Leyendas
(64). Leyenda de San Julián (El Hospitalario)
Padul Cofrade
Investigación. Leyendas
Padul, 13 de julio de 2020
En San Julián vivía
y rezaba un monje. Su dieta fundamental la constituían
hierbas crecidas en los alrededores, además de
los huevos y carnes de unas gallinas que se movían
por la plazuela y ladera del río.
En cierta ocasión un águila
que merodeaba por la sierra en busca de alimento atacó
a las aves, clavando en una de ellas sus afiladas garras
y huyó velozmente.
El monje pidió a San Julián
que convirtiera en piedra a la osada rapaz. Y así
fue, pudiéndose contemplar junto a la ermita
una roca con aspecto aquiliforme.
A esta ermita se le atribuyen algunas
apariciones que pueden ser fruto de los fenómenos
naturales ligados a los juegos de sol con aguas o niebla
que en tan interesante enclave pueden observarse.
Leyenda
de San Julián (El Hospitalario)
I
El padre y la madre de Julián
vivían en un castillo, entre bosques,
en la ladera de una colina.
Las cuatro torres de las esquinas
tenían tejados puntiagudos cubiertos
de escamas de plomo, y la base de los muros
se apoyaba en los canteros de rocas, que descendían
abruptamente hasta el fondo de los fosos.
Los adoquines del patio estaban
limpios como el enlosado de una iglesia. Largos
canalones, en figura de dragones con el hocico
hacia abajo, escupían el agua de las
lluvias en la cisterna; y en el borde de las
ventanas de todos los pisos, en macetas de arcilla
pintada, florecían una albahaca o un
heliotropo.
Un segundo recinto, hecho con
estacas, encerraba primeramente un vergel de
árboles frutales, luego un jardín
con combinaciones de flores que dibujaban cifras,
y más adelante un emparrado con glorietas
para tomar el fresco y un juego de mallo para
entretenimiento de los pajes. Al otro lado se
hallaban la perrera, las cuadras, la panadería,
el lagar y los hórreos. U n apacentadero
de verde césped se extendía por
todos lados, cercado también por un fuerte
seto de espinos.
Vivían en paz desde
hacía tanto tiempo que ya no se bajaba
el rastrillo; los fosos estaban llenos de agua,
las golondrinas anidaban en las grietas de las
almenas, y el arquero que durante todo el día
se paseaba por la muralla entre los baluartes,
cuando el sol calentaba demasiado, se metía
en la atalaya y se dormía como un fraile.
Dentro, los herrajes relucían
en todas partes; en las habitaciones los tapices
protegían contra el frío, los
armarios rebosaban de ropa, los toneles de vino
se apilaban en las bodegas, los cofres de roble
crujían bajo el peso de las talegas de
plata.
San Julián.
En la sala de armas, entre pendones
y hocicos de lieras, se veían armas de todas las
épocas y todas las naciones, desde las hondas de
los amalecitas y las jabalinas de los garamantes hasta
los alfanjes de los sarracenos y las cotas de malla de
los normandos.
En el gran espetón de la cocina
se podía asar un buey; la capilla era suntuosa
como el oratorio de un rey. Había también,
en un lugar apartado, una estufa romana, pero el buen
señor se privaba de ella porque estimaba que era
una costumbre idólatra.
Siempre envuelto en una pelliza de zorro,
se paseaba por su casa, administraba justicia a sus vasallos
y apaciguaba las querellas de sus vecinos. Durante el
invierno, miraba cómo caían los copos de
nieve o hacía que le leyesen historias. Cuando
comenzaba el buen tiempo, iba montado en su mula a lo
largo de los senderos hasta la linde de los trigales que
verdeaban y conversaba con los villanos, a los que daba
consejos. Tras muchas aventuras, se había casado
con una señorita de noble linaje.
Ella era muy blanca, seria y un poco
altiva. Los cuernos de su tocado rozaban el dintel de
las puertas; la cola de su vestido de paño se arrastraba
tres pasos detrás de ella. Su servicio doméstico
estaba reglamentado como en un monasterio; todas las mañanas
distribuía las tareas de las sirvientas, vigilaba
las confituras y los ungüentos, hilaba en la rueca
o bordaba manteles de altar. A fuerza de rogar a Dios,
tuvo un hijo.
Entonces, hubo grandes festejos, y un
banquete que duró tres días y cuatro noches,
a la luz de antorchas, al son de arpas y sobre alfombras
de follaje. Comieron gallinas grandes como corderos, aderezadas
con las especias más raras; para diversión
de los comensales, salió un enano de un pastel;
y, como las escudillas no eran suficientes porque la multitud
aumentaba constantemente, tuvieron que beber en los cuernos
y los cascos.
La recién parida no asistió
a estas fiestas. Se quedó tranquilamente en la
cama. Una noche se despertó y vio a la luz de la
luna que entraba por la ventana una especie de sombra
que se movía. Era un anciano con sayal, un rosario
en el costado, una alforja al hombro y todo el aspecto
de un ermitaño. Se acercó a la cabecera
de su cama y le dijo, sin despegar los labios:
-¡Regocíjate, oh madre! ¡Tu hijo será
santo!
Ella iba a gritar, pero, deslizándose por el rayo
de luna, el anciano se elevó suavemente en el aire
y desapareció, Los cantos del banquete resonaron
más inertemente. Ella oyó las voces de los
ángeles, y su cabeza volvió a caer en la
almohada, sobre la que pendía un hueso de mártir
en un marco de carbunclos.
Al día siguiente, todos los sirvientes interrogados
declararon que no habían visto ermitaño
alguno. Sueño o realidad, aquello debía
de ser una comunicación del cielo, pero la señora
cuidó de no hablar de ello, por temor a que la
acusaran de orgullo.
Los invitados se fueron al amanecer, y el padre de Julián
se hallaba fuera de la poterna, hasta donde acababa de
acompañar al último, cuando de pronto un
mendigo se alzó ante él entre la niebla.
Era un gitano de barba trenzada, con aros de plata en
ambos brazos y ojos llameantes. Balbuceó con aire
inspirado estas palabras sin ilación:
-¡Ah! ¡Ah! tu hijo… ¡Mucha sangre!
… ¡Mucha gloria! … ¡Siempre bienaventurado!
… ¡La familia de un emperador!
Y al agacharse para recoger la limosna, se perdió
entre la hierba y desapareció.
El buen castellano miró a derecha e izquierda,
llamó todo lo que pudo. ¡Nadie! El viento
silbaba y las brumas matinales se disipaban.
Atribuyó esa visión al
cansancio cerebral por haber dormido demasiado poco. «Si
hablo de esto se burlarán de mí»,
pensó. Sin embargo, los esplendores destinados
a su hijo le deslumbraban, aunque la promesa no era clara
e incluso dudaba de haberla oído.
Los esposos
se ocultaron su secreto. Pero ambos querían
al niño con igual amor y, respetándolo
como señalado por Dios, le hacían
objeto de infinitas atenciones. Su cuna estaba almohadillada
con el plumón más fino; una lámpara
en forma de paloma ardía continuamente sobre
ella, tres nodrizas le mecían y, bien fajado
en sus pañales, con la cara rosada y los
ojos azules, el manto de brocado y el gorrito adornado
con perlas, parecía un niño Jesús.
Le salieron los dientes sin que llorara una sola
vez.
Cuando
llegó a los siete años, su madre le
enseñó a cantar. Para hacerle valiente
su padre lo montaba en un caballo grande. El niño
sonreía satisfecho, y no tardó en
conocer todo lo concerniente a los destreros.
Un viejo fraile muy sabio le enseñó
la Sagrada Escritura, la numeración de los
árabes, las letras latinas y a hacer en vitelas
pinturas muy lindas. Trabajaban juntos, en lo alto
de una torrecilla, alejados del ruido.
Cuando terminaba la lección bajaban al jardín,
donde, paseándose lentamente, se dedicaban
a estudiar las flores.
A veces veían pasar por el fondo del valle
una recua de animales de carga conducidos por un
peón vestido a la oriental. El dueño
del castillo sabía que era mercader y le
enviaba un criado. El forastero adquiría
confianza, se desviaba de su camino e, introducido
en el locutorio, sacaba de sus cofres piezas de
terciopelo y de seda, objetos de plata, aromas,
cosas raras y de uso desconocido; luego, el buen
hombre se iba con una gran ganancia, sin haber sufrido
violencia alguna. Otras veces, llamaba a la puerta
un grupo de peregrinos. Sus ropas mojadas humeaban
ante el hogar, y cuando se calentaban y recuperaban
sus fuerzas, relataban sus viajes: las naves errantes
por el mar espumoso, las caminatas a pie por las
arenas ardientes, la ferocidad de los paganos, las
cavernas de Siria, el pesebre de Belén y
el Santo Sepulcro. Luego, regalaban al joven señor
las veneras de su capa.
Con frecuencia, el dueño del castillo agasajaba
a sus viejos compañeros de armas. Mientras
bebían, recordaban las guerras en que habían
intervenido, los asaltos a las fortalezas y el golpeteo
de las máquinas, y las grandes heridas recibidas.
Julián, que los escuchaba, gritaba entusiasmado
y su padre no dudaba de que más adelante
sería un conquistador. Pero al anochecer,
cuando salía del Ángelus y pasaba
entre los pobres inclinados, sacaba monedas de su
escarcela con tanta modestia y un gesto tan noble,
que su madre estaba segura de que andando el tiempo
llegaría a ser arzobispo.
San
Julián. Catedral de Cuenca.
Su puesto en la capilla estaba junto
a los de sus padres, y por largos que fuesen los oficios
permanecía de rodillas en su reclinatorio, con
la gorra en el suelo y las manos juntas.
