Pregón
pronunciado por D. Antonio Arias Duarte
Centro Cultural Federico García Lorca
6 de abril de 2018
DIOS
ES AMOR
¿Cómo se ama a la Cruz?
Se ama, en aquel
que te lastima con su indiferencia, en el que no te escucha,
en la que te difama.
Se ama, construyendo cada día en tu familia, aunque
sientas que predicas en el desierto.
Se ama sembrando, aunque sientas que el viento de la indiferencia,
arrastra la semilla.
Tú nunca sabes si alguna quedó plantada y
la misericordia de Dios hará que dé fruto
a su tiempo, cuando menos lo esperes.
No temas la dureza del tiempo de siembra, piensa en la alegría
de la cosecha… que llega, hija, llega siempre.
Buenas noches y muchísimas gracias
por vuestra asistencia.
Sr. cura párroco de Padul Don Cristóbal, Sr.
presidente de la Federación de Cofradías Sr.
Arias y Junta Directiva, Sr. alcalde de Padul Don Manuel
Alarcón Pérez, Hnos. Mayores de las distintas
Cofradías, familiares, amigos y público en
general.
En primer lugar, quisiera agradecer a Don Sergio Palomares
Santiago, miembro comprometido con nuestra Semana Santa
y pregonero del pasado año, las palabras que me ha
dirigido como pregonero de esta Semana Santa del 2019. Creo
que te has excedido en tus alabanzas hacia mi persona, pero
de todas formas gracias Sergio y que Dios te bendiga siempre
a ti y a toda tu familia.
Mi más profundo agradecimiento también a don
José Arias Martín, como presidente de la Federación
de Cofradías de Padul y a la Junta Directiva, por
haber confiado en mí para una tarea tan importante
como esta.
Como bien sabes, dudé mucho y tardé un tiempo
en darte el “sí”. Solo lo hice
después de consultarlo mucho con la almohada y con
mi mujer, Pilar, que en todo momento me ha brindado todo
su apoyo para llevar a cabo esta tarea tan difícil
para mí. Soy muy consciente de que pronunciar este
discurso conlleva una gran responsabilidad, ya que para
ser pregonero de Semana Santa, hay que ser buen cristiano
y a mí aún me falta mucho camino por recorrer,
aunque con la ayuda de Dios, sigo por la senda de mejorar.
Intentaré transmitiros lo que mi alma siente de corazón.
Espero sepáis perdonarme aquellos fallos que podáis
observar durante mi intervención.
Lo primero que me vino a la memoria cuando
empecé a escribir este pregón fue mi infancia,
que transcurrió como la de cualquier niño
de la época.
Mi madre, siendo yo muy pequeño, me llevaba a la
Iglesia con mucha frecuencia. Me enseñó a
rezar oraciones que aún hoy sigo repitiendo; como
seguramente hicieron vuestras progenitoras con cada uno
de vosotros.
Transcurrieron unos años desde esa primera infancia
y le dije a mi madre: «Yo quiero ser monaguillo».
Una decisión que mis padres vieron con muy buenos
ojos. Mi madre habló con don Benjamín, que
era el párroco en aquellas fechas y este me aceptó,
por lo que desde entonces empecé a asistir a misa
todos los días. Convertirme en monaguillo me hizo
enfrentarme a una gran dificultad que superar y es que la
Santa Misa, como muchos de los aquí presentes recordaréis,
se oficiaba en latín. Tanto las preguntas que hacía
el sacerdote, como las repuestas que debíamos dar
los fieles, eran en esa lengua. Así que yo, que no
sabía latín, tuve que aprenderme las respuestas
de memoria. Más difícil lo tuvo mi madre,
que no solo tuvo que estudiar las respuestas, sino también
las preguntas, para hacérmelas a mí y ayudarme
a memorizar lo que debía contestar al sacerdote.
Así, por ejemplo, mi madre me decía: «Introibo
ad altare Dei» (es decir, «Entraré
al altar de Dios»); y yo tenía que contestarle:«Ad
Deum qui laetificat juventutem meam» (que quiere
decir «Hasta Dios que alegra mi juventud»).
O decía «Dóminus vobíscum»
(«El Señor esté con vosotros»),
para que le respondiera «Et cum spiritu tuo»
(que, como sabéis, significa «Y con
tu espíritu»).
Hoy, gracias a Dios, aquellas frases las repetimos todos
en español y nos enteramos de lo que contestamos.
Pasado un tiempo, decidí ir al Seminario, donde pasé
cuatro años. Sin embargo, el Señor me tenía
reservado otro camino diferente: el del matrimonio.
Muchos de vosotros me conocéis y sabéis lo
unido que siempre me he sentido a la Iglesia. No porque
sea ni mejor ni peor que nadie, sino porque siento en mi
corazón la necesidad de orar y de estar junto al
Señor, de buscarlo todos los días de mi vida.
