Pregón
pronunciado por Don Francisco Molina Muñoz
Centro Cultural Federico García Lorca
1 de marzo de 2008
…Jesús envió dos discípulos,
diciéndoles: “Id
al pueblo que está enfrente de vosotros, y no bien
entréis en él, encontraréis un pollino
atado, sobre el que no ha montado todavía ningún
hombre. Desatadlo y traedlo”.
”Y si alguien
os dice: ¿Por qué hacéis eso?, decid:
Que el Señor lo necesita, y lo devolverá en
seguida".
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Reverendo Señor
Director Espiritual de las Cofradías Paduleñas;
Excmo. Señor Alcalde, Ilmas. Autoridades; Sr. Presidente
de la Asociación de Cofradías y Hermandades;
Hermanos Mayores y representantes de Cofradías y
Hermandades, medios de comunicación, cofrades, señoras,
señores…:
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Vaya por delante
mi agradecimiento a mi presentador, pregonero del pasado
año y buen amigo, por las cariñosas palabras
que ha tenido bien dedicarme.
Creo que el cariño rebasa los límites de la
de la objetividad y lo que tú crees que son virtudes
yo las denomino formas de vida.
Mi agradecimiento a la Asociación de Cofradías
de Padul por concederme el honor, dignidad y responsabilidad
de pregonar la Semana Santa del presente año.
A todos mi eterno agradecimiento.
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Llegó el momento Señor,
ante tu imagen serena
vengo a dar el Pregón
del Misterio de tu Amor.
No me sueltes por favor,
que se disipen mis miedos,
y si acaso ves que no puedo
y que las fuerzas me fallan,
cuando agarre mi medalla
dale templanza a mis dedos.
Dale templanza a mis dedos,
pon en mi voz tu energía;
revísteme de alegría
con la firmeza del credo.
Aquí estoy y aquí me quedo,
a tu bondad me confío
pues tengo los cinco “sentíos”
escritos en este pregón.
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Padul y Semana Santa.
Binomio indisoluble que hace imposible imaginar cada una
de sus partes por separado.
Padul, que llegando la primavera, es Semana Santa, olor
a cera e incienso; clavel y rosa; lirio, arrayán
y humilde romero.
Paso racheado y pies descalzos.
Mantillas y penitentes.
Voz desgarrada que sale de un mudo corazón saetero
y oración apenas musitada…
Semana Santa es Padul, en sus gentes, en sus calles y en
sus rincones.
Es el trabajo cotidiano durante todo un año.
El ir y venir de hombres y mujeres que trabajan sin descanso
por dar a su hermandad el mayor esplendor.
Es la bulla en la calle… Son los Soldados Romanos
en el prendimiento…
Es la chiquillería yendo de acá para allá,
empapándose del sentir cofrade, haciéndose
mayores por dentro, sintiéndose parte de algo grande
que, aún repitiéndose todos los años,
es irrepetible.
Resumiendo es una sagrada tradición con más
de cuatrocientos años, heredada de nuestros antepasados
y que nosotros… Sí, todos nosotros; tenemos
la obligación de transmitir a nuestros hijos y a
los hijos de nuestros hijos.
No quiero caer en la palabra fácil o en la autocomplacencia
de afirmar que nuestra Semana Santa es la mejor. No. La
Semana Santa no debe constituir motivo de pugna o competencia
entre distintos lugares de la cristiandad.
La Semana Santa es y debe ser la conmemoración de
aquella, en la que Jesús, el Hijo del Hombre, entró
triunfante en Jerusalén, fue apresado, enjuiciado
por la pantomima más burlesca de la judicatura universal,
torturado y muerto en la cruz… y todo ello para que
el Domingo de Pascua se cumpliese la profecía y con
su resurrección redimiese los pecados de la humanidad,
dándonos una nueva esperanza, dándonos una
segunda oportunidad.
Sí, la auténtica Semana Santa fue aquella
en que Dios hecho hombre, Cordero Divino, se sacrificó
por todos nosotros, incluso por aquellos a los que exculpó
diciendo:
“…Perdónales
Padre, pues no saben lo que hacen.”
Pero… algo
debe tener de especial la Semana Santa tal y como la celebramos
en Padul, con la forma de entender la vida y la muerte,
la pasión y resurrección de Jesucristo en
esta tierra, tierra andaluza, tierra llamada, no en vano,
de María Santísima.
Algo que nos distingue y nos hace únicos. Algo que
nos impulsa año tras año a superarnos en la
representación de la Pasión, Muerte y Resurrección
de nuestro Salvador, convirtiendo nuestras calles y nuestras
plazas en el Jerusalén paduleño.