Un día, durante la misa, vio, al levantar la cabeza,
un ratoncito blanco que salía de un agujero de
la pared. Correteó por el primer escalón
del altar, y, tras dos o tres vueltas a la derecha y la
izquierda, huyó por el mismo sitio. El domingo
siguiente la idea de que podía volver a verlo preocupaba
a .Julián. Volvió el ratón, y en
adelante lo esperaba todos los domingos, tan molesto que
terminó aborreciéndolo v decidió
deshacerse de él.
En consecuencia, cerró la puerta, sembró
las migajas de una torta en los escalones y se apostó
delante del agujero con una varita en la mano.
Al cabo de mucho tiempo apareció un hociquito rosado
y luego el ratón entero. Le descargó un
golpe ligero y se quedó estupefacto al ver que
el cuerpecito ya no se movía. Una gota de sangre
manchaba la losa. Se apresuró a limpiarla con la
manga, arrojó afuera el ratón y no dijo
nada a nadie.
Pajarillos de todas clases picoteaban los granos del jardín.
Se le ocurrió meter guisantes en una caña
hueca. Cuando oía gorjear en un árbol se
acercaba silenciosamente, levantaba la caña, inflaba
las mejillas, salían los guisantes y los pajaritos
le llovían sobre los hombros con tal abundancia
que no podía menos de echarse a reír, satisfecho
con su picardía.
Una mañana, cuando volvía por la cortina
del muro, vio en el crestón de la explanada un
gran palomo que se pavoneaba al sol. Julián se
detuvo para mirarlo. La muralla tenía en aquel
lugar una brecha y en ella encontró una piedra.
Giró el brazo y la piedra derribó al ave
que cayó a plomo en el foso.
Corrió hacia el fondo, desgarrándose en
las malezas, escudriñándolo todo, más
ágil que un perro joven.
El palomo, con las alas rotas, palpitaba colgado de las
ramas de un ligustro.
La persistencia de su vida irritó al niño.
Comenzó a estrangularlo, y las convulsiones del
ave hacían que latiera el corazón de Julián
y lo llenaban de una voluptuosidad salvaje y tumultuosa.
Cuando el palomo se estremeció por última
vez, se sintió desfallecer.
Por la noche, durante la cena, su padre declaró
que va estaba en edad de aprender la montería,
y fue en busca de un viejo cuaderno manuscrito que contenía
todo el deporte de la caza en forma de preguntas y respuestas.
Un maestro enseñaba en él a su alumno el
arte de adiestrar a los perros, domesticar a los halcones,
reconocer al ciervo por su vaho, al zorro por sus huellas,
al lobo por sus escarbaduras, el buen método para
descubrir sus pistas, de qué manera se los levanta,
donde se hallan habitualmente sus guaridas, cuáles
son los vientos más propicios, con la enumeración
de los gritos y de las reglas de la encarna.
Cuando, Julián pudo recitar de memoria todas esas
cosas, su padre le organizó una jauría.
En primer lugar se veían en ella veinticuatro lebreles
berberiscos más veloces, que gacelas, pero propensos
a desbocarse; luego diecisiete parejas de perros bretones
con manchas blancas sobre fondo rojo, que respondían
firmemente a su fama, fuertes de pecho y grandes ladradores.
Para atacar al jabalí y las huidas peligrosas había
cuarenta grifones, peludos como osos. Mastines de Trataría,
casi tan altos como asnos, de color de fuego, lomo ancho
y jarrete recto, estaban destinados a perseguir a los
oros. El pelaje negro de los pachones brillaba como si
fuera de raso; el gañido de los talbots era digno
del de los podencos cantores. En un patio aparte gruñían,
sacudiendo la cadena y rodando los ojos, ocho dogos alanos,
animales terribles que corren a la par de los jinetes
y no temen a los leones.
Todos comían pan de trigo candeal, bebían
en pilones de piedra y tenían un nombre sonoro.
La volatería superaba tal vez a la jauría;
el buen señor, a fuerza de dinero, había
conseguido torzuelos del Cáucaso, sacres de Babilonia,
jerifaltes de Alemania y halcones peregrinos capturados
en los acantilados, a la orilla de los mares fríos,
en países lejanos. Se alojaban en un cobertizo
con techo de bálago y, atados por orden de tamaño
en la alcándara, tenían delante un terrón
de césped, donde de cuando en cuando se los solía
posar para que se desentumecieran.
Redes para cazar conejos, señuelos, trampas de
lobos y lazos de todas clases fueron confeccionadas.
Con frecuencia llevaban al campo perros perdigueros que
no tardaban en ponerse de muestra. Entonces los monteros,
avanzando paso a paso, tendían con precaución
sobre sus cuerpos impasibles una gran red. Una orden les
hacía ladrar, las codornices levantaban el vuelo,
y las damas de los alrededores invitadas con sus maridos,
los niños, las camareras, todos se lanzaban sobre
ellas y las cazaban fácilmente.
Otras veces, para desemboscar liebres, tocaban el tambor;
los zorros caían en los hoyos, o bien un resorte,
al soltarse, atrapaba a un lobo por la pata.
Pero Julián despreciaba esos recursos tan cómodos;
prefería cazar a solas, con su caballo y su halcón.
Era casi siempre su gran azor escocés, blanco como
la nieve. Su capuchón de cuero tenía un
penacho, cascabeles de oro temblaban en sus patas azules,
y se mantenía firmemente en el brazo de su amo
mientras galopaba el caballo a través de las llanuras.
Julián le desataba las correas y lo soltaba de
pronto; el ave audaz ascendía directamente en el
aire como una flecha, y se veían dos manchas desiguales
dar vueltas, juntarse y luego desaparecer en las alturas
del cielo. El halcón no tardaba en descender desgarrando
alguna presa y volvía a posarse en el guantelete,
con las dos alas temblorosas.
Julián cazaba de esta manera la garza real, el
milano, la corneja y el buitre.
Cuando sonaba la trompa, le gustaba seguir a sus perros,
que corrían por las laderas de las colinas, saltaban
los arroyos y subían hacia el bosque; y cuando
el ciervo comenzaba a gemir a causa de las mordeduras,
se apresuraba a rematarlo y luego se deleitaba con la
furia de los mastines que lo devoraban, descuartizado
bajo su piel humeante.
Los días de bruma se introducía en un pantano
para acechar a los gansos, las nutrias y los ánades.
Tres escuderos le esperaban desde el alba al pie de la
escalinata, y era inútil que el viejo monje, asomándose
al tragaluz, le hiciera señas llamándole,
pues Julián no volvía, Se iba bajo el ardor
del sol, bajo la lluvia, bajo la tempestad, bebía
el agua de los manantiales con la mano, comía manzanas
silvestres mientras galopaba, si se sentía cansado
reposaba a la sombra de una encina, y regresaba a media
noche, cubierto de sangre y de lodo, con espinas en el
cabello y el olor de las fieras. Llegó a ser como
ellas. Cuando su madre le abrazaba, aceptaba fríamente
su abrazo, como si pensara en cosas profundas.
Mataba osos a cuchilladas, toros con el hacha, jabalíes
con venablo; e incluso una vez se defendió con
un palo de unos lobos que roían unos cadáveres
al pie de una horca.
Una mañana de invierno salió antes de amanecer,
bien equipado, con la ballesta al hombro y un haz de flechas
en el arzón de la silla.
Su caballo danés, seguido por dos perros de caza,
avanzando con paso rítmico, hacía resonar
la tierra. Gotas de escarcha se pegaban a su capa y soplaba
un fuerte viento. Un lado del horizonte se aclaró
y a la luz del crepúsculo vio unos conejos que
saltaban a la entrada de sus madrigueras. Los dos perros
de caza se abalanzaron inmediatamente sobre ellos, y no
tardaron en quebrarles el espinazo.
Poco después penetró en un bosque. En la
punta de una rama dormía con la cabeza bajo el
ala un urogallo, entumecido por el frío. Julián,
de un sablazo, le cortó las dos patas y sin recogerlo
continuó su camino.
Tres horas más tarde se encontró en la cima
de una montaña, tan alta que el cielo parecía
casi negro. Delante de él una roca parecida a un
largo muro se inclinaba sobre un precipicio, y en el borde
dos chivos salvajes miraban el abismo. Como no levaba
las flechas -porque el caballo se había quedado
atrás- se le ocurrió bajar hasta ellos;
medio encorvado y descalzo, llegó por fin adonde
estaba uno de los chivos y le hundió un puñal
en las costillas. El otro, aterrado, saltó al vacío.
Julián se lanzó para herirlo, pero le resbaló
el pie derecho y cayó sobre el cadáver del
primero de ellos con la cara sobre el abismo y los dos
brazos separados.
Cuando volvió a la llanura siguió una hilera
de sauces a la orilla de un río. Unas grullas,
que volaban a poca altura, pasaban de vez en cuando sobre
su cabeza. Julián las derribaba con su látigo,
sin fallar una.
Entretanto, el aire más tibio había fundido
la escarcha, flotaban grandes jirones de niebla y apareció
el sol. Julián vio relucir a lo lejos un lago congelado
que parecía de plomo. En el centro del lago estaba
un animal que Julián no conocía, un castor
de hocico negro. A pesar de la distancia lo mató
de un flechazo, y lamentó no poder llevarse la
piel.
Luego avanzó por una avenida de grandes árboles
que formaban con sus copas como un arco de triunfo a la
entrada de un bosque. Un corzo saltó fuera de una
espesura, un gamo apareció en una encrucijada,
un tejón salió de un agujero, un pavo real
hizo la rueda en el césped, y cuando hubo matado
a todos se presentaron otros corzos, otros gamos, otros
tejones, otros pavos reales, y mirlos, grajos, yesos,
zorros, erizos, linces y una infinidad de animales, cada
vez más numerosos. Daban vueltas a su alrededor
temblorosos, con una mirada llena de bondad y de súplica.