Desde hace unos años, no muchos, cada Viernes Santo
se organiza el tradicional Encuentro de Pasos Infantiles
de Semana Santa y a mí, particularmente, me hace
mucha ilusión verlos expresar, tan pequeños,
su cariño por el mundo cofrade. ¡Con qué
respeto, con qué disciplina, portan los pasos que
representan la Pasión! Ellos son la cantera cofrade
de Padul, el futuro.
Pero qué diferentes son estos tiempos de los que
vivimos nosotros como niños. También hacíamos
nuestras representaciones, pero sin medios, con menos lujos
que hoy.
Recordaréis que cuando se acercaba la Semana Santa,
íbamos a las tiendas para pedir las latas vacías
de atún y con ellas nos hacíamos nuestros
tambores. Y ¿quién no fue a las barberías
o los bares buscando un periódico viejo para hacerse
las faldas y gorros de los soldados romanos y poder hacer
nuestros desfiles?
Seguro que muchos de los que estáis aquí salisteis
en esas representaciones, que como digo, eran distintas
a las de hoy.
La Semana Santa de los niños cuando éramos
pequeños, eran guiadas por el cura párroco
y sus ayudantes, que eran catequistas, grupos de Niños
Reparadores o grupos de Acción Católica, entre
otros.
Esas representaciones, o mejor dicho, esas catequesis, me
recuerdan una de tantas escenas que me impactaron en mi
infancia: “La huida de la Sagrada Familia a Egipto”.
Recuerdo a la Virgen con el Niño, ambos subidos en
una burra, y San José tirando delante. ¡Con
qué primor ella llevaba a Jesús, representado
por un niño de carne y hueso! y San José se
mostraba muy paciente y preocupado por la burra. De hecho,
de vez en cuando tenía que entrar algún mayor
en la representación para apaciguar al animal porque
este se espantaba. Y así todos los pasos.
Cerraba la procesión, como no podía ser de
otra manera, el Sr. Arzobispo acompañado de dos monaguillos.
Uno de ellos era yo, pues como veis, nosotros no nos conformábamos
con un cura y como no remendábamos de viejo, NO,
nosotros ¡Un Arzobispo!.
Dios es amor
¡Qué alegría, qué entusiasmo,
todos juntos cantando y gritando «Hosanna al Hijo
de David, bendito el que viene en nombre del Señor,
el Rey de Israel»!
¡Está entrando Jesús el Nazareno en
la ciudad de Jerusalén!
Todos, niños, jóvenes, mayores y ancianos,
portando palmas y ramos de olivo, salieron al encuentro
del Señor que venía montado en un pollino
y no en una carroza real, como era de esperar por parte
del pueblo de Israel.
Esto no lo entendemos: el Rey de Israel, un Dios todopoderoso,
subido en un asno... Sí, y vamos a proclamarlo Rey.
Sí, pero no un rey cualquiera, sino un Rey de Cielo
y Tierra.
No cabe en nuestros cálculos que un Dios todopoderoso
se humille de tal manera, hasta la muerte. Y además
una muerte de Cruz, la peor y más humillante a la
que podía ser condenado un malhechor en aquella época.
Pero ¡qué desgraciados y qué pronto
le abandonamos! Este no es el Rey que nosotros, indignos
de Él, creíamos. Y aún hoy nos pasa
como al pueblo de Israel: por la mañana, todo algarabía;
por la tarde, abandono.
Por la tarde en Padul, a eso de las cinco, gran multitud
de gente se acerca y abarrota el barrio de San Antonio y
las calles aledañas, para ver cómo esos jóvenes,
con ese fervor, admiración y esfuerzo portan sobre
sus hombros a ese Cristo subido en un pollino y a la voz
de «¡Al cielo con él!»,
la banda de música comienza a tocar el himno nacional,
y el Cristo, como en una nube, sale de su casa de hermandad.
Irremediablemente derramamos lágrimas de emoción,
todos a la espera de que Nuestra Señora del Valle
haga su salida para acompañar a su hijo en el recorrido
por las calles de nuestro pueblo para hacer la estación
de penitencia que se prolongará hasta altas horas,
acompañados por su hermano mayor, el equipo de Gobierno,
cofrades y mantillas.
“Otra primavera más en la
que nos recuerdas el amor que nos tienes, Señor”
Después de la entrada triunfal
de Jesús en Jerusalén, el Señor y los
doce se prepararon para festejar la Pascua, que celebraron
al estilo judío. Jesús les dijo a sus discípulos
que fueran preparando el lugar, así como la comida.
Mientras tanto, los príncipes de los sacerdotes y
ancianos del pueblo, que eran la máxima autoridad
eclesiástica, se habían reunido en el palacio
de Caifás para acordar la forma de apresar a Jesús
levantando falsos testimonios.
El objetivo era darle muerte, pero tenían miedo de
hacerlo durante la Pascua, ya que al no hallar motivos que
sustentaran sus injustas acusaciones, temían que
el pueblo pudiera sublevarse. Sin embargo, como solemos
decir, «todas las parvas tienen granzas»:
nos salió Judas, quien, al enterarse de que en casa
de Caifás estaban reunidos los ancianos y los príncipes
de los sacerdotes, les ofreció entregarles a Jesús.