Cada hermandad donde corresponde, en el lugar que debe estar,
mostrando en su conjunto la secuencia de hechos que, culminando
gloriosamente el Domingo de Resurrección, conservan
sin merma, incluso en el tiempo que nos ha tocado vivir,
su sentido original.
Así los paduleños, año tras año
imparten, a los que ven con los ojos del alma, una visión
amplia, como en pocos lugares, de lo acaecido aquellos días
a los que llamamos Semana Santa.
No es nuevo afirmar que la Semana Santa paduleña
es en sí una lección viva de catecismo. Una
catequesis en la que debemos ver más allá
de la representación plástica que sirve de
hilo conductor de la historia que cuenta.
Una historia que se repite periódicamente sabiendo
el glorioso final de la misma. Por ello pido a este notable
senado audiencia para hacer un esbozo de nuestra Semana
Santa, estableciendo el paralelismo entre las escrituras
y lo que veremos en nuestras calles y plazas.
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Palmas y olivos,
incienso y cera para recibir al que ha de venir.
Jesús de la Victoria, a lomos de un humilde jumento,
entra en Padul, precedido por algarabía de la chiquillería
que, gozosa, le da la bienvenida en la calle Vergel.
Mientras, su madre, la Virgen y Señora del Valle
espera en la Iglesia impaciente el retorno de su hijo. Señora
intercede ante tu hijo para que, en el menor tiempo posible,
te veamos por las calles de Padul bajo el palio que mereces.
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Atardecer del Viernes
Santo, la Oración del Huerto en su dorado trono,
saliendo del angosto estrecho de la Santísima Trinidad.
Paso marinero donde la influencia del Mediterráneo
parece componer una sinfonía de risas y llantos y
donde el contrapunto lo marca el rítmico batir de
las olas. Mecida marinera que abre las puertas al Viernes
Santo paduleño, a la pasión de Cristo.
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Una columna de frío
mármol es testigo silente del castigo al que te ves
sometido. Pilón y Gabiarras, verdugos de Roma, no
se apiadan de tu sufrimiento y están prestos a descargar
sus certeros golpes. Pero Tú, Señor, no odias;
Tú, Señor, perdonas las ofensas. Y, obediente
a la voluntad del Padre, aceptas el destino que te aguarda.
La escena conmueve conciencias y entristece corazones. Nos
miras desde tu trono plateado, repartes amor, compasión
y solo esperas una mirada a la que corresponder.
El aire, en el Lavadero, vibra con el tronar de los tambores.
Que calle todo el mundo, Jesús de la Flagelación
está pasando.
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Las estrellas del
firmamento se asoman para verte salir mi Señor Nazareno.
Y entre todas ellas una te contempla con especial emoción.
Nuestro hermano costalero, el hermano costalero que nos
dejó goza de tu gloria en el cielo, junto a ti...
junto a los elegidos. Amigo... más que amigo hermano,
la trabajadora añora tu hombro, los costaleros lloran
tu partida y, a todos, únicamente nos consuela el
saber que nos estás viendo junto a Él en la
platea celestial.
Taracea y nácar.
Romero y plata...
Rodilla en tierra. Silencio en la multitud que espera. Jesús
Nazareno, cargado con la cruz sale a la calle al son de
cornetas y tambores, en olor de multitud.
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Una mujer callada
te sigue, con su mirada perdida en el trono que te lleva
por la Vía Dolorosa paduleña.
De su boca no sale palabra alguna y sin embargo, la Verónica,
te alaba con toda la fuerza de su corazón, depositaria
del milagro que con ella obraste, dejando la imagen de tu
santa faz grabada en el lienzo con que te enjugó.
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Has caído
y te has levantado por dos veces Señor. Pero el esfuerzo
y el castigo han sido crueles y excesivos y, por tercera
vez, has puesto rodilla en tierra.
Jesús caído, permite que tus costaleras, Cirinéas
de corazón, te ayuden a cargar con la cruz, sufriendo
contigo, sabedoras que, tras la muerte, nos aguarda la vida
eterna. Aquí estás, en tu tercera caída,
presto a llegar al calvario.
El pequeño y dorado trono en que te portan asoma
a la Glorieta.
Los que te miran
ven, sobrecogidos, como Tú los miras a ellos.
A todos y cada uno.
Con la misteriosa
mirada que te dio el imaginero cuya mano guiaste. Tu mirada
hace que cada uno de nosotros nos sintamos especiales a
tus ojos. Nos sintamos elegidos.
