Los
llamados a la conversión
se hacen más intensos, el tiempo de gracia
de Dios es anunciado a los cuatro vientos y hasta
el clima nos hace meditar en el inmenso amor
del Creador, que arde en el deseo de ver a sus
hijos por el camino a Su casa. Reflexiones sobre
la cruz y la redención, sobre la entrega
y la corredentora, nos envuelven en todo un ambiente
propicio para que como las jacarandas, las lágrimas
de arrepentimiento caigan en el purificador crisol
del confesionario.
Al
mismo tiempo en mi ropero, es tiempo de sacar
del cobertor la túnica.
Y mientras la cepillo pienso en los momentos
trascendentales que con ella he vivido, el turno
de entrada de la procesión del Señor
de la Merced en Viernes Santo, el turno 105 en
Candelaria el año que me enfermé de
los riñones, el aguacero en el Santo Entierro
Dominico, la Consagración del Señor
de San José. Trato de definirme a mi mismo
y llegó a una feliz conclusión:
soy cucurucho.
Encontrados
sentimientos surgen dentro de mi, pues al confesarme
cucurucho vienen
a mi mente los comentarios y adjetivos hacia
mi grupo de profesión religiosa. Me hace
pensar en tantas cosas que se señalan
de la deficiencias del comportamiento de los
fieles devotos, de muchos de nosotros cucuruchos,
y casi me desplomo ante el aplastante peso de
duras críticas.
Pero
me sobrepongo al recordar los principios de
ser cucuruchos que mi abuelo
me enseñó: "Ser cucurucho
mijo - me dijo - no significa ser perfecto. El
cucurucho es un seguidor del nazareno con su
cruz a cuestas, que no olvida las enseñanzas
de El sino que ve en el vía crucis la
plenitud del amor que predicó. No es un
perfecto cristiano, sino aquel que como su Maestro
se levanta cuando cae con su cruz."
Y
reconfortado termino la preparación
de mi túnica y esperó a que lleguen
aquellos días en que como muchos otros
años, por gracia de Dios, forme parte
de las largas de filas de penitentes y nuevamente
confiese que soy cucurucho.