Tras negociar el precio, convino en hacerlo por treinta
monedas de plata.
¡Qué traidor, qué
ruin, vender a su maestro por treinta monedas!
Jesús les dijo a sus discípulos: «He
deseado vivamente comer esta Pascua con vosotros antes de
mi pasión». Desde luego que es la principal
Pascua para nosotros los cristianos, ya que supone la introducción
al Triduo Pascual, que como sabemos, son: Viernes Santo,
Sábado Santo y Domingo de Resurrección. O
lo que es lo mismo: la Muerte, Sepultura y Resurrección,
todo un anticipo sacramental.
Oficios del Jueves
Santo
Jesús se reunió con los
doce en el Cenáculo, lugar cedido por gente de bien,
para celebrar la fiesta del Cordero.
En esta cena, se constituye la Eucaristía, se celebra
el Día del Amor Fraterno y la institución
del Sacerdocio.
Jesús, llegada la tarde, se fue al Cenáculo,
se sentó a la mesa con los doce y mientras comían,
les dijo: «Uno de vosotros, que está sentado
a la mesa conmigo y mete la mano en el plato, esta misma
noche me entregará». Judas se levantó
y le preguntó: «¿Seré yo,
Maestro?» y Jesús le contestó:
«Tú lo has dicho».
Mientras comían, Jesús tomó pan en
sus manos, lo bendijo, lo partió y se lo dio a sus
discípulos, diciendo: «Tomad y comed, este
es mi Cuerpo».
Tomando el Cáliz y dando gracias a Dios, se lo dio
diciendo: «Bebed todos de Él, que esta
es mi Sangre de la alianza, que será derramada por
muchos para la remisión de los pecados y os digo
que no beberé más de este fruto de la vid
hasta el día en que lo beba con vosotros de nuevo
en el reino de mi Padre».
De esta forma, queda instituida la Eucaristía por
Jesucristo hasta el fin de los tiempos. También queda
constituido el Orden Sacerdotal, al pronunciar las palabras
«Haced esto en conmemoración mía»
y el día del Amor Fraterno cuando les dice: «Amaos
los unos a los otros, como yo os he amado».
Fue una cena celebrada en la intimidad, con sus principales
allegados, para comunicarles a los Apóstoles lo que
debían hacer y cómo. Por eso los cristianos
debemos celebrar con gran entusiasmo el día del Jueves
Santo.
Vamos a misa ese día con alegría, a celebrar
la Última Cena. Todo comienza como lo haría
en un domingo cualquiera, pero empieza a cambiar al llegar
el Ofertorio, momento en que el sacerdote llama a doce personas
que representan a los doce Apóstoles, los sienta
en los escalones del altar mayor, se desprende de su casulla,
se ciñe una toalla, toma una jofaina junto con una
jarra con agua y les lava los pies.
Algunos de los que estamos hoy aquí hemos tenido
el privilegio de ser designados para este evento. En mi
caso, cuando don Cristóbal me dijo «Has sido
elegido para que este Jueves Santo seas uno de los doce
a los que voy a lavar los pies» y bien lo sabe él,
le respondí: «Yo no soy digno, soy un pecador».
Él me contestó: «Jesús vino
a salvar a todo el mundo y en especial a los pobres y pecadores».
Así que acepté y recordé la conversación
que San Pedro había mantenido con Jesús:
- «¿Tú lavarme
a mí los pies?», le preguntó
el apóstol.
- «Lo que yo hago, tú no lo sabes ahora;
lo sabrás después», respondió
Jesús. -Entonces le dijo Pedro: «Jamás
me lavarás tú los pies».
- Y la réplica del Nazareno fue: «Si
no te los lavare, no tendrás parte conmigo».
- Simón Pedro le dijo: «Señor,
entonces no solo los pies, sino también las manos
y la cabeza».
- Y Jesús añadió: «El que
se ha bañado no necesita lavarse, está todo
limpio, y vosotros estáis limpios, pero no todos».
Porque sabía quién había de entregarle.
Aquí Jesús nos demuestra
a qué vino a este mundo: no a ser servido, sino a
servir. Y eso es algo que todos debemos aprender a hacer
y ponerlo en práctica.
Mientras sucede todo esto, el coro canta:
Os doy un mandato nuevo
Que os améis mutuamente
Como yo os he amado
Dice el Señor.
La señal por la que el mundo distinguirá
a los cristianos
Ha de ser si nos amamos como Cristo nos amó.
Si el Señor nuestro maestro os ha lavado los pies
Sus discípulos seréis, siguiendo su mismo
ejemplo.
Continúa la Misa por el Ofertorio
y el coro vuelve a cantar:
Un mandamiento nuevo nos dio el
Señor
Que nos amáramos todos como Él nos amó.
La señal de los Cristianos es amarse como hermanos.