Pero Julián no se cansaba de matarlos, manejando
unas veces la ballesta, desenvainando la espada, clavándoles
el cuchillo, sin pensar en nada ni acordarse de nada.
Cazaba en una región cualquiera, desde un tiempo
indeterminado, y por el mero hecho de su propia existencia
todo se realizaba con la facilidad que se experimenta
en los sueños. Un espectáculo extraordinario
lo detuvo. Los ciervos llenaban un valle que tenía
la forma de un circo, y amontonados unos contra otros
se calentaban con su aliento, que se veía humear
en la niebla.
La esperanza de semejante matanza le sofocó de
placer durante unos minutos. Luego, se apeó del
caballo, se recogió las, mangas y comenzó
a disparar.
Al oír el silbido de la primera flecha todos los
ciervos volvieron la cabeza al mismo tiempo. Se abrieron
algunos huecos en su masa, se oyeron lamentos y un gran
movimiento agitó al rebaño.
La linde del valle era demasiado alta para franquearla,
y saltaban dentro del recinto tratando de escaparse. Julián
apuntaba y disparaba, y las flechas caían como
los rayos de una tormenta. Los ciervos, enfurecidos, se
golpeaban, se encabritaban, saltaban los unos por encima
de los otros, y sus cuerpos, con las cornamentas entrelazadas,
formaban un ancho montículo que se desplomaba al
desplazarse.
Por fin murieron, tendidos en la arena, con la baba en
el hocico, las entrañas fuera y la ondulación
de los vientres descendiendo poco a poco. Luego todo quedó
inmóvil.
Llegaba la noche, y detrás del bosque, entre las
ramas, se veía el cielo rojo como una sábana
de sangre.
Julián se recostó en un árbol y contempló
con los ojos muy abiertos la enormidad de la matanza,
sin comprender cómo había podido hacerla.
En el otro lado del valle, en la linde del bosque, vio
un ciervo, una cierva y su cervato.
El ciervo, que era negro y de una alzada monstruosa, tenía
dieciséis mogotes y barba blanca. La cierva, rubia
como las hojas secas, ramoneaba el césped, y el
cervatillo salpicado le mamaba la ubre sin interrumpir
su marcha.
La ballesta volvió a zumbar y el cervatillo cayó
muerto. Entonces su madre, mirando al cielo, bramó
con una voz profunda, desgarradora, humana. Julián,
exasperado, la derribó de un golpe en pleno pecho.
El ciervo grande lo vio y dio un salto. Julián
le disparó su última flecha. Le dio en la
frente y allí quedó clavada.
Pero el ciervo no pareció sentirla. Saltando sobre
los muertos avanzaba e iba a caer sobre él y destrozarle,
y Julián retrocedía con un espanto indecible.
El animal prodigioso se detuvo, y con los ojos llameantes,
solemne como un patriarca y como un justiciero, mientras
una campana repicaba a lo lejos, repitió tres veces:
-¡Maldito! ¡Maldito! ¡Maldito! ¡Un
día, corazón de fiera, asesinarás
a tu padre y tu madre!
Dobló las patas, cerró lentamente los ojos
y murió.
Julián se quedó estupefacto; luego, abrumado
por un cansancio súbito, se sintió presa
de un hastío y una tristeza inmensos. Con la cabeza
entre las manos lloró durante largo tiempo.
Su caballo se había perdido, los perros le habían
abandonado, la soledad que lo envolvía parecía
amenazarle con peligros imprecisos. En vista de ello,
impulsado por el temor, echó a correr a través
del campo, tomó a la ventura un sendero y se encontró
casi inmediatamente en la puerta del castillo.
Esa noche no durmió. A la luz oscilante de la lámpara
volvía a ver al gigantesco ciervo negro. Su predicción
le causaba obsesión, y luchaba contra ella. “¡No,
no, no! ¡Yo no puedo matarlos!”. Y luego pensaba:
“¿Si lo deseara, no obstante?” Y temía
que el Diablo le inspirase ese deseo.
Durante tres meses su madre, angustiada, oró a
la cabecera de su cama, y su padre, gimiendo, recorría
continuamente los corredores. Hizo llamar a los mejores
médicos, los que prescribieron muchas drogas. Decían
que la causa de la enfermedad de Julián era un
viento funesto o un deseo amoroso. Pero el joven respondía
a todas las preguntas sacudiendo la cabeza.
Recobró las fuerzas y le paseaban por el patio;
el anciano monje y el buen señor lo sostenían
cada uno por un brazo.
Cuando se restableció por completo se obstinó
en no volver a cazar.
Su padre quiso darle una alegría y le regaló
una magnífica espada sarracena.
Estaba en lo alto de un pilar, en su panoplia, y para
alcanzarla hacía falta una escala. Julián
subió por ella. La espada, demasiado pesada, se
le escapó de los dedos, y al caer rozó al
buen señor tan de cerca que le cortó la
hopalanda. Julián creyó que había
matado a su padre y se des-mayó.
Desde entonces le causaban mucho temor las armas. La vista
de una espada desenvainada le hacía palidecer.
Esa debilidad desconsolaba a la familia.
Por fin el anciano monje, en nombre de Dios y del honor
de sus antepasados, le ordenó que reanudara sus
prácticas de caballero.
Los escuderos se ejercitaban todos los días en
el manejo de la jabalina. Julián no tardó
en destacarse en ese ejercicio, pues embocaba la suya
en el gollete de las botellas, rompía las aletas
de las veletas y daba a cien pasos en los clavos de las
puertas.
Un anochecer de estío, a la hora en que la bruma
hace indistintas las cosas, cuando se hallaba bajo el
emparrado del jardín, vio muy en el fondo dos alas
blancas que revoloteaban a la altura de la espaldera.
No dudó de que era una cigüeña y le
lanzó su venablo.
Se oyó un grito desgarrador.
Era su madre, cuya papalina de largas cintas quedó
clavada en la pared.
Julián huyó del castillo
y nunca reapareció.
II
Se alistó en una pandilla de aventureros
que pasaba por allí.
Conoció el hambre, la sed, las fiebres y la miseria.
Se acostumbró al fragor de las refriegas y al aspecto
de los moribundos. El viento le curtió la piel.
Sus miembros se endurecieron con el contacto de las armaduras,
y como era muy fuerte, valiente, sobrio y prudente, consiguió
sin dificultad el mando de una compañía.
Al comienzo de las batallas arrastraba a sus soldados
con un gran movimiento de la espada. De noche trepaba
por los muros de las ciudadelas con uni cuerda de nudos,
balanceado por el huracán, mientras las pavesas
del fuego griego se pegaban a su coraza, y la resina ardiente
y el plomo fundido fluían de las almenas. Con frecuencia
el choque de una piedra destrozaba su escudo. Puentes
demasiado cargados de hombres se hundieron bajo él.
Blandiendo su maza se libró de catorce caballeros.
Desafió en campo cerrado a todos los que se presentaron.
Más de veinte veces lo creyeron muerto.
Gracias al favor divino salía siempre ileso, pues
protegía a los eclesiásticos, los huérfanos,
las viudas y sobre todo a los ancianos. Cuando veía
delante de él a un mercader gritaba para que volviera
la cara, como si temiera matarlo por equivocación.
Esclavos fugitivos, villanos rebelados, bastardos sin
fortuna, aventureros de todas clases afluían para
ponerse a sus órdenes, y así formó
un ejército.
Este creció, Julián se hizo famoso y se
lo solicitaba.
Alternativamente ayudó al Delfín de Francia,
al Rey de Inglaterra, a los templarios de Jerusalén,
al jefe de los partos, al Negus de Abisinia y al emperador
de Calcuta. Combatió contra los escandinavos, revestidos
con escamas de peces; los negros con rodelas de cuero
de hipopótamo y montados en asnos rojos; los indios
de color de oro que blandían sobre sus diademas
sables de hoja ancha más límpidos que espejos.
Venció a los trogloditas y los antropófagos.
Cruzó por regiones tan tórridas que con
el calor del sol las cabelleras se encendían como
antorchas: y por otras tan glaciales que los brazos se
desprendían del cuerpo y caían al suelo;
y por países donde había tanta niebla que
se caminaba rodeado de fantasmas.
Las repúblicas que se encontraban en dificultades
le consultaban, v en las entrevistas de embajadores obtenía
condiciones inesperadas. Si un monarca se comportaba demasiado
mal, Julián se presentaba de pronto y lo amonestaba.
Liberaba a los pueblos. Puso en libertad a reinas prisioneras
en torres. N» fue él, y sólo él,
quien mató a la serpiente de Milán y al
dragón de Oberbirbach.
Ahora bien, el emperador de Occitania, después
de vencer a los musulmanes españoles, se había
unido ir concubinato con la hermana del calilà
de Córdoba, y tenía de ella una hija a la
que educaba cristianamente. Pero el calilà, simulando
que quería convertirse, fue a visitarlo con un
acompañamiento numeroso, asesinó a toda
la guarnición. lo arrojó en el fondo de
una mazmorra y lo trató cruelmente para apoderarse
de sus tesoros.
Julián acudió en su ayuda, destruyó
el ejército de los infieles, sitió la ciudad,
mató al calilà, le cortó la cabeza
y la arrojó como una bola por encima de las murallas.
Luego, sacó al emperador de su prisión y
lo puso otra vez en el trono en presencia de toda la corte.
El emperador, como premio por tal servicio, le ofreció
mucho dinero en cestas. Julián no quiso recibirlo.
Creyendo que deseaba más, le ofreció las
tres cuartas partes de sus bienes, y hubo un nuevo rechazo.