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Llegada es ya la
hora y has exhalado tu último aliento en la cruz.
De tu costado, traspasado por la lanza de Longinos, ha manado
sangre y agua.
Las tinieblas han envuelto Jerusalén y la tierra
ha temblado cuando entregaste tu espíritu al Padre.
El velo del templo se ha rasgado.
LA PROFECÍA SE HA CUMPLIDO.
Ahora inerte en la cruz, sobre un calvario de dorada filigrana,
te muestras a los que creen en ti.
Cuando, coronando un calvario de iris y claveles te contemple
la multitud, como cada Viernes Santo, volveremos a oír
aplausos y vítores, porque, NO, no estás muerto.
No eres la imagen de un hombre muerto. Eres la promesa de
la resurrección que está próxima.
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Al pie de la cruz,
abatida, transida de dolor recibes en tu regazo el cuerpo
inerte de tu hijo y, al hacerlo, has rememorado el tiempo,
ahora lejano, en que amorosamente le acunabas cantando entre
sollozos, como haría cualquier madre de nuestros
días:
“A la
nana, nanita,
nanita ea...
y Jesús se ha dormido
bendito sea”
Señora y Madre
de las Angustias que bajas por la calle Molino al encuentro
del hijo muerto, sobre un mar azul de blancas espumas.
Mecida al ritmo de la música, olas musicales a las
que has prestado tu nombre.
Virgen de nacarado rostro, de inefable belleza, de dolor
contenido.
Madre piadosa, los paduleños te veremos, como cada
año, portada a hombros de madres, hijas y hermanas
que, fundiéndose contigo, se hacen partícipes
del inenarrable dolor que siente una madre al perder a un
hijo.
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Cuatro hombres de
serio rostro llevan a Jesús en unas sencillas andas,
escoltados por soldados del imperio.
Cuatro hombres piadosos, cuyos nombres son el plural de
aquel amigo del Maestro de Galilea, seguidor de sus enseñanzas,
al que llamamos Nicodemo.
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María, mujer
paduleña que, haciendo suyo el dolor de la madre,
permanece junto a las andas en las que llevan el cuerpo
de su hijo. Camina tras Él cubierta de luto, silenciosa
y compungida; con la mirada baja y el corazón abatido.
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Dándole consuelo,
tras ella, tres mujeres. Las tres Marías le dan compaña
en tan duro trance.
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Paso marcial y ritmo
de tambores. Soldados romanos de relucientes armaduras y
emplumados cascos escoltan y custodian el cuerpo del Nazareno
muerto, ¡no sea que sus seguidores lo roben y
digan que ha resucitado!
Armados con picas, avanzan a paso lento, abriéndose
camino entre la multitud que se agolpa, no dudando en mantener
el camino marcado, “picando” sus lanzas de madera,
haciendo patente el poder de su tropa cuando, bajo su firme
pisada, parece temblar la tierra.
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Sepulcro de oscuridad.
Urna de luz.
Un hombre de Arimatéa al que llamaban José,
conocedor y seguidor de las enseñanzas de Jesús,
no dudó ni un instante en disponer lo necesario para
que, el cuerpo sin vida de Cristo yaciese en el seno del
sepulcro que había mandado excavar en la roca. El
sepulcro que debía acogerle a él mismo cuando
rindiese cuentas ante el Altísimo.
A toda prisa, pues el Sabat esta cerca, han envuelto el
cuerpo en un lienzo y depositado sobre un banco de roca.
Después la entrada se ha sellado con una gran piedra.
Mientras, custodiando el lugar queda un grupo de soldados
de Roma.
Jesús yace como dormido en su última morada
terrenal.
Hombres de luto le portan con suavidad, como no queriendo
perturbar su descanso.
Pronta está la hora en que triunfe sobre las tinieblas
y se aparte del abrazo gélido de la muerte.
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Juan, el joven discípulo,
el discípulo amado, camina desconsolado por las calles
y plazas. No encuentra al maestro, al amigo, al que con
dulces palabras le encargó cuidar de María:
“…hijo, eh ahí a tu madre”.
Sobre tu trono dorado, a hombros de buena gente, llegas
a la calle del Molino y allí encuentras a la que
el Maestro, teniéndoos a los dos ante la cruz, había
dicho: “…madre eh ahí a tu hijo…”
El encuentro es fugaz… Todo debe seguir… como
está escrito.
Pronto el maestro, el amigo, el hermano, te bendecirá
con la gracia del Espíritu Santo y de tu boca y tu
mano saldrá fiel testimonio de su vida, sus enseñanzas
y sus actos. Tú, Juan, eres uno de los elegidos.