La misa prosigue hasta que, en la Comunión,
el coro interpreta un cántico relacionado con la
constitución de la Eucaristía:
Yo soy el pan de vida
El que viene a mí no tendrá hambre
El que cree en mí no tendrá sed
Nadie viene a mí, si mi padre no lo atrae
Yo lo resucitaré, yo lo resucitaré
Yo lo resucitaré en el día final
El Pan que yo daré
Es mi cuerpo vida para el mundo
El que siempre coma de mi carne
Vivirá en mí como yo vivo en mi Padre.
Al final, el sacerdote no despide al pueblo
ni echa la bendición hasta el día de la Resurrección
y a continuación se produce el traslado del Santísimo
al Altar preparado para la ocasión, cantando todo
el pueblo el “Pange Lingua, Tantum Ergo, Cantemos
al Amor de los Amores” y otros si hubiera lugar,
para que siga expuesto hasta la Comunión del Viernes
Santo.
Acabada la Cena y viendo Jesús que se acercaba la
hora, pidió a sus apóstoles que fueran a orar
en el Huerto de Getsemaní, una escena que nosotros
representamos con esa gran imagen de Jesús en Oración
en el Huerto de los Olivos, de José Navas Parejo,
uno de los pasos procesionales más bonitos de España.
Jesús se alejó de sus discípulos para
rezar, aunque antes les dijo: «Orad por mí,
pues mi tiempo se acaba».
Jesús oraba al Padre, pidiéndole que a ser
posible, alejara de él ese Cáliz de amargura.
Y continuó diciendo: «Padre, pero que no
se haga mi voluntad, sino la tuya». Jesús,
como humano sudaba, se angustiaba y comenzó a entristecerse,
ya que como Dios, sabía lo que le iba a pasar y decía:
«Triste sobremanera está mi alma a punto de
morir».
Cuando regresó con los suyos, encontró a Pedro
dormido y le preguntó: «¿De modo
que no has podido velar conmigo una hora?» «Velad
y orad, ya que no sabéis ni el día ni la hora».
De nuevo Jesús se alejó y siguió orando:
«Padre mío, si no puede pasar este cáliz
sin que yo lo beba, hágase tu voluntad».
Y volviendo otra vez, los encontró dormidos; tenían
los ojos cargados. A continuación les advirtió:
«Dormid ya y descansad, que ya se acerca la hora
y el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los
pecadores». Volvió de nuevo a ellos y
les dijo: «Levantaos, vamos, ya llega el que va
a entregarme».
No había acabado de hablar Jesús, cuando uno
de los doce, Judas, se acercó y besó al Maestro,
quien le dijo: «Con un beso entregas al Hijo del
Hombre». Ese beso era la contraseña que
tenía Judas con los príncipes de los sacerdotes
para hacer la entrega. Éstos, armados con espadas
y garrotes, prendieron a Jesús, según las
Escrituras, como si fuera un malhechor y al instante los
discípulos se dispersaron por miedo.
Jesús fue llevado ante Caifás, donde estaban
reunidos los escribas y los ancianos. Todos buscaban falsos
testimonios contra Jesús para darle muerte. Presentaron
varios testigos que lo acusaron, pero Jesús no respondió
a las preguntas ni a las falsas acusaciones del pontífice.
De manera que este, al final, terminó diciéndole:
«Te conjuro, por Dios vivo, a que me digas si eres
tú el Mesías, el hijo de Dios»;
y Jesús le respondió: «Tú
lo has dicho». Para después añadir:
«Y yo os digo que, a partir de ahora, veréis
al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo
sobre las nubes del cielo».
Entonces el Pontífice se rasgó sus vestiduras
y sentenció: «Ha blasfemado. ¿Qué
necesidad tenemos de más testigos? Acabáis
de oír la blasfemia. ¿Qué os parece?».
Y todos los allí presentes contestaron: «Reo
es de muerte». A partir de este momento, se desató
la ira y comenzaron a abofetearlo, a escupirle y a herirle
en la cara, mofándose de Él.
A Pedro, que lo seguía desde lejos en el Sanedrín,
se le acercó una mujer para preguntarle: «¿Tú
eres seguidor de Jesús?». Y él
rápidamente contestó: «No le conozco».
Más tarde se le acercó otra mujer que le hizo
la misma pregunta, y Pedro volvió a responder lo
mismo. Más tarde, se le acercaron todos los allí
presentes para acusarlo: «Tú eres de ellos;
tu hablar te delata». Pedro volvió a negarlo.
Al momento, como todos sabemos, cantó el gallo. Pedro
recordó lo que el Maestro le había dicho:
«Antes que el gallo cante, tú me habrás
negado tres veces». En ese momento, las miradas
de Jesús y Pedro se cruzaron. Pedro salió
fuera y lloró amargamente, muy arrepentido.
Llegada la mañana del viernes, Jesús fue atado
y conducido ante Pilatos, como podemos observar en las imágenes
que portan, con tanto cariño y respeto, ese equipo
de Nuestro Padre Jesús de la Flagelación,
obra del escultor granadino José Navas Parejo y en
la que podemos advertir esa sensación de dolor, rabia
e impotencia.