Luego le propuso compartir su reino, y Julián se
lo agradeció, pero tampoco aceptó. El emperador
lloró de despecho, porque no sabía de qué
manera mostrar su agradecimiento. Pero de pronto se golpeó
la frente y dijo unas palabras al oído de un cortesano.
Se descorrieron unas cortinas y apareció una muchacha.
Sus grandes ojos negros brillaban como la suave luz de
dos lámparas. Una sonrisa encantadora le separaba
los labios. Los bucles de su cabello se enganchaban con
las piedras preciosas de su vestido entreabierto y, bajo
la transparencia de la túnica, se adivinaba la
juventud de su cuerpo. Era linda, bien formada y esbelta.,
Julián quedó deslumbrado y enamorado de
ella, tanto más por cuanto había llevado
hasta entonces una vida muy casta.
En consecuencia, recibió en matrimonio a la hija
del emperador y un castillo heredado por ella de su madre;
y una vez terminadas las bodas se despidieron, después
de infinitas cortesías por ambas partes.
Era aquel un palacio de mármol blanco de estilo
morisco estaba situado en un promontorio, rodeado por
un bosque de naranjos. Arriates de flores descendían
hasta la orilla de un golfo, donde conchillas rosadas
crujían bajo los pies. Detrás del castillo
se extendía un bosque en forma de abanico. El cielo
estaba siempre azul; y los árboles se inclinaban,
ora al impulso de la brisa marina, ora al del viento de
las montañas que cerraban a lo lejos el horizonte.
Las habitaciones, sumidas en la penumbra, eran iluminadas
por las incrustaciones de las murallas. Altas columnitas,
delgadas como cañas, sostenían la bóveda
de las cúpulas, decoradas con relieves que imitaban
las estalactitas de las grutas.
Había surtidores en las salas, mosaicos en los
patios, tabiques festoneados, mil exquisiteces arquitectónicas,
y en todas partes tal silencio que se oía el roce
de una seda ‘o el eco de un suspiro.
Julián no guerreaba ya. Descansaba, rodeado de
gente tranquila; y todos los días desfilaba delante
de él una multitud que le hacía genuflexiones
o besamanos a la oriental.
Vestido de púrpura, permanecía apoyado en
el alféizar de una ventana recordando sus cacerías
de otro tiempo, y habría querido correr por el
desierto tras las gacelas y los avestruces, ocultarse
en los bambúes al acecho de los leopardos; atravesar
bosques, llenos de rinocerontes, subir a la cima de las
montañas más inaccesibles para apuntar mejor
a las águilas, y apostarse en los témpanos
del mar para luchar con los osos blancos.
A veces se veía en sueños como nuestro padre
Adán en el Paraíso, entre todos los animales,
y estirando el brazo los mataba; o bien desfilaban de
dos en dos por orden de tamaño, desde los elefantes
y los leones hasta los armiños y los ánades,
como cuando entraron en el arca de Noé. Oculto
en una caverna, disparaba contra ellos venablos infalibles,
pero llegaban otros y aquello no terminaba, y se despertaba
lanzando hacia todos lados miradas feroces.
Príncipes amigos suyos le invitaban a cazar, pero
él se negaba siempre, pues creía que con
esa especie de penitencia conjuraba su maldición,
porque lt parecía que de la muerte de los animales
dependía el destino de sus padres. Pero sufría
no viéndolos, y este otro deseo se le hacía
insoportable.
Su esposa, para distraerlo, ordenó que llevaran
al castillo juglares y bailarinas.
Se paseaba con él, en litera abierta, por los campos;
y otras veces, tendidos en una lancha, miraban cómo
los peces vagabundeaban en el agua, clara como el cielo.
Con frecuencia ella le arrojaba flores a la cara o, agazapada
a sus pies, tocaba una mandolina de tres cuerdas, y luego,
posando en su hombro las dos manos juntas, le preguntaba
con voz tímida:
-¿Qué os sucede, mi querido señor?
Él no contestaba o prorrumpía en sollozos.
Por fin, un día confesó su horrible pensamiento.
Ella le contradijo, razonando muy bien: sus padres habían
muerto ya, probablemente, y si alguna vez volvía
a verlos, ¿por qué casualidad, con qué
fin podía cometer esa abominación? Por consiguiente,
su temor era infundado y debía volver a cazar.
Julián sonreía escuchándola, pero
no se decidía a satisfacer su deseo.
Una noche del mes de agosto, cuando estaban en su habitación,
ella acababa de acostarse y él se arrodillaba para
rezar su oración, Julián oyó el gañido
de un zorro y luego pasos ligeros bajo la ventana, y entrevió
en la oscuridad como apariencias de animales. La tentación
era demasiado fuerte y descolgó su carcaj.
Ella pareció sorprendida.
-Es para obedecerte -dijo él-. Cuando salga el
sol estaré de vuelta.
Pero ella temía una aventura funesta.
Julián la tranquilizó y se fue, asombrado
por lo inconsecuente de su modo de ser.
Poco después llegó un paje para anunciar
que dos desconocidos deseaban ver inmediatamente a la
señora en ausencia del señor.
Y pronto entraron en la habitación un anciano y
una anciana, encorvados, polvorientos, vestidos modestamente
y apoyado cada uno en un bastón.
Se alentaron mutuamente y declararon que llevaban a Julián
noticias de sus padres.
La señora se inclinó para escucharlos.
Pero, poniéndose de acuerdo con la mirada, ellos
le preguntaron si Julián seguía queriéndolos
y si hablaba de ellos alguna vez.
-¡Oh, sí! -contestó ella.
Entonces exclamaron:
-¡Pues bien, somos nosotros!
Y se sentaron, pues estaban muy cansados.
Nada aseguraba a la joven que su esposo fuese hijo de
ellos, pero se lo probaron describiendo las señales
particulares que Julián tenía en la piel.
Saltó de la cama, llamó a su paje y les
sirvieron la comida.
Aunque tenían mucha hambre no podían comer,
y ella observaba disimuladamente, el temblor de sus manos
huesudas al tomar los vasos.
Le hicieron mil preguntas acerca de Julián y contestó
a todas, pero tuvo buen cuidado de callar la idea fúnebre
que les concernía.
Le dijeron que, al ver que él no volvía,
habían dejado su castillo y desde hacía
muchos años lo buscaban siguiendo vagas indicaciones
y sin perder la esperanza. Habían gastado tanto
dinero en el peaje de los ríos y en las posadas,
en los derechos de los príncipes y las exacciones
de los ladrones, que su bolsa estaba ya vacía y
tenían que mendigar. Pero no importaba, pues muy
pronto abrazarían a su hijo. Celebraban su dicha
por tener una esposa tan bella, y no se cansaban de contemplarla
y de besarla.
La opulencia de la habitación les asombraba mucho,
y el anciano, después de examinar las paredes,
preguntó por qué estaba allí el blasón
del emperador de Occitania.
La señora contestó:
-Es mi padre.
El anciano se estremeció, recordando la predicción
del gitano, v la anciana pensó en las palabras
del ermitaño. Sin duda la gloria de su hijo no
era sino la aurora de esplendores eternos; y los dos se
quedaron estupefactos a la luz del candelabro que iluminaba
la mesa.
Debían de haber sido muy bellos en su juventud.
La madre conservaba toda su cabellera, cuyas finas crenchas,
parecidas a placas de nieve, le llegaban hasta más
abajo de las mejillas; y el padre, con su alta estatura
y su larga barba, parecía una imagen de iglesia.
La esposa de Julián les aconsejó que no
siguieran esperándole. Ella misma los acostó
en su cama, luego cerró la ventana y se durmieron.
Iba a amanecer v al otro lado de los cristales comenzaban
a cantar los pajaritos.
Julián había cruzado el parque y caminaba
por el bosque con paso nervioso, gozando con la blandura
del césped y la tibieza del aire.
Las sombras de los árboles se extendían
por el musgo veces la luna ponía manchas blancas
en los claros, y él vacilaba en seguir adelante
creyendo ver un charco, o bien la superficie inmóvil
de los pantanos se confundía con el color de la
hierba. Reinaba en todas partes un gran silencio y no
veía ninguno de los animales que pocos minutos
antes erraban alrededor del castillo.
El bosque se espesaba y la oscuridad era cada vez más
densa. Pasaban ráfagas de viento cálido,
llenas de olores excitantes. Se hundía en montones
de hojas secas y se apoyó en una encina para jadear
un poco.
De pronto, a su espalda, saltó un bulto más
negro: un jabalí. Julián no tuvo tiempo
para tomar el arco, y se afligió por ello como
si le hubiera sucedido una desgracia.
Luego, al salir del bosque, vio un lobo que corría
a lo largo de un seto.
Julián le disparó una flecha. El lobo se
detuvo, volvió la cabeza para mirarle y reanudó
su carrera. Trotaba manteniendo siempre la misma distancia,
se detenía de vez en cuando, y tan pronto como
Julián le apuntaba volvía a huir.
Julián recorrió de esta manera una llanura
interminable, luego montículos de arena, y por
fin se encontró en una meseta que dominaba una
gran extensión de terreno. Había piedras
planas diseminadas entre sepulturas en ruinas. Se tropezaba
con osamentas de muertos, y de trecho en trecho unas cruces
carcomidas se inclinaban con aspecto lamentable. Pero
unas figuras se movían en la sombra indecisa de
las tumbas, y de ellas salieron unas hienas muy asustadas
y jadeantes. Haciendo restallar las uñas en las
losas se acercaron a Julián y lo olfatearon, con
un bostezo que les dejaba en descubierto las encías.
Desenvainó el sable y las hienas huyeron al mismo
tiempo en todas direcciones, y con un galope renco y precipitado
se perdieron a lo lejos entre una nube de polvo.