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María, con
el corazón traspasado por la pena, como si de puñales
se tratase, halla consuelo entre aquellos que han conocido
y amado al hijo que acaba de perder.
Un dosel de luto sobre plateados varales cubre de negrura
la noche. Solo nos alumbra la luz que irradia de su virginal
rostro. Rostro tachonado de lágrimas que brillan
como los luceros del firmamento.
Dulce rostro, amargo trance, Virgen de los Dolores, madre
nuestra. Enjuga tus lágrimas. No sufras. Alégrate
con nosotros. El gran día está cerca y el
alba del Domingo, con sus primeros rayos de luz, volverá
a traernos la esperanza.
No dudes, Señora, que las mujeres paduleñas,
hermanas tuyas en las alegrías y en el sufrimiento,
estarán siempre contigo, apoyándote, consolándote,
musitando una plegaria.
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Al fondo, sobre
el Gólgota paduleño, queda una cruz. Solo
una sencilla, austera y vacía cruz.
De sus brazos cuelga un lienzo ondeando al viento de la
noche, el que sostuvo el cuerpo sin vida de Jesús
en su descendimiento.
Pero ese objeto de tortura y muerte ya no lo es. Por Jesús
se ha transformado en símbolo de liberación,
por Él se ha convertido en bandera de esperanza que
identifica a los que conocemos, e intentamos seguir en nuestro
día a día, las enseñanzas del Maestro.
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Es la madrugada
del Domingo de Pascua. El día comienza a despuntar
y San Lucas, en su evangelio, nos relata como las mujeres:
“…muy
de mañana, fueron al sepulcro llevando los aromas
que habían preparado.”
“Pero encontraron que la piedra había sido
retirada del sepulcro, y entraron, pero no hallaron el cuerpo
del Señor Jesús.”
“No sabían que pensar de esto, cuando se presentaron
ante ellas dos hombres con vestidos resplandecientes.”
“Como ellas temiesen e inclinasen el rostro a tierra,
les dijeron:"
“¿Por qué buscáis entre los muertos
al que está vivo?”
“No está aquí, ha resucitado. Recordad
cómo os habló cuando estaba todavía
en Galilea, diciendo:”
“Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado
en manos de los pecadores y sea crucificado, y al tercer
día resucite. ".
Y ellas, como nosotros, recordaron sus palabras.
Judas, el discípulo traidor, que por treinta monedas
de plata vendió al maestro, no ha podido soportar
el peso de su culpa y se ha quitado la vida.
En Padul, aparece por doquier, como pelele relleno de paja
o hierva que cuelga de fachadas y balcones.
Convertido en el chivo expiatorio de la multitud que, rompiéndolo
en mil pedazos que se desperdigan por calles y plazas, desea
que, al paso del Resucitado, no haya nada que recuerde a
la muerte, que solo haya vida y regocijo por la segunda
oportunidad que se nos ha dado.
Júbilo en los corazones, repicar campanas, alegría
en el semblante de niños de corazón puro que
te preceden haciendo sonar sus campanillas.
Y siguiéndote, tu discípulo amado que al fin
te ha encontrado. Y próximo a este la madre que le
has dado… tu propia madre.
Ahora nos queda, como a los discípulos de Emaús,
que nuestros corazones se inflamen al oír su palabra.
Jesús ha resucitado de entre los muertos y está
entre nosotros.
¡ALELUYA!, ¡ALELUYA!
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Señoras…
señores no he venido a este estrado a anunciar nada
que no os resulte ya conocido; al contrario vengo a poner
letra a la música cofrade de vuestros labios, al
ritmo de marcha de vuestros pies.
A sacar de la más fina veta de vuestro interior,
esa forma de sentir y de creer tan propia de quien ama a
sus titulares.
A modelar con unas cuantas ideas y unas torpes palabras
-ligeras plumas que se lleva el viento- la sinfonía
de sentimientos y sensaciones con que os aprestáis
a agasajar a Jesús y María en las próximas
fechas.
Gracias, Señor, porque me has dado
el don de usar la palabra
para proclamar tu gloria…
para glosar tu legado…
para contar que el amor
es nuestro mejor regalo.
Gracias, Señor, porque permites
que le hable a mis hermanos de tu pasión y tu muerte…
del dolor que padeciste
para redimir al hombre
y perdonar sus pecados.
Y gracias mil veces, Señor,
porque me dejaste ver
que más allá de esa muerte…
lejos de hallar aflicción…
esta la inmensa alegría…
que fue tu PERDÓN
y gloriosa Resurrección.