Tras ver Judas cómo había sido condenado Jesús,
arrepentido, devolvió las treinta monedas de plata
a los príncipes de los sacerdotes diciendo: «He
pecado entregando la vida de un inocente». A
lo que ellos contestaron: «¿A nosotros
qué?». Judas se marchó y se ahorcó.
Los príncipes de los sacerdotes no quisieron las
treinta monedas, ya que eran precio de sangre inocente,
por lo que compraron el campo del alfarero para sepultura
de peregrinos, y de esta manera se cumplió la profecía
de Jeremías: «Y tomaron treinta piezas
de plata, el precio en que fue tasado aquel a quien pusieron
precio los hijos de Israel, y los dieron por el campo del
alfarero, como el Señor me lo había ordenado».
Cuando llevaron a Jesús ante Poncio Pilatos, este
le hizo preguntas como «¿Eres tú
el Rey de los Judíos?». «Tú
lo dices», respondió Jesús, que
se limitó a contestar a las preguntas sin defenderse
de las acusaciones que habían vertido sobre él
los príncipes de los sacerdotes. Entonces Pilatos
propuso, como era costumbre por Pascua, soltar a un reo
y dio la opción de liberar al Nazareno o a Barrabás.
Mediante aclamación popular, se decidió salvar
a Barrabás. El prefecto romano preguntó: «¿Qué
hacemos con Jesús el llamado Mesías?».
Y todos a la vez, y voz en grito, contestaron: «¡Crucifícale,
crucifícale!». Viendo Pilatos que nada
podía hacer para salvar a Jesús, tomó
agua y se lavó las manos como señal de que
no había encontrado culpa en el Nazareno para crucificarlo.
«Soy inocente de esta sangre», dijo.
Soltó a Barrabás y a Jesús lo entregó
para que lo crucificaran.
¡Que humillación tan grande, Señor!
Te despojaron de tus vestiduras y te cubrieron con un manto
de púrpura, una corona de espinas y una caña
como cetro, para burla del pueblo. Le hirieron con la caña
que le habían dado como cetro.
Seguidamente, los soldados le pusieron su túnica
y le cargaron con una cruz de madera, como la que en la
actualidad porta la imagen de nuestro Padre Jesús
Nazareno, que data del siglo XVIII y es obra de autor desconocido:
unos la atribuyen a algún discípulo de Diego
de Mora y otros al cordobés Francisco Hurtado Izquierdo.
Ese Cristo muestra su rostro ensangrentado por los azotes
y los golpes recibidos, no solo de los soldados, sino más
bien por nosotros mismos, cada vez que nos apartamos de
Él, blasfemamos, injuriamos o lo negamos.
Cristo sufre hoy por nosotros cuando no lo seguimos, cuando
tenemos diferencias con nuestra familia, con nuestros amigos...
Portado por ese cuerpo de costaleros también uniformados,
con respeto y sabiendo que llevan en sus costales el peso
de la imagen del verdadero Hijo de Dios, y antes de coger
las trabajaderas, miran al Nazareno con ojos de pasión
y con el corazón encendido y angustiado de dolor
de ver a su Cristo con esa cara ensangrentada y esa corona
de espinas.
¡Que ese estado de ánimo no decaiga jamás,
amigos costaleros! que mantengáis ese fervor, esa
llama de Fe que lleváis en vuestros corazones, que
la paz del Señor esté siempre con vosotros
y que sepáis llevarla a la práctica toda vuestra
vida.
Señor Jesús, ya no puedes más, se te
acaban las fuerzas camino del Calvario. Por tres veces caes
al suelo y viéndote tu madre, impotente y desconsolada,
rompe a llorar por no poder ayudarte a llevar el Madero.
Pronto tienen que echar mano de un tal Simón de Cirene
que venía del campo y por allí pasaba. Le
cargaron la Cruz hasta el Calvario, como cada Semana Santa
lo hace ese cuerpo de costaleras con nuestro Cristo de las
Tres Caídas, obra de Eduardo Espinosa Cuadros en
el siglo XIX, que con tanto cariño lo portan. Ellas,
mirándole a la cara, antes de comenzar el Vía
Crucis, lloran de emoción, sabiendo que el Cristo
de las Tres Caídas las está contemplando dentro
de sus corazones. Esa imagen, que, con su mirada, inspira
serenidad, bondad y mucho amor, no solo por el dolor físico,
que también, sino por el amor que nos tiene a nosotros,
sus hijos.
Al llegar al Calvario, los soldados le despojan de sus vestiduras
y lo clavan en la Cruz.
Señor, me pongo en tu lugar… Qué dolor,
y más que el dolor físico, el dolor moral,
desnudo, repito, desnudo, sin prenda alguna, no como le
vemos en la Cruz… No tengo palabras para describir
el padecimiento y la vergüenza que debió pasar
antes de morir.
Se cumplió lo que decía la escritura “Se
repartieron su ropa y echaron a suertes su túnica.”