Una hora después encontró en un barranco
un toro furioso, dispuesto a embestir y que escarbaba
la arena con las patas. Julián le asestó
la lanza bajo la papada, pero se rompió como si
el animal hubiese sido de bronce. Julián cerró
los ojos, esperando la muerte, pero cuando volvió
a abrirlos el toro había desaparecido.
Entonces, su ánimo se abatió de vergüenza.
Un poder superior destruía su fuerza; y penetró
de nuevo en el bosque para volver a su casa.
Lo obstruían las lianas, y Julián las cortaba
con el sable, cuando una garduña se deslizó
bruscamente entre sus piernas, una pantera saltó
sobre su hombro, una serpiente subió en espiral
alrededor de un fresno.
Iglesia de San Julián y Santa
Basilisa.
En las ramas de éste se hallaba una corneja monstruosa
que lo miraba, y aquí y allá aparecieron
en el ramaje grandes chispas, como si el firmamento hubiese
hecho llover sobre el bosque todas sus estrellas. Eran
ojos de animales: gatos monteses, ardillas, búhos,
loros y monos.
Julián les disparó sus flechas, pero las
flechas, con sus plumas, se posaban en las hojas como
mariposas blancas. Se maldecía, habría querido
golpearse, gritaba imprecaciones y se ahogaba de rabia.
Y todos los animales que había perseguido se presentaron
y formaron a su alrededor un estrecho círculo.
Unos estaban sentados sobre su grupa, otros completamente
erguidos. Él se hallaba en el centro, helado de
terror, incapaz del menor movimiento. Mediante un esfuerzo
supremo de su voluntad dio un paso; los que se posaban
en los árboles abrieron las alas, los que estaban
en tierra movieron sus miembros, y todos le acompañaron.
Las hienas marchaban delante de él; el lobo y el
jabalí, detrás. El toro, a su derecha, balanceaba
la cabeza; y la serpiente, a su izquierda, ondulaba entre
las hierbas, en tanto que la pantera, arqueando el lomo,
avanzaba silenciosamente y a grandes trancos. Julián
caminaba lo más lentamente posible para no irritarlos,
y veía salir de los matorrales puercoespines, zorros,
víboras, chacales y osos.
Julián echó a correr y ellos también
corrieron. La serpiente silbaba y los animales malolientes
babeaban. El jabalí le rozaba los talones con los
colmillos y el lobo las palmas de las manos con los pelos
del hocico. Los monos le pellizcaban gesticulando y la
garduña se revolcaba bajo sus pies. Un oso le quitó
el sombrero de un zarpazo, y la pantera, desdeñosamente,
dejó caer una flecha que llevaba en el hocico.
Se percibía una ironía en su manera de proceder
socarrona. Mientras lo observaban con el rabillo del ojo
parecían meditar un plan de venganza; y ensordecido
por el zumbido de los insectos, golpeado por las colas
de las aves, sofocado por los alientos, caminaba con los
brazos extendidos y los ojos cerrados como un ciego, sin
siquiera tener fuerza para gritar: «¡Perdón!».
El canto de un gallo vibró en el aire. Le respondieron
otros. Amanecía y vio, más allá de
los naranjos, el tejado de su palacio.
Luego, en la linde de un campo, vio a tres pasos de distancia,
unas perdices rojas que revoloteaban en los rastrojos.
Se quitó la capa y la tendió sobre ellas
como una red.
Cuando la retiró no encontró más
que una, muerta desde hacía mucho tiempo y putrefacta.
Esa decepción le exasperó más que
todas las otras. Volvió a sentir su sed de matanza.
Faltaban los animales y habría deseado matar seres
humanos.
Subió lastres terrazas y de un puñetazos
derribó la puerta, pero al pie de la escalera le
enterneció el recuerdo de su querida esposa. Sin
duda dormía e iba a despertarla.
Se quitó las sandalias, giró suavemente
la llave en la cerradura y entró.
Los ventanales guarnecidos con plomo oscurecían
la palidez de la aurora. Julián se trabó
los pies en las ropas que había en el suelo; un
poco más adelante tropezó con un trinchero
todavía cargado con vajilla. «Ha comido,
sin duda», pensó, y se acercó a la
cama, perdido en las tinieblas del fondo de la habitación.
Cuando llegó a la cama se inclinó para besar
a su esposa sobre la almohada donde descansaban las cabezas
de los dos ancianos, la una junto a la otra, y sintió
junto a su boca la impresión de una barba.
Retrocedió, creyendo que se había vuelto
loco, pero volvió a acercarse al lecho, y sus dedos
palparon unos cabellos muy largos. Para convencerse de
su error volvió a pasar lentamente la mano por
la almohada. ¡Esta vez era ciertamente una barba
y aquel era un hombre! ¡Un hombre acostado con su
esposa!
Presa de una ira inmensa, saltó sobre ellos asestando
puñaladas, pataleando, echando espuma y aullando
como una fiera. Luego se detuvo. Los muertos, con el corazón
atravesado, ni siquiera se habían movido. Julián
escuchó atentamente los dos estertores casi iguales,
y a medida que se debilitaban otro, más lejano,
los continuaba. Incierta al principio, aquella voz plañidera,
sostenida largo tiempo, se fue acercando, se ahuecó
y se hizo cruel, y Julián reconoció, aterrado,
el bramido del gran ciervo negro.
Y al volverse, creyó ver en el marco de la puerta
el fantasma de su esposa con una luz en la mano.
El ruido del homicidio la había atraído.
Con una mirada comprendió todo, y al huir horrorizada
dejó caer la antorcha.
Julián la recogió.
Su padre y su madre estaban delante de él, tendidos
de espalda y con un agujero en el pecho. Sus rostros,
majestuosamente apacibles, parecían guardar un
secreto eterno. Salpicaduras y charcos de sangre se veían
en su piel blanca, en las sábanas de la cama, en
el piso y en un Cristo de marfil colgado en la pared de
la alcoba. El reflejo escarlata del ventanal, en el que
daba el sol en aquel momento, iluminaba esas manchas rojas
y proyectaba otras muchas en toda la habitación.
Julián se acercó a los dos muertos diciéndose,
y queriendo creerlo, que aquello no era posible, que se
había engañado, que a veces se dan semejanzas
inexplicables. Por fin se inclinó ligeramente para
ver más de cerca al anciano, y percibió
entre sus párpados mal cerrados una pupila apagada
que le quemó como si fuera fuego. Pasó al
otro lado de la cama, ocupado por el otro cuerpo, cuyos
cabellos blancos ocultaban una parte del rostro. Le pasó
los dedos por las guedejas, le levantó la cabeza
y la contempló, sosteniéndola con el brazo
rígido, mientras con la otra mano la iluminaba
con la antorcha. Del colchón rezumaban unas gotas
que caían una a una en el piso.
Al final del día se presentó ante su esposa
y, con una voz diferente de la habitual, le ordenó
primeramente que no le respondiera, ni se le acercara,
ni siquiera lo mirara, y que cumpliera, bajo pena de condenarse,
todas sus órdenes, que eran irrevocables.
Los funerales se harían de acuerdo con las instrucciones
que dejaba por escrito en un reclinatorio de la cámara
mortuoria. Él le legaba su palacio, sus vasallos,
todos sus bienes, sin siquiera conservar las ropas de
su cuerpo, ni sus sandalias, que se encontrarían
en lo alto de la escalera.
Ella había obedecido la voluntad de Dios al dar
ocasión para su crimen, y debía rogar por
su alma, puesto que en adelante ya no existía.
Enterraron a los muertos con magnificencia en la capilla
de un monasterio situado a tres jornadas del castillo.
Un monje con la capucha baja siguió al cortejo,
lejos de todos los demás, sin que nadie se atreviera
a hablarle.
Durante la misa se mantuvo tendido boca abajo en la portada
del templo, con los brazos en cruz y la frente en el polvo.
Después del sepelio se le vio tomar el camino que
llevaba a las montañas. Se volvió muchas
veces y al fin desapareció.
III
Se fue a pedir limosna por el mundo.
Tendía la mano a los caballeros en los caminos,
haciendo genuflexiones se acercaba a los segadores, o
permanecía inmóvil ante la palanquera de
los patios, y tenía el rostro tan triste que nunca
le negaban la limosna.
Por espíritu de humildad relataba su historia,
y todos huían de él, haciendo la señal
de la cruz. En las aldeas por donde había pasado
ya, tan pronto como lo reconocían cerraban las
puertas, le gritaban amenazas y le arrojaban piedras.
Los más caritativos ponían una escudilla
en el borde de la ventana y luego cerraban la persiana
para no verlo.
Rechazado en todas partes, evitaba a los hombres, y se
alimentaba con raíces, plantas, frutos caídos
y mariscos que buscaba en las playas. A veces, al llegar
a lo alto de un cerro, veía abajo una confusión
de tejados amontonados, con campanarios de piedra, puentes,
torres, calles oscuras que se entrecruzaban, y de allí
ascendía hasta él un zumbido continuo.
La necesidad de compartir la vida de los demás
le hacía bajar a la ciudad. Pero el aspecto bestial
de las caras, el estruendo de las diferentes actividades,
la indiferencia de las palabras le helaban el corazón.
Los días de fiesta, cuando la campana mayor de
las catedrales alegraba desde el amanecer a la población
entera, contemplaba a los habitantes que salían
de sus casas, y luego las danzas en las plazas, las fuentes
de cerveza en las esquinas, las colgaduras de damasco
ante las residencias de los príncipes, y cuando
llegaba la noche, por los cristales de las plantas bajas,
las largas mesas familiares y a los abuelos con sus nietos
en las rodillas. Los sollozos le ahogaban y volvía
al campo.
Contemplaba amorosamente los potros en los pastos, los
pájaros en sus nidos, los insectos en las flores;
todos, cuando él se acercaba, corrían, se
ocultaban asustados o se alejaban volando.
