultura que den vida propia a
los pueblos.
Y
siendo esta llamada personal, o grupal, consecuencia de
la propia naturaleza humana, creada por Dios a su imagen
y semejanza (Gén. 1,27), debemos concluir que aquellos
que sienten la necesidad de hacer o crear cultura obedecen
a una vocación divina. Dicho de otra manera: la fe
cristiana necesita ser antropológicamente asimilada,
encarnada en la propia cultura de la comunidad que la recibe,
para su mejor vivencia. El cristiano tiene que ser consciente
de que su acción, en cualquiera de los órdenes
de la realidad, es una acción transformadora del
mundo (Gén. 1,28). De un mundo siempre en tensión
hacia la Ciudad Celeste (Col. 3,1-2).
En
nada, pues, se contradicen fe y cultura. Antes al contrario,
la cultura puede y debe ser vehículo apropiado para
la vivencia de la fe. El arte, en sus diversas manifestaciones,
puede y debe ser expresión del sentimiento religioso
de los pueblos, porque la Sabiduría se señorea
también entre los hombres, desde la contemplación
de la belleza (Prov. 8,30-31). El cristiano puede elevarse
al conocimiento y contemplación de Dios a partir
de la actitud estética frente al mundo, pues el Verbo
de Dios es Luz que ilumina a toda conciencia que se abre
a la contemplación de la belleza del mundo creado
(Jn. 1,9).
Ahora
comprendemos mejor por qué decíamos que el
puro asombro estético ante la evolución de
nuestra Semana Santa, o el puro desconcierto ante la aparente
ruptura del misterio que antes vivíamos y el consiguiente
riesgo de folklorizar nuestras celebraciones eran, ambas
posturas de la conciencia, falsas por incompletas. Mirad,
si no, cómo se revela Dios a su pueblo en el Antiguo
Testamento: la revelación de Dios es un proceso dinámico,
en el que entran en juego los diversos elementos que constituyen
la cultura de aquel pueblo y sus diversos niveles de desarrollo.
Dios, por así decir, se adapta a estos condicionantes
humanos para poder darse a conocer. Y el mismo Cristo, Dios
revelado en nuestra carne, se da a conocer al mundo como
Hijo de Dios a partir de las categorías culturales
de su tiempo. La misión evangelizadora de la Iglesia
es un continuo expresar el mensaje de salvación revelado
por Dios en Cristo, único e inmutable, adaptando
su comprensión a las categorías culturales
de los hombres y de los pueblos, a través del mundo
y las diversas épocas de la historia, restaurando,
desde dentro, las cualidades espirituales de todo hombre
(Ef. 1,10) y reconociendo la autonomía de la cultura
humana y su libre expresión, siempre que los diversos
valores culturales de los pueblos sean debidamente integrados
en la dignidad de la persona humana, imagen de Dios y miembro
de Cristo.
Para
pronunciar un juicio de valor sobre la manera de celebrar
la Semana santa de nuestro pueblo, común con el sentir
de todo el pueblo andaluz, hay que hacerlo desde el más
absoluto respeto a la cultura popular, íntimamente
conexionada con la tradición de nuestra iglesia local
y en comunión con la verdad de Cristo, Señor
y cabeza de toda la Iglesia y Pueblo de Dios. El Padul,
al igual que todo el pueblo andaluz, tiene derecho a vivir
y a expresar su sentimiento de fe en Cristo a partir de
nuestra propia cultura. Y así lo entiende la Iglesia,
como ya lo expresara el Papa Juan XXIII en Pacem in Terris
respecto al derecho que tienen las minorías a conservar
y proteger su cultura y no sólo ya desde el ámbito
de lo civil, sino trasladándolo ahora al campo de
lo eclesial. La única exigencia por parte de la Iglesia,
responsable del don divino de la Revelación de Dios
en Cristo, consiste en que esas manifestaciones populares
de la fe se hagan desde la verdad del contenido de la fe
cristiana y en comunión con la comunidad eclesial.
Pues Cristo nos ha sido dado a todos por el Padre como herencia
Hay
quienes tratan de folklóricos a los andaluces, y
por tanto a nosotros mismos, por esa manera tan nuestra
de expresar el sentimiento religioso y nos acusan de no
saber distinguir en nuestras manifestaciones populares lo
profano y lo sagrado; si queréis, por hacerlo más
gráfico, el carnaval y nuestras procesiones.