Jesús estaba en la Cruz y con Él dos ladrones,
uno a la derecha y otro a la izquierda. Ya agonizante, dijo
«Tengo sed» y le dieron una esponja mojada
en vinagre.
Un momento muy importante para mí y creo que para
todos los creyentes, fue cuando Jesús se dirigió
a su madre y al discípulo que Él amaba para
decirles: a ella, «Mujer, he ahí a tu hijo»;
y a él, «He ahí a tu madre».
Y desde aquel momento, la recibimos como nuestra Madre.
El cielo se nubló y las tinieblas cubrieron la tierra
hasta la hora nona, en la que murió Jesús,
se rasgó el velo del templo en dos. Rezaba al Padre
diciendo: «Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has abandonado?». Y, tras dar un fuerte
grito, inclinó la cabeza y murió.
El centurión, viendo lo que estaba sucediendo, dijo:
«Verdaderamente este era Hijo de Dios».
En las murallas de la Casa Grande, a las ocho de la tarde
del Viernes Santo, puntualmente se encuentra la cuadrilla
de costaleros del Señor Crucificado, rodilla en tierra
y rodeados de un respetuoso silencio. Solo se oye la voz
del capataz para dar órdenes. Sacan a la calle la
imagen del Crucificado como cada año. Mirando al
Cristo y en un silencio sepulcral, los pelos se ponen como
escarpias y algunas lágrimas se desbordan por las
mejillas al contemplar el rostro, las manos, los pies ensangrentados
y su costado traspasado por una lanza.
Cuando te miro, Señor Crucificado, sabes que pienso
en los enfermos y en las personas que tanto sufren en este
mundo.
Me emociona ver a las personas enfermas, que están
en la Residencia; te veo a ti, Señor, dándoles
la calma y la paciencia que necesitan.
Cuánto aumenta mi Fe al llevar la Comunión
a los enfermos. ¡Con qué alegría te
reciben! Nos besan, nos abrazan y sus caras de dolor cambian
al saber que van a recibir al Señor. Tú les
das la vida, los colmas de sabiduría, de Fe y de
fuerza para sobrellevar la enfermedad. Los vemos rezando
y confiando en Ti, porque Tú eres su mayor consuelo.
Esta imagen del Cristo Crucificado que se le atribuye a
Pablo de Rojas o a algún miembro de su escuela, de
entre los siglos XVI y XVII, de estilo barroco, así
como el trono, también de estilo barroco.
Esta cofradía fue creada el año 1984 y sacó
la imagen por primera vez en marzo de 1985. Por ciertas
circunstancias, esta cofradía llevaba unos nueve
años sin procesionar. Un grupo de gente, hombres
y mujeres, un día de San Sebastián, acordó
sacar al Cristo en la procesión del Viernes Santo.
Y así creamos la Junta Directiva, de la que un humilde
servidor salió elegido Hermano Mayor.
Se sacó en el trono de San Sebastián y al
siguiente año estrenó el trono, obra de Antonio
López Marín, a base de rifas y aportaciones
extraordinarias de los cofrades.
Recuerdo con mucho cariño a nuestra Hermana Mayor
Honorifica, Dolores García Ferrer, que estará
en el cielo disfrutando de la presencia del Señor,
ya que vivió toda su vida dedicada a Él. Nos
dijo en las murallas al pasar el Cristo con la banda de
música, «niños, que nunca le falten
los pitos al Señor», y hasta hoy no le han
faltado.
SONETO AL CRISTO
CRUCIFICADO
No me mueve. Mi Dios para quererte
El cielo que me tienes prometido
Ni me mueve el infierno tan temido
Para dejar por eso de ofenderte
Tú me mueves, Señor. Muéveme el verte
Clavado en una cruz y escarnecido
Muéveme ver tu cuerpo tan herido,
Muéveme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme en fin, tu amor, y en tal manera
Que aunque no hubiera cielo, yo te amara
Y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
Pues, aunque cuanto espero no esperara,
Lo mismo que te quiero, te quisiera.
(Anónimo del siglo XVII)
A continuación nos sigue nuestra
madre, La Virgen de las Angustias, que como su advocación
dice, toda angustiada, desconsolada, triste e impotente,
sostiene a su hijo muerto en sus brazos al pie de la cruz.
Las mujeres portan con especial esmero y recogimiento, sabiendo
que llevan en sus hombros la imagen de nuestra Madre del
Cielo.
Se desconoce el autor y el año, pero sí el
año de su fundación: 1783. En opinión
de algunos expertos, la imagen data de mediados del siglo
XVII.
Angustia, dolor, congoja
la más grande de las penas
al pie de la cruz sufriste.
¡Oh, Madre santa! ¡Oh, Madre buena!
Con Jesús en tu regazo, aún tu angustia fue
mayor,
y desde entonces tu angustia,
como nombre se llevó.
Como Virgen de las Angustias te veneramos,
Como Virgen de las Angustias te queremos,
Como Virgen de las Angustias te suplicamos,
que de esa angustia nos libremos.
