Ciertamente Egipto ha recibido
desde edades incontables muchos calificativos. Se habla
de Egipto como de un país milenario, tierra de
faraones y esfinges, aunque para los cristianos posee
el mayor título que se le pueda dar: el de Tierra
Santa.
Egipto en el corazón de su ciudad acogió
a la Sagrada Familia que venía huyendo de la
persecución del Rey Herodes. El Niño Dios,
ya desde su más temprana edad pasó las
austeridades del desierto y conoció los sentimientos
de vivir lejos de su patria y porque no, podemos decir
que revivió de alguna manera el camino recorrido
por el Pueblo de Israel al mando de Moisés.
Y he aquí nuestro punto de partida, el Pueblo
elegido en Egipto no solamente espera una tierra sino
que principalmente espera al Mesías. Y sobre
la espera, marcha por el desierto, allí encontramos
un monte, el Monte Sinaí, lleno de significado,
allí Dios hablaba con “su amigo cara
a cara”, desde allí Moisés
bajaba con el rostro radiante después de estos
encuentros…, allí recibió los Diez
Mandamientos e hizo Yahvé la Alianza con su Pueblo…
La Península
del Sinaí
Se encuentra entre los golfos de Aqaba y Suez y limita
al norte con el Mar Mediterráneo mientras que
al sur lo hace con el Mar Rojo. Tierra esteparia y de
montañas, con vistosos colores y diversas tonalidades.
Teológicamente presenta aspectos diversos, en
el norte se extiende la altiplanicie de Et-Tih, un desierto
calcáreo inmenso y árido. Es en esta región,
en donde se encontraban las vías de los esclavos
de toda la península: la Vía Maris, a
lo largo de la costa, el camino de Suhr, al centro y
el camino del peregrinaje musulmán a la Meca,
que va desde Suez a Aqaba.
Al sur-oeste se extiende una zona arenosa, llamada
Debbet er Ramleh; luego se encuentra el macizo del Sinaí,
en el cual se destacan el Monte El Serbal (2054 m.),
el Ras es- Safsaf (2045m.), el Musa (2244m.) y el Catalina
(2602m).
En la costa occidental, la montaña sinaítica
se encuentra dividida del mar por una parte desértica:
el desierto de el-Qah, el desierto de Sin y el desierto
de Suhr. Vale la pena nombrar el Wadi Feirán,
que ha sido llamado la “perla del Sinaí”,
por su belleza incomparable y por sus ruinas de monasterios
e iglesias; allí se venera el lugar donde Moisés
oraba durante la batalla de Amaleq (Exodo 17, 8/10).
Los primeros habitantes de este lugar fueron los beduinos,
quienes dejaron lo que se conoce hoy como “inscripciones
proto-sinaíticas”.
El Monte
Santo
Dejemos que la Peregrina Egeria nos introduzca a este
monte; así nos habla de él: “Este
monte, en su conjunto parece ser uno solo, es cierto;
mas cuando entras adentro son muchos, aunque todo él
se llama Monte de Dios; pero aquel especial, en cuya
cima está el lugar donde descendió la
majestad de Dios, como está escrito, se halla
en medio de ellos...
Se sube con inmenso trabajo… En ese lugar hay
ahora una Iglesia no grande; pues el lugar mismo, es
decir, la cima del monte no es muy extensa”.
Dos caminos conducen a la cima del Monte: el más
largo y que hace un serpenteo por algunos otros montes
antes de tener contacto visual con el Monte Santo, se
lo puede subir aproximadamente en dos horas, y el otro
que está tallado en el granito (lo componen alrededor
de 4000 escalones), lleva directamente a la cima.
En este último, y casi a medio camino se encuentra
“la puerta de la confesión”,
puesta por los monjes para delimitar de alguna manera
el Lugar Santo. Los peregrinos de los primeros tiempos
no traspasaban esta puerta si primeramente no se arrodillaban
y pedían perdón, en recuerdo de las palabras
bíblicas: “¿Quién subirá
al Monte de Yaveh? ¿Quién podrá
estar en su recinto sacro? El de manos limpias y puro
de corazón... ” (Salmo 24,3-4). Más
arriba también se encuentra otra puerta llamada
de San Esteban, un eremita que pasó casi toda
su vida escuchando las confesiones de los peregrinos.
En una parte más llana encontramos el lugar
donde, según la tradición el Profeta Elías
se refugió cuando fue perseguido por el Rey Acab.
(1 Re 19, 8-13).