Buscaba las soledades. Pero el viento llevaba a sus oídos
como estertores de agonía; las lágrimas
del rocío que caían en tierra le recordaban
otras gotas más pesadas. Todas las tardes el sol
ponía sangre en las nubes y todas las noches en
el sueño se repetía su parricidio.
Se hizo un cilicio con puntas de hierro. Subía
de rodillas por todas las colinas que tenían una
capilla en la cima. Pero la idea inexorable oscurecía
el esplendor de los tabernáculos y le torturaba
a través de las maceraciones de la penitencia.
No se rebelaba contra Dios, que le había infligido
esa acción, pero le desesperaba haber podido cometerla.
Su propia persona le horrorizaba de tal modo que, con
la esperanza de librarse de ella, la arriesgaba en peligros
de todas clases. Salvó a paralíticos que
estaban a punto de perecer en incendios, y a niños
que habían caído en precipicios. Pero el
abismo lo rechazaba y las llamas lo respetaban.
El tiempo no aplacó su sufrimiento y, como éste
se hizo intolerable, decidió morir.
Y un día que se hallaba a la orilla de un manantial,
cuando se inclinó para apreciar la profundidad
del agua, vio aparecer frente a él un anciano completamente
descarnado, con barba blanca y un aspecto tan lamentable
que le fue imposible contener las lágrimas. El
otro también lloraba. Sin reconocer su imagen,
Julián recordó confusamente un rostro parecido.
Lanzó un grito: creyó que era su padre,
y ya no pensó en matarse.
Por consiguiente, cargando con el peso de su recuerdo,
recorrió muchos países y llegó a
la orilla de un río cuya travesía era peligrosa
por la violencia de la corriente y porque en las márgenes
había una gran extensión fangosa. Desde
hacía mucho tiempo nadie se atrevía a cruzarlo.
Una barca vieja, con la popa hundida, alzaba su proa entre
los juncos. Julián, al examinarla, descubrió
un par de remos y se le ocurrió la idea de dedicar
su existencia al servicio de los demás.
Comenzó construyendo en el ribazo una especie de
malecón que permitía bajar hasta el canal;
se rompió las uñas transportando piedras
enormes, apoyándolas para ello en su vientre; resbalaba
y se hundía en el fango y estuvo a punto de perecer
muchas veces.
Luego reparó la embarcación con restos de
otras naves y se hizo una choza con arcilla y troncos
de árboles.
Como el paso era conocido, acudían los viajeros.
Le llamaban desde la otra orilla agitando trapos, y Julián
se apresuraba a saltar a su barca. Ésta era muy
pesada y la sobrecargaban con bagajes y fardos de todas
clases, sin contar los animales de carga que, coceando
de miedo, aumentaban la acumulación. No pedía
nada por su trabajo; algunos le daban restos de las vituallas
que sacaban del zurrón, o las ropas demasiado usadas
que ya no querían. Había groseros que vociferaban
blasfemias. Julián los reprendía con dulzura
y ellos replicaban con injurias. Se contentaba con bendecirlos.
Una mesita, una banqueta, una cama de hojas secas, y tres
tazas de arcilla constituían todo su mobiliario.
Dos agujeros en la pared servían de ventanas. Por
un lado se extendían hasta perderse de vista llanuras
estériles con pálidos estanques en su superficie;
y delante de él corrían las aguas verdosas
del río. En la primavera, la tierra húmeda
olía a podredumbre. Luego, un viento borrascoso
levantaba torbellinos de polvo que entraba por todas partes,
enfangaba el agua y crujía entre las encías.
Un poco después, eran nubes de mosquitos, cuyo»
zumbido y cuyas picaduras no se interrumpían de
día ni de noche. A continuación, sobrevenían
terribles heladas que daban a las cosas la rigidez de
la piedra y causaban un deseo frenético de comer
carne.
Pasaban meses sin que Julián viera a nadie. Con
frecuencia, cerraba los ojos y trataba de volver a su
juventud por medio de la memoria, y veía, el patio
de un castillo con lebreles en una escalinata, criados
en la sala de armas y, bajo una glorieta de pámpanos,
un adolescente de cabello rubio entre un anciano cubierto
de pieles y una dama de alta toca. De pronto reaparecían
los dos cadáveres y Julián se arrojaba de
bruces en la cama y repetía llorando:
-¡Pobre padre! ¡Pobre madre! ¡Pobre
madre!
Y caía en un letargo en el que continuaban las
visiones… fúnebres.
Una noche, cuando dormía, creyó oír
que alguien le llamaba. Prestó atención
y sólo percibió el mugido de la corriente.
Pero la misma voz repitió:
-¡Julián!
Provenía de la otra orilla, lo que le pareció
extraordinario dada la anchura del río.
Por tercera vez le llamó:
-¡Julián!
Y aquella voz sonaba como la campana de una iglesia.
Encendió la linterna y salió de la choza.
Reinaba un huracán furioso. La oscuridad era densa
y aquí y allá la desgarraba la blancura
de las olas agitadas.
Tras un instante de vacilación, Julián desató
la amarra. El agua se calmó inmediatamente, la
barca se deslizó por ella y llegó a la otra
orilla, donde esperaba un hombre.
Estaba envuelto en un lienzo andrajoso, su cara parecía
una máscara de yeso y tenía los ojos más
rojos que carbones. Al acercarle la linterna, Julián
observó que le cubría una lepra horrible.
Sin embargo, su actitud tenía la majestad de un
rey.
Cuando entró en la barca, ésta se hundió
prodigiosamente con su peso, pero una sacudida la levantó
y Julián comenzó a remar.
A cada golpe de remo, la resaca de la corriente la levantaba
por la proa. El agua, más negra que la tinta, corría
con furia por los dos costados de la barca. Cavaba abismos,
formaba montañas y la lancha saltaba sobre ellas
y volvía a sumirse en profundidades donde giraba
sacudida por el viento.
Julián inclinaba el cuerpo, extendía los
brazos y, apuntalando los pies, se echaba hacia atrás
para hacer más fuerza con una torsión de
la cintura. El granizo le azotaba las manos, la lluvia
le corría por la espalda, la fuerza del viento
le ahogaba, y se detuvo. Entonces, la embarcación
fue a la deriva. Pero, comprendiendo que se trataba de
algo importante, de una orden que no se podía desobedecer,
volvió a empuñar los remos y el crujido
de los toletes se mezcló con el clamor de la tempestad.
La linternita ardía ante él. Las aves que
revoloteaban la ocultaban de vez en cuando. Pero siempre
veía las pupilas -del leproso, que se mantenía
de pie en la popa, inmóvil como una columna.
¡Y eso duró mucho tiempo, demasiado tiempo!
Cuando llegaron a la choza Julián cerró
la puerta y vio que el leproso se sentaba en la banqueta.
La especie de sudario que lo cubría cayó
hasta las caderas, y los hombros, el pecho y los brazos
delgados desaparecían bajo placas de pústulas
escamosas. Enormes arrugas le surcaban la frente. Como
un esqueleto, tenía un agujero en el lugar de la
nariz y de sus labios azulencos salía un aliento
espeso como una niebla, y nauseabundo.
-Tengo hambre -dijo.
Julián le dio lo que poseía: un trozo de
tocino añejo y unos mendrugos de pan negro.
Cuando los hubo devorado, la mesa, la escudilla y el mango
del cuchillo tenían las mismas manchas que se veían
en su cuerpo.
Luego dijo:
-Tengo sed.
Julián fue en busca de su cántaro, y al
tomarlo salió de él un aroma que le dilató
el corazón y las aletas de la nariz. Era vino.
¡Qué hallazgo! Pero el leproso tendió
el brazo y vació el cántaro de un trago.
Después dijo:
-Tengo frío.
Julián encendió con su candela un montón
de helechos en el centro de la choza.
El leproso se acercó para calentarse y, en cuclillas,
comenzó a temblarle todo el cuerpo y a debilitarse;
ya no le brillaban los ojos, le manaban las úlceras
y con una voz casi apagada murmuró:
-¡Tu cama!
Julián le ayudó suavemente a acostarse en
ella e inclusive lo cubrió con la vela de su barca.
El leproso gemía. Las comisuras de su boca dejaban
en descubierto los dientes, un estertor acelerado le sacudía
el pecho, y en cada aspiración el vientre se le
hundía hasta las vértebras.
Luego cerró los ojos y dijo:
-¡Tengo hielo en los huesos! ¡Acércate!
Y Julián, apartando la vela, se acostó sobre
las hojas secas, junto a él.
El leproso volvió la cabeza.
-Desnúdate para que tenga el calor de tu cuerpo.
Julián se desvistió, y luego, desnudo como
en el día de su nacimiento, volvió a acostarse,
y sintió contra los muslos la piel del leproso,
más fría que una serpiente y áspera
como una lima.
Procuraba darle ánimos y el otro respondía,
jadeando:
-¡Ay, voy a morir! … ¡Acércate!
¡Caliéntame! ¡Pero no con las manos!
¡Con todo tu cuerpo!
Julián se tendió sobre él completamente,
boca contra boca y pecho contra pecho.
Entonces el leproso le abrazó; y de pronto sus
ojos brillaron como estrellas, sus cabellos se alargaron
como los rayos del sol, su aliento tenía el aroma
de las rosas, una nube de incienso se elevó del
hogar; y las olas cantaban. Entretanto, una abundancia
de delicias, un júbilo sobre-humano descendía
como una inundación en el alma de Julián,
pasmado, y el que seguía abrazándolo se
agrandaba, se agrandaba hasta tocar con la cabeza y los
pies las dos paredes de la choza. El techo desapareció,
se desplegó el firmamento y Julián ascendió
hacia los espacios azules cara a cara con Nuestro Señor
Jesucristo que lo llevaba al Cielo.