Alivia con tu amor nuestros dolores,
consuela con tu gracia nuestras penas,
con humildad te lo piden tus cofrades.
¡Oh, Madre santa! ¡Oh, Madre buena!
Autora: Conchi Ballesteros.
El paso oscuro y tenebroso que impone
a los mayores e impacta a los niños, pero que representa
una realidad en nuestras vidas como es la muerte. Dada la
palidez de una persona muerta y desangrada a causa de las
heridas, es la mayor expresión de humildad que se
haya conocido a lo largo de la historia, que el propio Dios
hecho hombre muere para redimirnos. Es portado por cuatro
hombres, que por su seriedad, forma de vestir y la sobriedad
del paso, te imponen.
Le sigue la Virgen acompañando a su Hijo hasta el
sepulcro. Pero qué honor tienen las mujeres de nuestro
pueblo de poder representar a la Madre de Dios, nuestra
Madre, ataviada con traje de la época, manto negro
y túnica blanca, con qué elegancia, con qué
seriedad las tres marías le siguen detrás,
jóvenes bellezas de nuestro pueblo metidas en su
papel. Todos, con la mirada perdida en el suelo, van adorando
y rezando al Cristo que van a enterrar.
Y qué decir de nuestros soldados romanos, que pica
en mano cierran el cortejo de los pasos vivientes, vestidos
a estilo y usanza de la antigua Roma, que llegarán
hasta el sepulcro para asegurarse de que no sea robado el
cuerpo de Jesús.
Nuestra Verónica, ataviada con túnica blanca
y capa azul, que, compadecida, se acerca a Jesús
y enjuga su rostro con un paño. Gran sorpresa al
ver que el rostro del Señor ha quedado grabado en
su pañuelo.
Llegado el atardecer del Viernes Santo, no sabemos por qué
razón, Pilatos entregó el cuerpo de Jesús
a José de Arimatea, que el evangelio nos dice que
era discípulo de Jesús, pero amigo de Pilatos.
Lo llevó a enterrar, ya que la ley no permitía
que el cuerpo quedase en la cruz en sábado y tampoco
permitía bajarlo. Tomando el cuerpo de Jesús,
lo envolvió en una sábana y lo depositó
en su propio sepulcro, en el que no se había enterrado
a nadie. Le acompañaban de lejos María Magdalena
y la otra María.
Como Jesús había dicho antes de morir que
resucitaría al tercer día, Pilatos mandó
a la guardia para su custodia y sellaron el sepulcro, no
fuesen a robarlo.
Según las tradiciones judías, existían
dos formas de dar sepultura a los muertos: una honorable,
para todos los que habían vivido de un modo digno
y notable; y otra deshonrosa, para los delincuentes, pecadores
y cuantos morían de manera innoble, que eran arrojados
a una fosa común.
Qué diferencia hay entre la realidad de cómo
dieron sepultura a Cristo y la forma en que hoy lo llevamos
a enterrar, portado por un gran grupo de hombres, todos
vestidos con traje, corbata, zapatos negros y guantes blancos,
acompañados por una banda de música que interpreta
marchas fúnebres.
La imagen es de madera policromada, con poca sangre en el
cuerpo, pálido, la boca entreabierta y dientes tallados
y los ojos cerrados.
La urna que porta el cuerpo de Cristo es de madera y cristales
en los laterales y parte superior; el trono también
de madera barnizada en caoba, teniendo alrededor doce nichos
pequeños que albergan a los doce apóstoles.
Qué suerte tuviste, Juan (también llamado
el hijo del Trueno), siempre junto a tu Maestro y a su madre.
Realmente amaba al Señor, dedicó toda su vida
a predicar sobre el Amor de Dios y fue el único de
los doce que no conoció el martirio. El Señor
te encomienda el cuidado de su Madre, fuiste el segundo
en ver la tumba vacía. En tus epístolas aparece
la frase con la que yo he iniciado este pregón:
«DIOS ES AMOR».
Imagen de madera policromada con túnica verde y manto
rojo, portando en su mano derecha una palma del Domingo
de Ramos trenzada por los propios cofrades, el trono dorado
de estilo barroco. Los costaleros y costaleras con garbo,
energía y gran pasión portan la imagen del
discípulo amado.
Virgen de
los Dolores.
Con esa cara de dolorosa, por haber perdido lo que más
querías, “tu hijo”, incomprendido
por la gente de aquel tiempo y de gran parte de este. María
saca su fortaleza de la oración y sabiendo que es
la voluntad de Dios, nos das fuerzas a nosotros para comprender
tu dolor y sufrimientos diarios.
A la Virgen de los Dolores le pido que me dé fuerzas
para seguir su ejemplo en las dificultades que la vida nos
va presentando. Yo te recibo como Madre, desde que tu hijo,
agonizante en la Cruz, te dejó como madre nuestra.
El cuerpo de costaleras llevan a la Virgen en trono de palio,
que parece como si la llevaran los propios ángeles.
En silencio y respeto van rezando toda la procesión.