Como dice la Peregrina, ya en la cima, hay una pequeña
iglesia, que recuerda cuando Dios da a Moisés
las tablas de la ley: “Después de hablar
con Moisés en el Monte Sinaí, le dio las
dos tablas del Testimonio, tablas de piedra, escritas
por el dedo de Dios” (Exodo 31, 18).
Es maravilloso el paisaje que desde allí se
contempla, y cuando quedan pocos turistas y el silencio
es profundo, no se hace más que imaginar la santidad
de este Monte.
El Monasterio
de Santa Catalina
A mediados del siglo III, arriban los primeros anacoretas
y se instalan a los pies del Monte de la Teofanía.
En el lugar donde Dios habló a Moisés
construyeron la iglesia de la zarza ardiente dedicándola
a María.
La Peregrina Egeria nos lo relata de esta manera: “El
sábado por la tarde entramos en el Monte, y llegando
a ciertos eremitorios nos recibieron allí los
monjes que en ellos moraban, cortésmente, suministrándonos
todo. Hay allí, además, una iglesia con
un sacerdote”.
Se suceden también en este siglo (IV) ataques
sarracenos al monasterio, donde muchos monjes sufren
el martirio. Cada año, para el 14 de enero, el
calendario de la Iglesia Ortodoxa recuerda a 40 mártires
del Sinaí.
En el año 527 el Emperador Justiniano construye
el actual monasterio fortificado y la bella Basílica.
El monasterio de la zarza ardiente se separó
de Roma luego del 17 Concilio Ecuménico de Florencia
(1439).
Este lugar, es guardián de muchos tesoros, entre
ellos encontramos:
La pequeña iglesia de la zarza ardiente, que
se ha convertido en tabernáculo de la gran Basílica,
El pozo, que según la tradición
es aquel donde Moisés encontró a las
hijas de Reuel, sacerdote de Madián. (Exodo
2, 15-20),
Un sarcófago en mármol
blanco guarda los restos de la mártir Santa
Catalina de Alejandría. Desde la época
en que los monjes encontraron el cuerpo de la Santa
en la cima más alta del Sinaí (Yebel
Catalina), el monasterio comenzó a conocerse
por este nombre (siglo IX),
La Biblioteca con más de
3000 volúmenes incunables, 500 manuscritos
en griego y en otras lenguas orientales, Biblias,
Evangelios, libros sacros. Hay un Salterio completo
escrito en caracteres microscópicos. También
encontramos un palimpsesto siríaco de San Lucas,
del siglo IV. Además se encuentra una copia
del Código Sinaítico (manuscritos bíblicos
en griego que datan del siglo IV), el original se
encuentra desde el 1933 en el Museo de Londres,
Una cosa curiosa es que se encuentra también
aquí un escrito de Abu Talib del año 622,
firmado por el sobrino de
Mahoma y con la impronta de dos
dedos del mismo. Dejado por Mahoma en agradecimiento
por la hospitalidad recibida por parte de los monjes
en uno de sus viajes por la Península,
Una pinacoteca con hermosísimos
íconos del Siglo IV.
Israel asocia el recuerdo del pasado con la imagen
del desierto y de este Monte: en el desierto vivió
la experiencia del Dios cercano, protector, vivificador.
Israel evoca en sus cantos y narraciones esta presencia:
“Cuando salías Señor,
de Seír,
cuando avanzabas por la llanura de Edom,
la tierra temblaba, destilaban los cielos,
y las nubes se deshacían en agua,
los montes se agitaban
a la vista del Dios del Sinaí,
el Señor, el Dios de Israel”.(Jue 5,4)
“El Señor salió
del Sinaí,
amaneció para ellos en Seír,
irradió desde el monte Farán”.(Dt
33,2)
Para ir terminando vale la pena recordar, una vez más,
el relato donde Dios entrega los Diez Mandamientos al
Pueblo de la Alianza, nos dice así el Libro del
Deuteronomio:
“El Señor dijo:
Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice salir
de Egipto, de un lugar de esclavitud.
No tendrás otros dioses aparte de mí.
No pronunciarás en vano el nombre del Señor,
tu Dios, porque él no dejará sin castigo
al que lo pronuncie en vano.
Observa el día sábado para santificarlo
como el Señor, tu Dios, te lo ha ordenado…
Honra a tu padre y a tu madre.
No matarás.
No cometerás adulterio.
No robarás.
No darás falso testimonio contra tu prójimo.
No codiciarás a la mujer de tu prójimo.
Estas son las palabras que el Señor les
dirigió en la montaña, cuando todos ustedes
estaban reunidos. Él les habló con voz
potente, desde el fuego, la nube y una densa oscuridad.
No añadió nada más, sino que escribió
esas palabras en las dos tablas de piedra que me entregó…”.