Quienes
así piensan del pueblo andaluz cometen varios errores,
todos ellos fruto de la ignorancia sobre nuestra realidad.
Desconocen, por supuesto, nuestra cultura, con todo lo que
ello conlleva de significación de nuestro ser profundo.
Pero sobre todo, tienen un concepto equivocado de lo que
es el andaluz como hombre que se relaciona con Dios. El
andaluz, como el hebreo, conoce a Dios y se relaciona con
Él a través de todos los sentidos. El cuerpo
es para nosotros medio de acceso a la divinidad. Que nadie
se escandalice. Quien no entienda esto, no podrá
comprender nuestra manera de celebrar la Semana Santa. Es
cierto que nuestras procesiones son un derroche de sensibilidad,
una fiesta de todos los sentidos: color, luz, aromas, música,
flores, poesía viva en desfile procesional, bellísimas
imágenes dulcemente mecidas con exquisito gusto y
ternura por anónimos costaleros y costaleras bajo
los tronos, alegría y llanto; incluso una cierta
rabia contenida de ver cómo siendo inocente Jesús
es condenado. Y el corazón estalla en multitud de
sentimientos, pues no hay razón que pueda explicar
la hondura de la fe.
Sólo
seremos comprendidos por quienes mediten la Palabra revelada
en el silencio de su corazón. Sólo ellos sabrán
entender cómo a través del cuerpo, de los
sentidos, podemos llegar a Dios. No hay otro camino, humanamente
hablando. Dios mismo tuvo necesidad del cuerpo para darse
a conocer personalmente a los hombres: "El Verbo se
hizo carne..." (Jn. 1,14). A través de los sentidos
es posible trascenderse y vivenciar la presencia de Dios
en el hombre. El místico San Juan de la Cruz expresa
así su deseo de presencializar, incluso físicamente,
al Señor: "Véante mis ojos / dulce Jesús
bueno / véante mis ojos / muérame yo luego".
El ciego de Jericó grita a Jesús: "Señor,
que vea" y Jesús le abre los ojos del cuerpo
y, a través de esa luz, también ilumina su
alma (Lc. 18,41-42). El ojo es la luz del corazón
(Mt. 6,22). Y viendo la gloria del Señor transfigurado,
Pedro sugiere a Jesús: quedémonos aquí,
pues hemos visto tu gloria (Mt. 17,1-8). Al ser bautizado
por Juan, Jesús, la revelación del Dios invisible
se hace a través del oído y de la vista: Éste
es mi Hijo... Dios habla y su palabra es oída. Y
el Espíritu vino sobre Él en forma de paloma
(Mt. 3,13-17). En el salmo 150 es toda una orquesta la que
toca para el Señor.
"Qué
amores son éstos, Dios, / daros hoy en vino y pan,
/ mirad, Señor, que dirán / que de amor salis
de Vos". Dios se da a conocer a través del gusto.
El episodio sucede durante una boda, en Caná . María,
la madre de Jesús, se da cuenta de que falta el vino
y, de alguna manera, fuerza la manifestación del
poder divino de Jesús. Al probar el vino, sin saber
su procedencia, el paladar del experto descubre su bondad
(Jn. 2). Pero el colmo de esa especie de locura de amor
divino se produce en la última cena de pascua, cuando,
estando a la mesa con sus discípulos, Jesús
toma el pan y la copa con vino y los da a sus amigos diciendo:
comed, bebed, esto es mi cuerpo, esta es mi sangre (Mc.
14,22-25). Dios no sólo se hace carne, sino que,
además, se hace alimento para el hombre. Así
es el amor de Dios llevado al límite. "Gustad
y ved qué bueno es el Señor" (Salmo 33).
Preludiando
su muerte, siguiendo la costumbre de la cultura judía
de ungir a sus muertos, Jesús se deja hacerlo en
vida. En esta escena se mezclan el sentimiento del alma
arrepentida de sus culpas, el amor de Dios que siempre perdona
y los sentidos: los ojos que contemplan, las manos que tocan,
y el perfume que inunda todo el ser (Mc. 14,3). "Suba
mi oración como incienso en tu presencia" (Salmo
140).
Hay
un pasaje en el evangelio que me llama particularmente la
atención, referido al sentido del tacto, no sólo
al nuestro, sino al de Jesús mismo. Una mujer sufre
una enfermedad que le hace sangrar. No encuentra remedio
a su mal. Pero supo que Jesús, que pasaba por allí,
hacía curaciones maravillosas. Ella pensó
que podría ser curada por Jesús. Tuvo fe.