La imagen de vestir, coronada y con rostro de dolor, acompañada
por el cuerpo de camareras, ataviadas con peina y mantilla,
rosario y farol en las manos.
El trono data de 1954, tallado por Enrique Navas Parejo.
Posteriormente, en el año 1997, fue ampliado y reforzado,
como está en la actualidad, por Antonio López
Marín.
En tu frente de lirios angustiados.
Siete penas moradas, dolorosa.
Tus mejillas, ayer mística rosa.
Hoy nardos tristes al dolor ganados.
Siete dolores, Madre, atravesados.
En tu figura pálida y llorosa.
¡Cuánta tristeza, amarga y silenciosa,
Se refugia en tus ojos apagados!
Ese duelo infinito te proclama.
Capitana de amor y de quebranto,
Arrodillada, mística azucena.
Toda mi sangre tu dolor reclama;
¡No quiero, madre, que te aflijas tanto.
Un poco, dame de tu enorme pena!
(Anónimo)
Pisándole los pies a nuestra madre,
la Virgen de los Dolores, aparece la Cruz del Santo Sudario,
símbolo universal del cristianismo. Llevado por su
propio cuerpo de costaleros, los nazarenos van ataviados
con túnica burdeos, capillo y fajín blancos,
portan el trono tallado y bruñido en pan de oro por
Antonio López Marín. La cruz de madera policromada,
de autor desconocido, data del siglo XIX. Esta cruz simboliza
el triunfo de Jesús sobre la muerte. En la parte
superior aparece la siguiente inscripción “INRI”.
Estas letras latinas que presiden la cruz, representan la
inscripción que Pilatos ordenó colocar sobre
la Cruz de Jesús y son: Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum,
que traducido dice: Jesús de Nazaret, el Rey de los
Judíos.
En los brazos de la Cruz hay clavados dos clavos, que sirven
para sujetar un sudario, el cual sirvió a los discípulos
de Jesús para bajar su cuerpo sin vida de la Cruz
y va colocada en forma de M por María, que es la
que porta el Sudario.
Acabado el viernes santo, ¿Qué hago este Sábado
Santo? Madre mía, me olvido de que Tú, Virgen
de los Dolores, sigues de luto por tu Hijo, yo me olvido
que debo de acompañarte en tú dolor, haciendo
de este día, casi un día de fiesta y que pronto
vuelvo al ajetreo de la vida. Sigue siendo un día
de silencio, no hay misa. Se podría decir que es
el día de la Soledad de la Virgen, cuando yo debería
estar a tu lado, tú como madre y yo como hijo, con
la Fe que hemos recibido y en la certeza que resucitará.
Llegadas las once de la noche, nos reunimos en la iglesia,
para celebrar la Vigilia Pascual y la Resurrección
del Señor.
El sacerdote vestido de blanco, sale a la plaza de la iglesia,
donde se enciende una lumbre con restos de ramas de olivo
de la procesión del domingo de ramos del año
anterior. El sacerdote bendice el Cirio Pascual que representa
a Cristo resucitado y lo enciende con la llama procedente
de la hoguera. Acabada esta ceremonia, se vuelve a la iglesia
en procesión, siendo el Cirio la cabeza. Durante
la procesión, el sacerdote entona por tres veces,
un canto que dice: Luz de Cristo, y el pueblo responde:
Demos gracias a Dios. Se encienden las velas de los fieles
y alguna luz. Seguidamente, el sacerdote canta el pregón
Pascual y los lectores comienzan las lecturas y los salmos,
relativos al Génesis, la creación, el sacrificio
de Isaac, cruce del mar rojo, etc.
Tras las lecturas, el sacerdote entona el Gloria, la iglesia
se ilumina como ningún otro día del año,
se encienden las velas del altar mayor, repican las campanas
tocando a Gloria. ¡Que emoción, que alegría,
que alboroto! “Ha resucitado el Señor”.
Los cristianos festejamos este día como el día
más grande del año, ya que creemos firmemente
que Jesús ha resucitado y de no ser así, vana
sería nuestra Fe.
Acabada la misa y con la alegría y el gozo en nuestros
cuerpos, mucha gente permanece toda la noche haciendo los
“Júas” que a la mañana
siguiente se colgarán en los balcones de las casas
hasta que pase la procesión del Resucitado, acompañado,
como no podía ser de otra forma, por su madre la
Virgen María y San Juan. ¡Pero qué diferencia!
La Virgen, San Juan, y todos los cristianos hemos cambiado
nuestros rostros, irradiando alegría, que nos debería
de durar, para todos los días del año.
Que el Señor Resucitado, en la procesión no
pueda pasar hasta que el “Júas”
haya caído al suelo y lo pisoteemos, significa que
debemos de desterrar de nosotros todo lo malo que llevamos
dentro y pisotearlo para resucitar con Cristo, que significa
lo nuevo que debemos llevar en nuestra vida y que demos
ejemplo los cristianos, del amor que Dios nos tiene y nosotros
le tenemos a Él. “No está aquí, ha resucitado.”