Tus
cotidianas labores casi habían
terminado, la proximidad de la pascua alteraba
la rutina en la cocina pues había que
preparar la cena en conmemoración de la
liberación del cautiverio de Israel. Pero
la redención de la humanidad debía
de cumplirse y cuan ciertas como fueron las palabras
de Simeón, tu corazón sería
traspasado y la profética verdad de la
bienaventuranza tuya, por todas las generaciones,
alcanzaría niveles de amorosa perfección.
Jesús ha sido apresado
y conducido frente al Sanedrín, quienes
no han ocultado su intención de matarle.
Tu corazón de madre comienza contraerse
en espasmódicos movimientos que pretenden
catalizar los torrentes de dolores que tu ser
comienza a soportar. La agonía de Cristo
en el huerto ahora es vivida por ti en las afueras
del juzgado judío y sin embargo tu serenidad
fundada en el amor que Dios te tiene te permite
seguir el camino de la corredención.
Los
judíos le sentencian,
el pretor se acobarda y autoriza la ejecución,
el pueblo que le conoció pide su crucifixión
y tú guardas todo en tu corazón,
a semejanza de tu reflexiva postura ante la adoración
de los pastores. La cruz pesada es puesta sobre
el sacrosanto cuerpo de tu Hijo ultrajado por
la burla romana, que lo ha convertido en un ignominioso
signo de nuestra crueldad. En el camino le ves
y en tus ojos encuentra la fuerza para continuar
pues decide imitar el "Hágase en
mi según tu voluntad", por el cual
te convertiste en el excelso tabernáculo
resguardo del Hijo de Dios.
Promedia
el día y nuevamente
ves al fruto de tu vientre puesto sobre madera,
pero ahora para recibir en sí el precio
de nuestras faltas y tal es la comunicación
entre ustedes, que percibes el dolor de los clavos
que le fijan en la cruz. Y aún cuando
humanamente las fuerzas te abandonan, tu alma
que alaba al Señor, te mantiene al pie
de la cruz acompañando a tu hijo en la
hora final de su misión. El sol se oculta,
el velo del templo se rasga y la redención
ha sido consumada: Cristo ha muerto. El centurión
le confiesa divino, luego de que el corazón
de Jesús es rasgado con la lanza entregando
así la última gota de su sangre
por nosotros sus ingratos hermanos.
Por
conducto de José de
Arimatea y Nicodemus, el cuerpo inherte del Salvador
es bajado de la cruz, puesto en tus brazos y
en este contacto, tu maternal regazo le recibe.
Tus lágrimas como el mejor aceite para
ungirlo y tus manos el mejor lienzo para su cuerpo,
envuelven al Cordero inmolado que recibe tus
sollozos y llantos lo llevas contra tu pecho,
los abrazas con dulzura, delicadamente le besas
y diriges tu mirada al cielo y aunque no lo dices
sabes que todo se ha cumplido. Y vuelves a verle,
te duele y lo lloras nuevamente. Y me ves y vuelves
a llorarle y pregunto: Madre ¿quién
podrá consolarte?