Pero su fe, como casi siempre la nuestra, necesitaba plasmarse
en un gesto, materializarse: si yo toco a Jesús,
se decía a sí misma, aunque sólo sea
el borde de su manto, seguro que quedo sanada. Y así
lo hizo. Y Jesús sintió, desde su propio sentido
del tacto, que de Él salió una fuerza divina
curativa. Fe de la mujer, amor y perdón de Dios,
curación del cuerpo y salvación de la persona,
todo ello dado, canalizado, a través de un sentido,
el tacto.
¿Quién
se atreverá a condenar el cuerpo, sabiendo que es
medio divino, pues Dios se hizo carne humana? ¿Cómo
ignorar que nuestros sentidos son canales de comunicación
con Dios, si tan sólo nos dejamos llenar de la plenitud
divina que ellos nos traen? ¿Cómo no admitir
que a través de la actitud estética el ser
humano es capaz de abrirse, más aún, de trascenderse
y vivenciar en sí mismo a Dios?
Creo
sinceramente que la Semana Santa de El Padul, como en el
resto de Andalucía, tiene un sentido mucho más
hondo, mucho más religioso y mucho más teológico
de lo que muchos piensan. La evolución llevada a
cabo en la celebración de la pasión, muerte
y resurrección del Señor no es explicable
desde la sola perspectiva sociocultural, como un acontecimiento
de puro folklore, de los que con tanto arte y sentido de
la vida saben expresar los andaluces. Para este pueblo el
arte es oración, la música plegaria, la saeta
un romperse el corazón de amor, procesionar nuestros
pasos un verdadero abrazo de todos los sentidos con el Dios
encarnado. Y vivir, en lo más íntimo de nuestro
ser, el verdadero sentido de nuestra existencia: sabernos,
en Cristo, hijos del Padre, que es Dios Amor.
La
Semana Santa de El Padul es una rememoración del
hecho histórico-salvífico de la pasión,
muerte y resurrección de Jesús. Dos aspectos
importantes de este hecho debemos considerar. En primer
lugar, las causas histórico-religioso-políticas
que provocaron la condena a muerte y posterior ejecución
en la cruz de Jesús. Y en segundo lugar, el sentido
original y último de esa muerte y posterior resurrección
del Señor.
Durante
mucho tiempo se pensó que la muerte de Jesús
fue dictada por Dios Padre, sin posible apelación.
Jesús aparecía como víctima del Padre,
un dios sediento de venganza por los pecados de los hombres
que, para resarcirse, no tiene otro camino que inmolar a
su propio hijo. Por dar sentido a la muerte de Jesús,
se hizo del Padre un dios sanguinario.
Una
verdadera conciencia cristiana no puede admitir esta visión
de sadomasoquismo religioso. Jesús muere como consecuencia
de su propia vida: por lo que hizo y por lo que dijo. Su
muerte, entonces, ni fue querida por Dios Padre, y mucho
menos impuesta tal como sucedió y, por supuesto,
tampoco fue deseada por Jesús. Sólo fue aceptada
como consecuencia lógica de una actitud absolutamente
coherente, la de Jesús, cara a una misión
a cumplir: la predicación del Reino de Dios. Esa
misión conlleva un gravísimo riesgo, al poner
en entredicho, o claramente atacar, el orden político-religioso
establecido.
Jesús
no sólo tiene conciencia de la libertad, sino que
la vive hasta el extremo, hasta provocar el escándalo
de muchos. Esta actitud de Jesús se plasma en su
aparente oposición a la Ley. No que estuviera radicalmente
en contra, pero sí se sentía liberado de la
Ley. ¿En qué sentido? Jesús respeta
la Ley de Moisés, como todo buen judío, pero
rechaza las interpretaciones leguleyas que los judíos
hacían y las esclavitudes que de ella extraían:
el sábado se hizo para el hombre, no al revés.
Y añade que Él es superior al sábado
(Mc. 2,27-28). Tampoco guarda Jesús las prescripciones
sobre el ayuno y se permite dispensar públicamente
de tales deberes legales a sus discípulos (Mc. 2,18-20),
al igual que sobre las abluciones antes de las comidas (Mc.
7,1-13). Más aún, Jesús se permite
criticar a Moisés por haber sido tan débil
y condescendiente con las flaquezas de los judíos.