Y esta es la historia de San Julián el Hospitalario,
tal como se la puede ver más o menos en un vitral
de iglesia de mi región.
Leyenda de
San Julián y Santa Basilisa
Era Hijo de noble familia y por la caza
aguerrido.
Muy hábil con la ballesta, con
las armas muy lúcido y con los lazos, por suerte,
bien siempre le tiene ido.
Un día de sol radiante, entre
los montes perdido, un ciervo de tierna piel ante su arco
ha aparecido.
San Julián y Santa Basilisa procedentes
de la desaparecida iglesia;
se encontraban sobre el sagrario y en la nueva parroquia
las colocaron de la misma manera. (Valladolid)
Julián tensa la ballesta, el ciervo
se ve afligido y no comprende el acoso que por Julián
es seguido.
¿Por qué me acosas así,
si de ti nada he pedido?
- Líbrate de hacerme daño,
porque si no te has perdido, líbrate de hacerme
daño, te lo digo muy afligido, porque si tu flecha
me mata algo más habrás herido.
Tú a tus padres matarás,
no lo tomes en olvido.
Y por muy lejos que vayas el hecho será
cumplido.
Más el dardo al aire iba, y en
el aire hubo un silbido, y del ciervo el corazón
en dos lo tiene partido.
Atónito queda Julián de
lo que el ciervo le ha dicho.
Al mismo tiempo decide dejar sus padres
y nido, que no quiere que acontezca ni que se cumpla el
destino guardado para sus padres del animal susodicho.
Nada a nadie Julián dice, él
solo toma el camino.
Y llega a tierras ignotas, condado desconocido.
Situado está el condado en las
tierras de occidente, donde cristianos pelean contra los
moros de oriente.
Se alista en primera línea y jefe
le han nominado, que el conde, por su valor, gran confianza
le ha tomado.
El conde, muy agradecido, no sólo
le hizo caudillo, lo casó con viuda noble y le
regaló un castillo.
Anchos montes de encinares el castillo
poseía, un río de limpias aguas y llanos
de nombradía.
Basilisa, su mujer, muy prendado lo tenía,
Él se entretiene en la caza y muy felices vivían.
El tiempo va pasando y el sol se va acercando
a la vertical. Las nubes de la Sierra de la Culebra se
van tornando a obscuras; la brisa arrecia cada vez más
y el oleaje del embalse forma capas de espuma blanca.
Ludoviket se restriega los ojos y continúa con
la lectura del pergamino que dice así:
Entretanto los sus padres buscándolo
se afligían, no quieren perder al hijo y por todas
partes iban.
Recorren muchos países y, preguntando,
seguían dónde puede estar Julián
que por ser hijo no olvidan.
La guerra vuelve al condado que ataca
la morería, vuelve Julián en defensa de
toda la cristianía.
Y se presentan sus padres y a su mujer
requerían, le preguntan por Julián si visto,
quizás, le había.
Y le narran la leyenda de aquel hijo,
que un buen día, se les marchó de su casa
sin dejar rastro ni guía.
Basilisa sabedora de la historia y cacería,
pues por boca de Julián la historia ya conocía.
Basilisa se cerciora que allí
sus suegros tenían y los manda agasajar, fuera
de sí de alegría.
Y sin mediar más palabras su misma cama ofrecía,
la que comparte el esposo cuando en casa convivía.
Ese día, muy temprano, se levanta
Basilisa a dar las gracias a Dios por la suerte concedida.
Muy gozosa ante el altar se mostraba
Basilisa, Pues la palabra del ciervo ya jamás será
cumplida.
Desea ver a Julián para darle
la noticia de la estancia de sus padres mientras acaba
la misa.
En aquel mismo momento retorna Julián
a casa Tras cabalgar varios días desde el campo
de batalla.
Quiere ver a su mujer antes de colgar
las armas; se adentra en la habitación, pues la
supone acostada.
Los ojos se le obnubilan al ver que en
su propia cama cree ver un adulterio y su honra mancillada.
La daga saca al instante y ambas cabezas
separa de los cuerpos, que tranquilos, la desgracia le
deparan.
Sale a la calle de rojo goteándole
la daga, de pronto ve a Basilisa, pues la misa es acabada...
Responde ya, Basilisa, ¿Quién descansa en
nuestra cama?
-Tus propios padres, Julián, que
desde tierras lejanas llegaron a este castillo después
de muy larga andada y para honrarlos mejor les dejé
la propia cama.
Al oír Julián la historia
al instante se desmaya y al castillo en parihuelas lo
llevan como en volandas.
Es tan grande lo sufrido que a reanimarle
no acaban, y pasaron varios días hasta recobrar
la calma.
Se confiesa parricida, maldice la noramala,
no encuentra en el vasto mundo tierra para ser morada.
Maldice al ciervo y ser hijo de los padres
que él amaba, maldice la profecía que por
desgracia es colmada.
Basilisa a los ancianos los entierra
en fe cristiana, mientras a Julián consuela de
su desgracia inhumana.
-Todo fue equivocación horrible
y predestinada, Dios perdona, ya que al hombre no puede
ser evitada.
- Te agradezco, amada mía, tus
palabras de consuelo, más no acepto las disculpas,
que el asesino está dentro; dentro de mi corazón,
mi descontrol y mis celos, mi humilde ruindad humana,
no la predicción del ciervo.
Basilisa, te abandono, no puedo vivir
sereno, he de purgar el pecado que me sofoca en lo interno.
Tengo que hacer penitencia, tengo que
marcharme lejos, Hasta que Dios me perdone con una señal
sin velo.
Queridísimo Julián, fue
tu brazo, bien es cierto, más mi falta de atención
fue la causa de los hechos.
Y, puesto que ambos culpables, somos
igualmente de reos, déjame que te acompañe
donde llegue tu destierro.
Compartí felicidad, compartí
contigo lecho, quiero, también, compartir esa pena
de tu pecho.
De corazón, Basilisa, acepto tu
ofrecimiento, que las penas compartidas pregona mejor
el viento.
Iglesia de San Julián de los Prados
de Oviedo está dedicada a Julián y Basilisa.
El sol no va a llegar a la vertical, pues las nubes algodonadas
de la Sierra de la Culebra se han convertido en nubarrones.
Ludoviket, ensimismado con la lectura del pergamino y
la leyenda de San Julián y Santa Basilisa, no se
percata de ello. Se refriega una y más veces los
ojos y prosigue en la lectura. Ha olvidado que tiene que
ir donde su padre cuando el sol llegue a la vertical,
y que su hermano se ha ido a la Solana de Valcuevo y tienen
que encontrarse en el cruce de la encina vieja para ir
a comer. Ajeno a todo, él prosigue la lectura en
la que ya Julián y Basilisa se disponen a purgar
el crimen hasta que haya "una señal sin velo"
y que dice así:
A la mañana siguiente, vestidos con tosco atuendo,
emprendieron el camino por los campos, en silencio.
Más antes de abandonar sus posesiones,
primero, repartieron sus riquezas entre los pobres y siervos.
Muchas jornadas de sendas y caminos pedregosos,
hollaron Julián y ella, junto con prados hermosos.
Y en la senda de Santiago hallaron un
ancho río, bravo, de pujantes aguas, crecidas y
remolinos.
El Esla, que así se llama, lo
cruzan los peregrinos y muchos, por su bravura, no llegan
a su destino.
Piensa Julián que le guían
desde lo alto el camino, y que allí puede ayudar
caminante y peregrino.
Y allí piedra a piedra a Pedro
una iglesia ha construido, junto con un hospital de asistencia
al peregrino.
Una barca se ha comprado soslayando los
peligros, que quien a Santiago va tiene que cruzar el
río.
A San Pedro, que es la iglesia, le ponen
el apellido de la Nave, por la barca con que Julián
cruza el río.
En noche de invierno cruda, tras un día
muy movido, a las tantas la mañana oye Julián
un gemido.
Sale Julián de su lecho llamado
por los quejidos Y a la puerta misma estaba un hombre
muy malherido.
Lleno de llagas y hielo ya medio muerto
de frío, era un leproso, y al verlo, al interior
lo ha metido.
Enciende fuego al instante y lo frota
con cariño por intentar reanimar aquel cuerpo entumecido.
Basilisa ropas secas, más un caldo
le ha servido, Pero ya no entra en calor el leproso peregrino.
Ya lo meten en la cama, lo tratan con
mucho mimo, las guedejas del cabello cuida Julián
sin remilgos.
Al cabo de unos minutos se transforma
el peregrino en santo resplandeciente que estas palabras
le dijo:
"Desde el cielo a mí me mandan
y a comunicarte he venido que tu penitencia basta por
el crimen cometido. Y que tú, junto a tu esposa,
y ya por siempre reunidos, Gozaréis la paz eterna
con nos en el paraíso.
Pasada la Epifanía, después
de escuchar lo dicho, A Dios entregan el alma como San
Gabriel predijo.
Alfonso tercero el Magno, allá
por el siglo nono.
Vio la ermita, y su leyenda, grabola
en su ser más hondo.
En su lugar levantó este templo
de leyenda en cuyo interior se guarda un sarcófago
de piedra;
donde descansan los santos de San Pedro de la Nave, Que
es de estilo visigótico y en España joya
clave.
Ludoviket se quedó pensativo por
el desarrollo de la leyenda y mirando hacia el exterior
donde ya caía una lluvia copiosa. Como no veía
el sol, decidió quedarse un poco más hasta
que cesara la lluvia, Antes de comenzar a llover Walter
ya había regresado, sin haber cogido nada, donde
su padre. Resultó que los buitres fueron a posarse
alrededor de la encina y no pudo bajar hasta que no se
marcharon de nuevo. Pepe, a causa de la lluvia había
hecho una especie de cabaña para protegerse y poder
comer sin mojarse. Ambos estaban refugiados en la cabaña
de hojarasca esperando a Ludoviket que no venía.