Y llega a afirmar sin rodeos que Moisés escribe la
Ley pensando en El, en Jesús (Jn. 5,46) y en el valor
que la Ley debe tener para todo hombre y no sólo
para el judío (Rom. 2). La Ley mosaica no tiene en
cuenta la naturaleza original del hombre, que Jesús
afirma conocer (Mc. 10,6).
Cuando
Jesús se opone a los preceptos de la Ley tal como
la interpretan los judíos, no lo hace como representante
de una supuesta o imaginaria oposición, sino desde
su propia autoridad personal. Así aparece en la contraposición
que Él establece en el discurso sobre las bienaventuranzas,
tal como lo transmite Mateo, capítulo 5º, confirmado
por Pablo en sus cartas a los Romanos (7,7; 3,31) y a los
Gálatas (3,21). Quienes escuchaban a Jesús
comprendían que hablaba con autoridad propia (Mt.
7,28) y no como un simple rabino. Y posiblemente comprendieron
que la oposición que Jesús establecía
entre su mandato y el de la Ley mosaica entrañaba
mayor dificultad, pues Jesús no se refiere al hacer,
sino al ser: se os dijo que hicierais tales cosas, Yo os
digo que seáis perfectos como vuestro Padre celestial
es perfecto. Con esto, Jesús indica que Él
conoce bien al Padre y sabe cómo quiere el Padre
que sean los hombres.. De ahí le viene su autoridad
al enseñar (Mt. 5,48). Los discípulos de Jesús
comprenden que la oposición del Maestro a la Ley
no es una actitud demagógica, sino que entraña
mayor dificultad que el puro cumplimiento material de los
preceptos de la Torá, hasta el punto de preguntarse
quién podrá entonces salvarse (Mt. 10,26).
Tampoco comprendieron ellos que la clave para entender la
doctrina y la vida del Maestro es el amor: un amor que es
más y vale más que la misma Ley (Jn. 13,34).
Jesús es lo opuesto a la Ley. La salvación
viene del lado de Jesús, no de la Ley. Esta radicalidad
que Jesús exige en el seguimiento de su Persona escandaliza
al judío. Pero Jesús insiste: quien se avergüence
de mí, mi Padre se avergonzará de él
(Mc. 8,38).
Esta
actitud de oposición entre Jesús y la Ley
se da también respecto a la figura del Templo. Tengamos
presente que al oponerse Jesús al Templo está
atacando directamente el centro del poder religioso, político
y económico del pueblo judío. La historicidad
de la escena de Jesús expulsando violentamente a
los mercaderes del Templo no admite duda. La encontramos
en los sinópticos una semana antes de la pasión
y en Juan al principio de la vida pública de Jesús.
Lo importante es el mensaje que encierra. Jesús contrapone
el Templo de Jerusalem, con todo lo que eso supone de simbolismo
y de poder real, al nuevo Templo de Dios que es su propio
Cuerpo. Jesús se presenta a sí mismo como
el verdadero y único templo de Dios. La actitud violenta
de Jesús cabe entenderla en relación con la
profanación de su Persona, que toda incredulidad
a su mensaje supone. El Templo de Jerusalem es el centro
de la fe judía, porque es la morada de Yavé.
Pero su verdadero significado consiste en prefigurar a Jesús,
verdadero Templo de Dios. La profanación del Templo
por los mercaderes, Jesús la ve como una profanación
de Dios mismo que habita en su propia Persona (Mc.13,2)
: no quedará de este Templo piedra sobre piedra.
Y no sólo del Templo de Jerusalem. Hay que entender
que Jesús se refiere al templo de su propio cuerpo
que será destruido por la muerte en cruz (Mc.15,29;
Mt. 27,39). La destrucción física y espiritual
del Templo se imponía como preludio de la propia
destrucción de Jesús, a fin de levantar definitivamente
el nuevo Templo de Dios, Jesús resucitado (Mt. 12,6).
Por así entenderlo y así predicarlo pronto
moriría Esteban (Hechos 6,14).
Pero
hay, además, en este episodio de la vida de Jesús
un detalle que no pudo pasar desapercibido para los judíos
entendidos en la Sagrada Escritura: me refiero al paralelismo
que se desprende de las palabras y gestos de Jesús
y aquello que ya profetizaron sobre el Templo Isaías
(56,7) y Jeremías (7,11). Los doctores de la Ley
tuvieron que interpretar a Jesús así: el nuevo
Templo es la justicia, la superación de las divisiones
sociales, Jesús suprime la mediación del Templo
entre el pueblo y Dios y se pone a sí mismo como
única y verdadera mediación entre todos los
hombres y Dios. Y tenían razón los doctores
al pensar así de las intenciones de Jesús.
El evangelista Juan, (2,19), verá que ese Templo
nuevo de Dios, nacido de Cristo muerto y resucitado, es
la nueva humanidad.
Las
autoridades religiosas de los judíos contemplan alarmados
las continuas provocaciones de Jesús. Ha roto con
los símbolos más sagrados de la religión
y se comporta de manera autónoma respecto a la Ley
mosaica. Ahora lo observamos rodeado de publicanos, samaritanos,
prostitutas, leprosos, todos ellos excluidos de la sociedad
por la Ley de Moisés. ¿Qué pensar de
un hombre que, a pesar de su fuerte atractivo para cautivar
a las masas, se pone del lado de lo más débil
e inútil socialmente hablando, las viudas, los niños,
los ignorantes, los gentiles, los enfermos, los marginados
social y moralmente, es decir, los pobres y los pecadores,
tal como los entendía Isaías, capítulo
61?
Jesús
se caracteriza por su opción por los marginados (Mt.
11,4). Su conducta nos indica la necesidad de superar radicalmente
toda marginación y discriminación entre los
hombres, sea cual fuere su origen. Todos somos iguales ante
Dios.
No
cabe duda de que el juicio moral que Jesús hace sobre
el hombre y sobre la historia causa perplejidad y preocupación
entre los poderosos y crea una grave situación de
conflictividad religiosa y social. Jesús no la rehuye.
El que vino en son de paz trae la guerra, porque la paz
que se sustenta en el mantenimiento de la injusticia no
es verdadera (Lc. 13,25-28; 14,12; Mt. 7,21-23).
A
este rompedor de normas que es Jesús, al que difícilmente
se le puede acusar de ser cabecilla de ninguna oposición
económico-política, tipo zelote, por ejemplo,
pero cuyas obras y palabras entrañan todos los riesgos
imaginables contra el orden establecido, sólo le
falta dar un paso más, el más atrevido, el
que todos esperan que de con absoluta claridad, a fin de
poder procesarlo y darle muerte. En el fondo, ese era el
problema, darle muerte. Bien lo entendió así
el sumo sacerdote Caifás al decir que era necesario
que un hombre muriera por el pueblo (Jn. 18,14). No tardará
Jesús en dar ese paso.
Cuando
Jesús enseña, todos los que escuchan su doctrina
tienen la convicción de que Jesús habla desde
Dios, desde el conocimiento directo de Dios. Jesús
no interpreta la Escritura. Jesús desvela el sentido
verdadero y último de la revelación de Dios
en la Escritura. Más aún, no duda en afirmar
que Él es ese sentido oculto de la Escritura, que
en Él se cumplen todas las promesas (Lc. 4,21). Cuando
Jesús se dirige a Dios lo llama cariñosamente
Padre (Abba), en contraposición a vuestro Padre que
está en el cielo, cuando se trata de la filiación
adoptiva que Él nos trae. Jesús tiene conciencia
de ser Hijo de Dios. Quienes escucharon la parábola
de los viñadores homicidas así debieron entenderlo
(Mt. 21,38). Y por si alguien dudaba, interrogado Jesús
por su personalidad, responde con absoluta claridad: el
Padre y Yo somos uno (Jn. 10,30). Preguntado Pedro por Jesús
sobre la opinión que de Él tenía el
pueblo y el mismo Pedro, éste responde sin vacilar,
"Señor, tú eres el Cristo, el Hijo de
Dios vivo" (Mt. 16,16). Durante el proceso religioso
seguido contra Jesús, Caifás le pregunta:
"Dinos si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios".
La respuesta afirmativa de Jesús sería ya
definitiva para sentenciarlo a muerte (Mt. 26,63-66). Todas
las demás acusaciones de perturbador del orden público
y de enemigo de los romanos serán pura argucia para
conseguir su procesamiento y condena a muerte de cruz por
la autoridad civil. Bien convencido de la falsedad de esas
acusaciones parecía estar Pilato, cuando declara
que no encuentra en Jesús delito alguno que lo haga
merecedor de la muerte en cruz (Mt. 27,18; Jn. 18,38).