Fueron a buscarlo al alcornoque de La Caprillada donde
lo encontraron dormido a causa del ronroneo de la lluvia.
Así lo hallaron y estaba soñando en aquel
momento que un ciervo se asomaba por ranura del alcornoque
y que le lamía la cara con la lengua. Sin embargo,
al despertarse, vio que era Walter que lo estaba despertando
con un trapo mojado. Su padre, al contrario de otras veces,
no lo riñó por haberse dormido, pues fue
mayor la alegría de encontrarlo sano que el enfado
que anterior- mente le había provocado.
Todos contentos fueron a comer a la cabaña
mientras la lluvia iba aflojando poco a poco. Después
de comer arrancaron todavía un poco más
de leña hasta hacer un buen montón para,
otro día, ir a recogerla con el carro. Al atardecer,
antes de la puesta del sol, regresaron a casa todos muy
contentos, pero especialmente Ludoviket por haber encontrado
el pergamino de a leyenda en verso de San Julián
y de Santa Basilisa.
San Julián,
segundo obispo de la diócesis de Cuenca
San Julián fue el segundo obispo
de la diócesis de Cuenca. Sucedió en esta
sede episcopal a D. Juan Yáñez, una vez
creada ésta tras la fusión de las antiguas
sedes visigodas de Segóbriga, Valeria y Ercávica.
Las fuentes históricas no nos
ofrecen mucha la información a cerca de San Julián.
Un documento prueba que en julio de 1197 era arcediano
de Calatrava, su nombre era el de Julián Ben Tauro
(que significa Julián hijo de Tauro). Su apellido
denota su ascendencia mozárabe –es decir,
cristianos que vivían en reinos musulmanes, por
tanto, en una situación muy especial-. Este documento
lleva a afirmar, para la mayoría de los historiadores,
el origen toledano mozárabe de San Julián.
San Julián llega a Cuenca en 1198,
en unas circunstancias muy singulares. Se trata de un
período de consolidación progresiva después
de la reciente reconquista de la ciudad. Todos sus esfuerzos
del santo se volcaron en procurar la paz, el bienestar
y la instrucción, tanto de cristianos como de judíos
y musulmanes, que convivían pacíficamente
en aquellos tiempos. Estuvo 10 años al frente de
la diócesis conquense.
En 1201 dio un estatuto al cabildo de
Cuenca, que fue acompañado posteriormente de la
donación de bienes para que los canónigos
pudieran acudir mejor a sus necesidades. Promovió
la firma de acuerdos entre el Cabildo y el Concejo de
la ciudad para regular las relaciones entre los familiares
o criados del cabildo y los ciudadanos de Cuenca, así
como entre el mismo cabildo y los clérigos de la
ciudad y sus aldeas, tratando de suavizar el poder que
los canónigos ejercían sobre éstos.
Podemos imaginar la preocupación
de San Julián por la creación de parroquias
rurales en los lugares recién conquistados y en
los que se continuaban asentando sin parar grupos de cristianos
venidos del norte. Nuestro santo era poco aficionado a
la vida cortesana, mientras que lo que sí amaba
era el retiro y el trabajo entre sus diocesanos. Porque
es mucho lo que había de hacer en una diócesis
de reciente creación, de no fáciles comunicaciones,
de suelo árido y de inseguro asentamiento todavía.
Todo apunta a que eran frecuentes los viajes que hacía
a esos lugares, acompañado de algunos canónigos.
La mayor parte de los detalles de la
vida de San Julián que nos han llegado a nosotros
se debe a la tradición (salteada en muchos casos
por “historias” piadosas), escritos que se
desarrollarán sobre todo a partir del siglo XVI.
Estos escritos de la tradición nos muestran a un
hombre santo, elegido por Dios desde el seno materno (como
los profetas), hombre lleno de humildad y de celo apostólico,
gran benefactor de los pobres, con gran espíritu
de oración y muy devoto de la Virgen María.
En una lectura del Oficio de Maitines
(Lectura IV) se afirma que nació en Burgos de honrados
y piadosos padres. Su nacimiento estuvo acompañado
de determinadas señales que daban a entender lo
que sería su santidad y su dignidad episcopal:
su belleza al nacer que a todos causaba admiración;
la aparición en su bautismo de un jovencito ornado
de las insignias episcopales de mitra y báculo,
el cual manifestó a los presentes que debían
imponer al niño el nombre de Julián.
En la lectura V de ese oficio se puede
leer: “Fue un verdadero padre para los pobres, que
ayudó, con su dinero y con su trabajo, las necesidades
de los menesterosos, de las viudas y de los huérfanos.
Empleó los réditos de su iglesia tanto en
ayudar a los míseros como en instaurar y ordenar
los templos; contentándose, para vivir con poco
sustento que procuraba con sus propias manos. Era asiduo
en la oración, con cuya fuerza, ardiendo en paterna
caridad, consiguió de Dios muchas y grandes cosas
a favor de su pueblo. De las cuales las principales fueron
éstas; como toda la diócesis padeciese escasez
de grano, y nada quedase ya en los graneros episcopales,
compadecido de la calamidad popular, dirigió al
Señor fervientes oraciones mezcladas con lágrimas.
Entonces sucedió, que fue transportada una gran
cantidad de trigo, hasta las puertas de palacio episcopal,
por numerosos jumentos, los cuales, depuesta su carga
desparecieron.
San Julián se ejercitaba, según
la tradición, en sus ratos de soledad, acompañado
por su criado Lesmes, en los trabajos manuales, concretamente
en el trenzado del mimbre y la fabricación de cestillas,
el producto de cuya venta, aumentaba las rentas del obispado,
que se empleaban mayoritariamente en la manutención
de los pobres. Testigo de estos afanes, espirituales y
económicos a la vez, en bien de los demás,
es el Tranquilo, en el Cerro del Majestad, donde había
un pequeño manantial al borde del cual crecían
los mimbres.
En memoria y como homenaje a la caridad
de San Julián, se instituyó por el Cabildo,
a principios del siglo XV, la llamada Arca de San Julián
o de la Limosna, que se convirtió en una institución
benéfica, para atender a las necesidades más
perentorias de los desheredados. Fundamentalmente se dio
limosna de pan a diario, se procuró la crianza
y acomodo de niños expósitos y se dotó
para el matrimonio a aquellas jóvenes huérfanas,
que de otro modo no hubieran podido casarse, dadas las
costumbres y la mentalidad de la época. (Esta Arca
se perpetuó en Cuenca hasta tiempos cercanos a
nosotros).
Son muchas las incógnitas sobre
su vida antes de ser arcediano de Calatrava. Cabe imaginar
que, como cualquier muchacho de su época, estudiara
Gramática y las demás disciplinar literarias
del Trivio y del Cuadrivio en alguna escuela catedralicia,
y después Teología y Cánones, adquiriendo
así los conocimientos necesarios para ser sacerdote.
Atendiendo a la tradición burgalesa,
que señala la casa donde nació y vivió
con sus padres, habría realizado sus estudios superiores
en la universidad de Palencia, de la cual habría
sido a continuación catedrático. Hacia 1162,
de repente se sintió con deseos e impulsos de soledad
y de entrega directa al trato con Dios, coincidiendo con
la muerte de su madre, por lo cual se preparó un
retiro en la Vega de la Semella, junto al río Arlanzón
de Burgos, en el cual encontraría suficiente tranquilidad
para darse por completo a aquella vida. Allí aparece
ya la figura de Lesmes, el fiel criado que ya no abandonaría
la compañía de San Julián hasta su
muerte.
Exponen después los biógrafos
sus correrías apostólicas por toda España,
una vez abandonado el retiro de la Semella. Tanto los
reinos cristianos del Norte, como las tierras musulmanas,
habrían sido testigos de su celo por la salvación
de todos, y de sus afanes por reavivar o hacer nacer la
fe de Cristo en todas partes y lugares que iba recorriendo
como predicador ambulante. Creció su fama entonces,
llegando a conocimiento del arzobispo de Toledo, que,
para cubrir la vacante del arcediano de Calatrava, ofreció
el cargo a San Julián y hasta tuvo que vencer su
resistencia para que lo aceptase.
Tabla de San Julián, en la catedral
de Cuenca
Según los antiguos Obituarios del obispado de Cuenca,
la muerte o tránsito de San Julián tuvo
lugar el día 20 de enero de 1208 –según
la tradición a la edad de 80 años-. Pero
su fiesta se fijó el 28 del mismo mes, probablemente
por conveniencias litúrgico-pastorales, y en esta
fecha ha venido celebrando su fiesta durante siglos, en
Cuenca y en los demás lugares en los que se le
tiene un culto especial.
La iconografía posterior, a partir
de finales del siglo XVI, nos ha presentado con frecuencia
su tránsito, como una entrada triunfal en la gloria,
vestido de pontifical, siendo recibido por la Virgen María,
de la que él había sido muy devoto, entregándole
una palma (como vemos, por ejemplo, en la Capilla del
Transparente, donde está el arca de plata que contiene
sus restos).
Como la Tradición pone de manifiesto
y es fácil de imaginar, San Julián fue un
gran apóstol, recorriendo muchos lugares de la
geografía hispana predicando el evangelio de la
salvación. Fue un gran misionero. También
dentro de la misma diócesis de Cuenca, recientemente
creada, que se fue repoblando con gentes venidas del norte,
a raíz de la reconquista. A pesar de las grandes
dificultades para desplazarse de un lugar para otro, él
no escatimó esfuerzos para predicar el evangelio
a toda criatura, como el Señor nos encomendó
después de su resurrección.