A
lo largo de su corta vida pública, Jesús anuncia
varias veces la posibilidad de su muerte violenta. No cabe
duda de que Él tiene conciencia de que su muerte
será consecuencia de su compromiso de vida. Cuando
ésta acontece, el problema ya no es de Jesús,
sino nuestro. Con la muerte de Jesús quedamos como
sumergidos en el absurdo, en el sin sentido de la vida,
en el hiriente silencio de Dios. El fracaso de Cristo en
la cruz es nuestro propio fracaso, pues hemos tomado conciencia
de nuestra radical orfandad. Creímos en un Rey sin
reino y cuyo trono es la cruz. Nos fiamos de un Hijo de
Dios al que Dios mismo ha abandonado (Mc. 15,34). Pusimos
nuestra esperanza en un libertador que, finalmente, nos
ha dejado más esclavos de lo que ya éramos,
pues si Jesús dijo que era Dios y ha muerto en la
cruz, Dios mismo ha muerto para la conciencia humana. Con
la muerte de Jesús muere toda esperanza y sólo
nos queda la amargura del fracaso, el de Jesús y
el nuestro, y soportar una existencia sin salida, sin salvación
posible.
En
medio de este panorama tan desolador, un rayo de esperanza
aparece: la confesión de la divinidad de Jesús
por el centurión que custodia su ejecución,
un no judío precisamente, para que el sentido de
universalidad de la muerte de Jesús sea aún
más evidente: "verdaderamente éste era
Hijo de Dios" (Mc. 15,39).
El
realismo trágico de la narración de Marcos
contrasta con la delicadeza teológica de la narración
de Juan. Marcos trata de describir la realidad. Juan trata
de darnos el sentido verdadero y último de esa realidad:
todo lo ocurrido obedece a un plan previo de salvación
universal que Jesús asume voluntariamente. La aparente
humanidad rota de Cristo en Marcos, se reviste de grandeza,
poder y divinidad en Juan: ante el "Yo soy" de
Jesús en el Huerto de los Olivos, los soldados caen
por tierra (Jn. 18,5); Pilato lo juzga sentado en su trono
real (Jn. 19,13); en la cruz, Cristo es exaltado como Rey
(Jn. 19,17-22). Para Juan la muerte de Jesús es la
muerte del Hijo de Dios. Nada de lo ocurrido le estaba oculto
a Jesús. Jesús lo aceptó de antemano,
como consecuencia lógica de su vida y su palabra,
de su compromiso de realizar la salvación de la humanidad.
No existe, pues, fracaso donde hay plena conciencia, libre
voluntad y absoluta aceptación de los acontecimientos.
La dignidad de Jesús está en su actitud de
absoluta coherencia, que le hace, incluso, aceptar la muerte
en cruz, a fin de que el plan de salvación de Dios
se cumpla.
Y
así fue. Habiendo amado a los suyos hasta el límite
(Jn. 13,1), cumplida su misión en este mundo, a través
de su muerte en cruz, voluntariamente aceptada, por su resurrección
Jesús trasciende la Historia y se hace, para nosotros,
Señor en la fe.
No
temáis los que aún peregrináis como
los dos de Emaús y abrid vuestro corazón al
Señor, atentos a la fracción del pan, que
ahí lo reconoceréis (Lc.24, 30-31)
No
temáis los que os sentís agobiados por la
vida, por el trabajo, por los problemas familiares, y venid
a mí, dice el Señor, que Yo os aliviaré.
No
temáis los que juzgáis demasiado dura y pesada
la carga de la existencia de cada día, dice el Señor,
porque mi yugo es ligero (Mt. 11,28-30).
No
temáis los que buscáis ansiosos una respuesta
definitiva en el mundo, en la vida, a través de la
experiencia humana o de la razón y no la encontráis.
Venid a mí, dice el señor, "Yo soy el
camino, la verdad y la vida" (Jn. 14,6).
Alegraos
vosotros, los que habéis conocido al Señor,
en la esperanza del encuentro definitivo con Él.
Alegraos
vosotros, los que no tenéis complejos para expresar
vuestra fe en Cristo Jesús, con el ejemplo de vuestra
vida, en la sociedad, en el trabajo, en la familia.
Alegraos vosotros los que por el Bautismo fuisteis consagrados
pueblo sacerdotal, muertos al pecado y resucitados con Cristo.
Alegraos
todos en la certeza de que Jesús resucitó
y quedó definitivamente vencida la muerte.
Y
en esta noche, reunidos aquí, Señor, y sintiéndote
entre nosotros